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Una vez Kook se va a trabajar algo más pronto de lo habitual y yo hablo con el veterinario, que me dice que Bam está bien y que puedo llevármelo a casa al día siguiente, cuelgo el teléfono feliz y regreso a la cocina.
Allí, Pipa se afana por dar de desayunar a mi monstruito, que se empeña en que la comida vaya a parar a cualquier lado de la cocina excepto a su tripita.
Cuando veo entrar a Mike, nos miramos.
Espero una sonrisa. Al fin y al cabo, el otro día me abrazó y me llamó «mamá», pero, al parecer, el borderío ha regresado y, como cada mañana, me reta con la mirada, y yo, en el momento en que me canso, la esquivo.
Sabe que hoy lo acompañaré a clase y ¡por fin! tendremos la reunión con su tutor.
Eso lo incomoda. Lo que no sabe, ni se imagina, es cuánto me incomoda a mí.
Una vez Mike ha terminado de desayunar, nos dirigimos en silencio hacia el coche y, cuando arranco, clavo mis ojos en él y pregunto:
—Si hay algo que tu profesor pueda contarme que aún no sepa, es tu oportunidad para decírmelo...
Con toda la chulería de los Jeon, mi hijo me mira y responde:
—Ya que vas, que te lo cuente él. Siento ganas de darle un pescozón. Dos días antes, me abrazaba y me mimaba llamándome «mamá», pero de nuevo la frialdad ha vuelto.
—¿Puedes dejar de ser tan desagradable? —
pregunto cansado. Mike me vuelve a mirar pero, cuando creo que va a decir algo, se calla. Esa actitud chulesca me enferma en ocasiones más que si me contestara.
Sin embargo me callo. No digo nada. No voy a entrar en sus provocaciones.
Conduzco en silencio hasta el instituto. Una vez aparco, Mike sale del coche y rápidamente se acerca a un grupito de chicos que lo saludan chocándole las manos. Esos amigotes suyos no me gustan, y observo cómo ellos me miran a mí.
¿Por qué mi niño ha tenido que conocerlos?
Desde el interior del vehículo, veo aparecer a aquel muchacho por el que sé que Mike está colgado, bajo y, antes de que se acerque a mi hijo, lo llamo:
—Mike, ven aquí.
Mi chico se resiste. Está entre hacerme caso o demostrarles a sus nuevos amigotes que él es quien me domina. Pero al final gano yo. Me conoce muy
bien y, cuando ve que cierro el coche de un portazo, pierde el culo en regresar a mi lado antes de que saque mi raza coreana y le cante las cuarenta delante de ellos.
Sin rozarnos, ni decirnos nada, vamos hasta secretaría. Allí, tras avisar de que tengo tutoría con el señor Alves, mandan a Mike a clase y me dicen que pase a una salita contigua. Si hace falta, ya avisarán al niño. Entro en la salita, en la que
hay una mesa y unas sillas, y me siento. Mientras espero la llegada del tutor, recuerdo cuando Mike era pequeño y yo lo defendía de algunas madres y sus chismorreos. Eso me hace sonreír, pero al mismo tiempo me apeno. Con lo
que lo quiero, al muy sinvergüenza, y lo mal que se está portando conmigo.
Miro mi móvil. No tengo ninguna llamada, y decido escribirle un mensaje a Kook:
 
 
Hola, guapo. Estoy en la tutoría. Te quiero.
 
 
Imagino a mi rubio alemán en su reunión leyendo el mensaje muy serio y sonrío cuando mi móvil pita. Leo:
 
 
Hola, precioso. Ya me contarás en casa. Yo también te quiero.
 
