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Con una copa de vino en las manos, miro el cielo. Ha finalizado la increíble experiencia del maridaje estelar y estoy relajado.
Hace fresquito, pero la temperatura es tan agradable que da gusto estar sentado al aire libre disfrutando de la tranquilidad en una noche de luna llena en este sitio tan especial.
Nunca me ha gustado el vino, quien me conoce sabe que prefiero una coca-cola con hielo, pero el caldo de esas bodegas me ha enamorado y hasta le he pillado su puntito rico.
Creo que me llevaré varias botellas para Kook. Seguro que él lo aprecia mucho más que yo y, si me permite, le contaré la experiencia tan increíble que he vivido en el maridaje.
Pienso en mis hijos y sonrío. Pensar en ellos hace que me sienta feliz, aunque, cuando me acuerdo de Mike, mi sonrisa se desdibuja. Echo de menos pasar horas con él hablando sobre música o cualquier otra cosa. Pero, bueno, la situación es la
que es y, ante eso, poco puedo hacer yo hasta que el niño decida incluirme de nuevo en su vida, si es que lo hace.
También pienso en Kook. En mi rubio y grandote alemán. ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Se acordará de mí?
Unas carcajadas me devuelven a la realidad y tengo que reír cuando veo a mi amiga Mel muerta de risa a dos metros de mí escuchando lo que una chica de la cuadrilla de Amaia cuenta.
—Verdaderamente, el lugar y el vino son maravillosos, pero sé que te mueres por una coca cola con mucho hielo.
En cuanto oigo eso, mi respiración se corta. No, no puede ser... Y, dándome la vuelta, recibo una de las mayores sorpresas de mi vida cuando veo a escasos centímetros de mí, de pie, vestido con un jersey azulón y unos vaqueros, al hombre que me da o me quita la vida.
Kook está a mi lado y, bloquedo por la sorpresa, consigo murmurar:
—Pero... pero ¿qué haces aquí?
Mi alemán, ampliando su sonrisa al ver mi buena predisposición, se sienta junto a mí en la silla libre que hay a mi derecha y, sin responder a mi pregunta, acerca sus cálidos labios a los míos y me chupa primero el superior, después el inferior, y me da un mordisquito. A continuación, lo oigo susurrar:
—He venido a ver a mi pequeño y a pedirle disculpas por ser tan gilipollas.
Ay, que me lo como, ¡ay, que me lo comoooooooooooooooooo!
Desde luego, cuando quiere sorprenderme, mi gilipollas particular sabe hacerlo muy bien y, cuando me veo capaz de abrir la boca para articular dos palabras seguidas, dice:
—Cariño, hay cosas que me siguen enfadando de todo lo que ha ocurrido y que tendremos que hablar una vez regreses a casa, pero tenías razón en cuanto al hecho de que, siempre que yo estoy de viaje y te llamo por teléfono, tú eres mil veces más agradable que yo, por lo que he venido a solucionarlo.
Encantado con lo que he oído, sonrío. Esos tontos detalles son los que siempre me han enamorado de Kook.
—¿Y los niños? —pregunto entonces.
—En casa. —Y, tras echar un vistazo al reloj, afirma—: E imagino que durmiendo a estas horas.
Olvidándome de las personas que están a nuestro alrededor, con deseo agarro el cuello de mi rubiales y lo beso. Lo degusto, lo disfruto y, cuando por fin siento que tengo que separarme de él o lo desnudaré allí mismo, pregunto:
—¿Cómo sabías dónde localizarme?
Con una ponzoñosa sonrisa, mi amor mira en dirección a Mel, y ella, al ver que la miramos, nos guiña un ojo.
—Tenemos una teniente con muy mala leche que anoche me hizo ver lo burro e idiota que estaba siendo con mi precioso omega —explica Kook—, y una vez colgué, decidí resolverlo. Por eso, esta mañana he hablado con el piloto de nuestro jet y, tras quedar con él, me ha llevado hasta Bilbao. Allí, tirando de contactos, un amigo que tiene una empresa de helicópteros me ha conseguido un piloto privado que me ha traído hasta aquí y que me llevará de vuelta a Bilbao
dentro de tres horas para que regrese a casa antes de que los niños se despierten y sepan que su padre ha hecho esta locura por su madre. —
Sonrío..., no lo puedo remediar, y entonces murmura—: Por cierto, ¿sabías que cerca de aquí hay un helipuerto?
Estoy más feliz que una perdiz y, encantado con lo que cuenta, susurro:
—No. Pero con que lo supieras tú, me vale.
Nos comunicamos con la mirada como siempre hemos hecho y, enamorado, paso la mano con delicadeza por ese rostro que tanto amo.
—Te echaba de menos —digo.
Mi alemán, porque es mi alemán, aunque a veces quiera arrancarle la cabeza, sonríe, se acerca de nuevo a mis labios y replica mimoso: —Seguro que tanto como yo a ti, mi corazón.
Como dos imanes, nuestros labios se sellan de nuevo.
Oh Dios..., qué placerrrrrrrrrrrrrrr... Entonces, una tosecita a nuestro lado hace que nos separemos, y Mel, con gesto divertido, dice:
—Estoy feliz por ustedes, pero la envidia me corroe.
Ambos reímos al oírla, y Kook murmura mirándola:
—Gracias por la llamada y por tus palabras.
Me las merecía. En cuanto a Tae, habría venido, ya lo sabes, pero esta tarde tenía planes con Peter y Klaus.
—Lo sé, guaperas..., y por eso se lo perdono —ríe Mel.
Feliz por sus palabras, dirijo mi mirada a mi buena amiga y, guiñándole un ojo, digo: —Gracias.
Mel ríe meneando la cabeza y replica:
—Que sepas que me ha costado sudor y lágrimas ocultarte que sabía que venía para acá.
De nuevo, ambos sonreímos, y entonces ella, tras sacarse las llaves del coche del bolsillo delantero del pantalón, dice:
—A ver, tortolitos. Son las doce y diez de la noche. Amaia y yo nos quedaremos tomando algo en este pueblo con su cuadrilla. ¿Hasta qué hora estarás, Kook?
Mi alemán, que no suelta mi mano, dice:
—He quedado sobre las tres y media de la madrugada con el piloto. ¿Nos vemos en el helipuerto?
—¡Perfecto! —afirma Mel. Kook coge las llaves que ella tiene en la mano, y mi amiga, sin soltarlas, nos mira y añade—: Disfruten del tiempo que esten juntos y no discutan.
Mi amor y yo sonreímos. Lo último que queremos es discutir.
—A sus órdenes, teniente —dice Kook levantándose—, no perdamos más tiempo.
—¡Agur! —grita Amaia con una sonrisa. De la mano y con prisa, mi chico y yo nos
disponemos a salir de las increíbles bodegas y, cuando llegamos a la puerta, Kook se para, me observa y pregunta:
—¿Adónde vamos?
Me entra la risa. Ninguno de los dos sabe adónde ir en ese lugar, pero de pronto se me ocurre algo y, quitándole las llaves de las manos, le guiño un ojo y digo:
—Monta en el coche. Te voy a llevar a un sitio que te va a encantar.
Media hora después, tras perderme por la carretera que va a Elvillar, cuando paro ante la Chabola de la Hechicera, el monumento megalítico, Kook lo contempla sorprendido y susurra al verlo iluminado por la luz de la luna y los faros:
—Qué maravilla.
Fascinado, echo el freno de mano, apago las luces del coche y salimos de él. Al hacerlo, observo que al fondo hay otro vehículo aparcado con las luces apagadas. Sonrío. Sin duda, lo que hacen es lo mismo que estoy deseando yo: ¡sexo!
De nuevo vuelvo a mirar a mi alemán, que está flipado ante aquellas piedras.
—Sabía que te iba a gustar —comento satisfecho.
Con felicidad en la mirada, mi chico agarra mi mano, nos acercamos hasta el dolmen y lo tocamos. En silencio, nuestras manos se pasean por aquellas mágicas piedras mientras le explico las curiosidades que Amaia nos ha contado horas antes y Kook me escucha, hasta que su deseo no puede más, me acerca él y me besa.