 
Estoy sonriendo cuando la puerta se abre a mis espaldas y oigo:
—Buenos días, señor Jeon
Rápidamente guardo el teléfono y, en cuanto voy a responder, me quedo con la boca abierta.
Aquel tipo con gafas de pasta me recuerda a alguien y, tan pronto como soy consciente de que no es que me recuerde, ¡sino que es él!, murmuro en mi perfecto coreano:
—Joder...
Ante mí está dany, el brasileño buenorro del Sensations y el que nos enseñó a Mel y a mí a bailar forró la noche de la detención. Su gesto de sorpresa es tan grande como el mío, y pregunta boquiabierto:
—¿Eres el padre de Mike?
Asiento aturdido y finalmente consigo preguntar:
—¿Y tú eres el señor Alves?
Ahora es él quien asiente y, sentándose frente a mí, se quita las gafas de pasta y después de un instante de silencio dice:
—Tranquilo, Min. Ambos somos personas maduras, juiciosas y sensatas como para saber afrontar esta situación, ¿de acuerdo? —Asiento, y entonces él añade tendiéndome la mano—: señor Jeon, encantado de conocerlo.
Como si estuviera en una burbujita, le tiendo la mano a mi vez y se la estrecho. Ese contacto tan pudoroso y decente me hace sonreír cuando pienso que lo he tenido como un salvaje entre mis piernas y sobre mi cuerpo.
Tras ese saludo de lo más frío e impersonal, Dany o, mejor dicho, el señor Alves, se vuelve a poner las gafas, abre una carpeta y se centra en hablarme de Mike. Las cosas que me dice no son de lo mejor. Sin lugar a dudas, mi hijo, mi coreano
alemán, ha pasado de ser un niño a ser un gamberro de tomo y lomo que nos chotea a su padre y a mí como le da la gana.
Observo varios partes de faltas de asistencia y, fijándome en los que están con mi firma, me doy cuenta de que en la vida he visto yo esos documentos. Sin duda, Mike los falsificó. Parpadeo alucinado.
Pero, vamos a ver, ¿quién es ese Mike y dónde está mi coreano alemán?
Me centro en los papeles de mi hijo que están ante mí cuando oigo la puerta y entra Mike. Lo miro con gesto de enfado y, en cuanto él se sienta, su tutor dice:
—Mike, le enseñaba a tu padre los exámenes que...
—El no es mi padre, es mi padrastro — replica.
Oírlo decir eso delante de su profesor me duele muchísimo. ¡¿padrastro?! ¿Por qué dice eso?
Pero, sin cambiar mi gesto, simplemente susurro:
—Mike, por favor.
De mala gana, el crío se repanchinga en la silla, y entonces oigo a su profesor decir en tono tajante:
—Mike, siéntate recto. —Mi hijono se mueve. Reta a su tutor, pero al final, ante el
gesto duro de Dany, hace caso mientras éste dice —: Ten un respeto por tu padre porque, si ha venido a esta reunión y ahora está aquí soportando estoicamente todo lo que le estoy diciendo es porque te quiere, se preocupa por ti y te respeta,
algo que parece ser que tú has olvidado. Por tanto, y, visto tu comportamiento vergonzoso, sal de la tutoría ahora mismo y regresa a clase. No tengo nada más que hablar contigo delante de el.
Me gusta la seriedad y la rotundidad con la que le habla y, cuando Mike sale ofendido de la sala, miro a Dany y murmuro:
—Gracias.
Él sonríe y, quitándose de nuevo las gafas, las deja sobre la mesa y dice:
—Me gusta tan poco como a él utilizar este tono tajante, pero con estos muchachos y a estas edades, uno ha de ser así para que lo escuchen y lo
respeten.
Asiento. Tiene razón. Si Kook y yo hiciéramos lo mismo, seguro que todo cambiaría. Entonces, oigo que pregunta:
—¿En casa la situación es igual?
Yo suspiro desesperado.
—Sí. Su padre y yo intentamos hacernos con él, pero al final no sé cómo se las ingenia y siempre terminamos discutiendo entre nosotros.
Él asiente.
—Eso es lo peor que pueden hacer. Kook y tú deben estar unidos ante él y caminar a la par con él. Habla con tu marido, o si quieres convocaremos otra reunión con el psicólogo.
Siento lo que te voy a decir, pero el otro día lo pillé junto a otros tres chicos fumando porros en el patio.—
¡¿Qué?!
Uf..., uf..., uf... Ya sé que por fumarte un porro no eres un drogadicto ni un delincuente pero, joder, ¡que tiene catorce años! Me doy aire con la mano y pronto siento que me pica el cuello. Lo que estoy oyendo no me gusta nada, pero entonces Dany añade:
—Tu hijo no es mal chaval, pero el chico con el que esta, un tal New, y el grupito con el que se juntan son conflictivos y debes hacer todo lo posible para separarlo de ellos o al final tendran graves problemas. Varios de esos muchachos que hoy son sus amigos ya ni siquiera están en el instituto. Todos ellos son de buenas familias, como la suya, que pueden permitirse este colegio. Por desgracia, muchos de esos padres los han dejado por imposibles, aunque mi recomendación es que
ustedes no lo permitan.
Asiento..., asiento y asiento.
Me pitan los oídos cuando Dany clava los ojos en mí y, levantándose, sale a por un vasito de agua. Al entrar de nuevo en la sala, se apoya en la mesa, me lo entrega y yo me lo bebo. A continuación, dice:
—Mike ha acumulado demasiados partes negativos y, con su siguiente parte, siento decirte que será expulsado del instituto una semana. Si, tras esa expulsión, vuelve a tener otro parte, será expulsado un mes entero y, si reincide, durante el
resto del curso.
Madre mía..., ¡madre mía!
Lo que me dice me deja sin habla y, cuando tenga que explicárselo a mi querido marido, no sé ni cómo lo voy a hacer.
Charlamos durante veinte minutos más. Luego, Dany guarda los papeles que me ha enseñado y, una vez cierra la carpeta, me mira y dice:
—¿Alguna pregunta más que quieras hacerme?
Niego con la cabeza y entonces él se saca una tarjeta del bolsillo y me la entrega.
—Aquí están mis teléfonos —dice—. Kook y tú pueden llamarme para lo que necesiten.
Asiento como un imbécil. Sin lugar a dudas, ese «lo que necesiten» es muy amplio. Salimos al pasillo y caminamos hacia la puerta de salida cuando oigo que dice:
—Me ha encantado encontrarte aquí. Nunca lo habría esperado.
—Y yo nunca habría esperado que fueras el tutor de mi hijo —replico.
Ambos reímos y luego pregunto, algo más tranquilo:
—¿Cuánto llevas viviendo en Alemania?
—Dos años. Cuando terminé mis estudios en Brasil, decidí ver mundo; viví tres años en México, otros tres en Suiza, y en Alemania llevo dos. Cuando cumpla tres, mi intención es trasladarme a Londres.
De nuevo, los dos volvemos a reír. Entonces, él baja la voz y pregunta:
—¿Las llevas puestas ahora?
Sin duda, se refiere a si llevo o no bragas, y respondo evitando sonreír:
—Por supuesto. Sólo me las quito cuando está mi marido.
Dany asiente y, sin pararse, añade:
—Me alegra saberlo. Kook es un buen tío y hacen una estupenda pareja.
Su último comentario me hace saber que él nunca intentaría nada sin estar Kook por medio. Eso me gusta y, poniéndome las gafas de sol antes de salir por la puerta del instituto, extiendo la mano y digo:
—Ha sido un placer, señor Alves.
Dany coge mi mano y responde:
—El placer siempre es mío, señor Jeon Sonreímos y nos despedimos. Cada uno vuelve a sus quehaceres, pero cuando llego a mi coche me fijo en una parejita que está sentada en un banco del parque comiéndose a besos.
Abro el coche y, de pronto, al mirar de nuevo a la parejita me doy cuenta de que aquélla es Elke. Me quedo boquiabierto durante varios segundos
hasta que, al ver cómo el chico se propasa a plena luz del día, me acerco a ellos y pregunto:
—Disculpa, ¿eres New?
—Sí, ¿y tú eres...? —pregunta el con descaro.
La rabia puede conmigo. Mi hijo está echando su vida a perder por ese perrako, y ella anda zorreando con sus amigos a pocos pasos del instituto.
—Soy la madre de Mike, ¿sabes de quién te hablo?
A diferencia de lo que me habría pasado a mí ante una pillada así, New sonríe y, levantándose de las piernas del chico, murmura:
—¿El latino? Pues entonces dirás su «padrastro».
Oír eso me enfurece.
Si ese chico tuviera sentimientos verdaderos por mi niño, sabría lo mucho que le molesta que lo llamen así; además, llama mi atención que el diga lo de padrastro. Pero, antes de que yo pueda decir nada, el añade con todo el descaro:
—Mira, madrastrito del chico, lo que yo haga con mi vida es algo que no te importa, y...
—Por supuesto que no me importa —la corto furioso—. A mí sólo me importa mi hijo. No me agrada que estés con él pero, si lo estás, no veo bien que ahora estés aquí con este otro chico haciendo lo que haces.
New y el muchacho se miran y sueltan una risotada. ¡Serán descarados! Y, de pronto, el me empuja con violencia y grita:
—¡Pero ¿tú quién te has creído que eres para hablarme así?!
Contengo las ganas que siento de darle un empujón. Soy adulto, y respondo:
—¿Y tú, maleducado, quién te has creído que eres para empujarme y gritarme de ese modo?
Sin poder evitarlo, me enzarzo en una ridícula discusión con aquel niñato, que lo único que hace es calentarme más y más. Está visto que a ésta no le han enseñado educación en su casa, y siseo tras un tercer empujón al que finalmente
respondo:
—Te prohíbo que vuelvas a acercarte a mi hijo y esta vez te lo digo de verdad, ¿entendido?
El suelta una risotada.
—No me prohíbe ni mi madre y me vas a prohibir tú.
—Pues quizá ése es tu problema, que no te han prohibido nada y necesitas aprender lo que significa la palabra «educación».
—¡Puto!
—¡Puto lo serás tú! —grito fuera de mí.
Según digo eso, sé que me estoy equivocando. Me estoy metiendo en un jardín del que no voy a salir bien parado y, dando un paso atrás, siseo mientras decido dar por concluida esa absurda discusión.
Como no me apetece oír los insultos que me grita ese niñato maleducado, me monto en el coche, arranco y me voy. Es mejor que me aleje de allí o
El niñato va a morder el polvo.
Me voy directo al veterinario. Necesito ver a Bam. Por suerte para todos, su recuperación está siendo buena y, cuando lo veo, me deshago en cariños con él. Mi pichurrín se lo merece.
Una vez salgo de la clínica veterinaria, llamo a Mel y, sin dejar que me salude, cuando coge el teléfono digo:
—Hola, Mel. Vas a flipar cuando te cuente lo que acabo de descubrir.
Oigo que mi amiga resopla y, bajando la voz, me dice:
—Tú sí que vas a flipar, y mucho, cuando te cuente lo que he descubierto yo. Anda, vente para mi casa. Te espero.
Como no ha querido soltar prenda la jodía, la curiosidad me puede y, como en la oficina saben que no voy a ir y con Kook no puedo hablar porque está en una reunión, me encamino hacia su casa.
Quiero saber qué es eso con lo que voy a flipar tanto.
 
 

juegos de seduccion IVWhere stories live. Discover now