Una vez nuestros labios se separan, Kook me mira y dice:
—No sé qué nos está sucediendo últimamente, pero no quiero que siga pasando. Te quiero. Me quieres. ¿Qué nos ocurre? —No respondo. Me niego a hacerlo, y entonces oigo que dice—: A partir de este instante, seré yo quien se ocupe de
Mike; irá al psicólogo y...
Resoplo. Lo que menos me apetece en este momento es hablar de Mike.
—Creo que es mejor que dejemos ese tema para cuando estemos en casa —replico—, no sea que digamos algo que no nos guste y jorobemos el momento. Tú y yo somos especialistas en ello. Mi amor asiente. Hunde los dedos en mi melena oscura, que tanto le gusta, y añade:
—Tienes razón, pero te prometo que... No lo dejo continuar. Le tapo la boca con la
mano y digo:
—No, Kook. No prometas cosas que luego en el día a día no puedas cumplir. Si lo haces, si me prometes ahora algo y luego lo incumples, te lo echaré en cara, y en este momento no quiero pensar en ello. Ahora no quiero pensar en otra cosa que no seamos tú y yo. No quiero hablar.
Sólo quiero que me mimes, que me beses y que hagamos el amor como necesitamos y como nos gusta. Mi chico asiente, pasea los labios por mi
frente, por mi cuello, por mis mejillas y, cuando ya me tiene cardíaco perdido, murmura soltándome la coleta:
—Deseo concedido, pequeño.
A partir de ese instante, sé que tanto él como yo perderemos la razón.
No nos importa quién nos pueda ver en la oscuridad de la noche. Deseoso de mi marido, apoyo la espalda en el dolmen y nos besamos hasta que siento cómo sus grandes manos se meten por debajo de mi camiseta, Mi ansiedad crece tan rápidamente como la de él, mientras disfruto de cómo me pellizca los pezones al tiempo que su lengua explora mi boca en busca de mi propio deseo. Acabado el beso, con un gesto que me vuelve loco, se pone de rodillas ante mí, me sube la camiseta y, sin dudarlo, yo llevo mis pezones hasta su boca abierta, que los espera.
Jadeo..., el placer es inmenso mientras siento cómo me los aprieta con los labios para después succionarlos y lamerlos. Extasiado, enredo los dedos entre su rubio cabello y gimo. Gimo de tal manera que mis propios gemidos me excitan más y
más a cada segundo.
Así estamos un buen rato hasta que el aire fresco de la noche hace que tiemble, y mi amor, al darse cuenta, se levanta del suelo y murmura mirándome:
—Te desnudaría para comerte entero, pero hace frío y no quiero que enfermes. —Sonrío ante su preocupación, no lo puedo remediar. Entonces, metiéndome la mano por mi pantalon, comienza a tocarme los muslos y dice—: Pero te voy a hacer el amor y...
—Hazlo... —exijo descontrolado
desabrochándole la cremallera del vaquero. Divertido por mi urgencia, me mira y sonríe mientras siento que sus manos llegan hasta mis boxer, los toca, me enloquece, y yo, deseoso de enloquecerlo también a él, meto la mano en el
interior de su calzoncillo.
—Oh, Dios... —susurro al sentir su pene duro y erecto preparado para mí.
—¿Lo quieres, pequeño?
—Sí..., claro que sí...
Kook se mueve y mi mano se mueve con él cuando, de un tirón, me baja el pantalón y me rompe el boxer. ¡Sí! Al ver que sonrío dichoso, murmura:
—lobito..., agárrate a mi cuello y ábrete para recibirme.
Como si fuera una pluma, Kook me carga entre sus brazos. La verdad, en momentos así, es un gustazo tener un marido tan alto y fornido. ¡Me encanta! Mi loco amor puede hacer eso y me lo hace a mí, sólo a mí.
Estoy mordiéndome el labio inferior cuando guío su pene hasta mi húmeda vagina y, mirándonos con intensidad, Kook se introduce lenta y pausadamente en mí mientras dice con voz ronca:
—Cuánto te necesito.
Ambos jadeamos al sentir que nuestros cuerpos están del todo anclados el uno en el otro y, cuando veo que él tiembla y echa la cabeza hacia atrás, exijo:
—Mírame, Kook..., mírame.
Obedientemente hace lo que le pido y, al ver la locura instalada en sus pupilas, susurro al sentir su duro pene en mi interior:
—Te quiero.
Con las manos alrededor de mi cuerpo, Kook me maneja, se hunde todo lo que puede en mí para que los dos temblemos. Sus caderas se mueven de
adelante hacia atrás en busca del placer mutuo, y yo jadeo sabiendo que mis gemidos lo excitan más y más.
De pronto, un ruido hace que mi amor se pare. No se sale de mí, pero observo cómo mira a nuestro alrededor en busca del motivo y, pasados unos segundos, dice sonriendo:
—Hay una pareja escondida observándonos tras el tercer árbol de la derecha. Deben de ser los dueños del coche que hay aparcado más allá.
Con disimulo, miro hacia donde él dice, veo a aquellos observándonos con morbo y, sonriendo, murmuro mientras echo mis caderas hacia delante:
—Pues démosles lo que desean ver.
Kook ríe. A diferencia de otras parejas, a nosotros las miradas indiscretas no nos importan, al revés, nos excitan, y proseguimos con ello. Con una mano bajo mi trasero, Kook me sujeta, mientras con la otra me protege la espalda para que no me la arañe con la piedra del dolmen.
Beso su boca, sus dientes se clavan suavemente en mi labio inferior, y entonces él
comienza a bombear con más fuerza en mi interior, al tiempo que yo jadeo cada vez más alto y pido más y más.
Nuestros ojos, nuestras bocas y todo nuestro ser conectan como siempre. Aquello no es sólo sexo, aquello que nosotros disfrutamos es placer, cariño, respeto, amor, complicidad. Nuestros cuerpos chocan una y otra vez, mientras Kook me
sujeta con fuerza entre sus brazos y el dolmen y, cuando el clímax nos llega de una manera brutal, ambos gritamos y liberamos toda la tensión acumulada en nuestro interior.
Apoyados en la piedra, respiramos aceleradamente. Lo que acabamos de hacer es vida para nosotros y, mirándonos, comenzamos a reír. Necesitábamos reír.
Pasados unos segundos, Kook me deja en el suelo y dice divertido:
—Siento haberte roto la ropa interior.
No puedo remediar soltar una carcajada, y a continuación cuchicheo:
—No lo sientas. No esperaba menos de ti.
Estamos sin poder dejar de sonreír como dos tontos, y entonces abro mi bolso y saco un paquete de Kleenex. Nos limpiamos y, después, guardo los pañuelos hechos un gurruño en el bolsillo de la cazadora. Más tarde los tiraré a la basura: hay que ser limpio y respetuoso con el medio ambiente.
Estoy acalorado, y me estoy dando aire con la mano cuando me doy cuenta de que la pareja que ha estado observando se mete rápidamente en el coche, arranca y se va. Eso me provoca risa, y cuchicheo al ver que Kook observa cómo el coche se aleja:
—Menos mal que no vivimos aquí, si no, mañana seríamos la comidilla del pueblo.
Ambos reímos y, en cuanto comienzo a recoger mi despeinado pelo en una coleta alta, Kook me para y mirándome dice:
—Me encanta tu melena.
—Lo sé.
—Te quiero, ¿eso lo sabes también? —
murmura volviéndome loco—. Por mucho que discutamos, nunca lo olvides.
Con una ponzoñosa sonrisa, asiento y respondo guiñándole un ojo:
—Yo te adoro, mi amor.
A las tres y diez nos encaminamos hacia el helipuerto. Kook debe regresar a Bilbao, donde su jet lo llevará de regreso a Múnich. Una vez llegamos allí, veo que Amaia y Mel nos esperan hablando con el piloto del helicóptero. Kook detiene el vehículo, se vuelve hacia mí y dice:
—Ten cuidado mañana con el coche. Cuando llegues a Asturias, envíame un mensaje para saber que han llegado bien, ¿de acuerdo?
Al oír eso, sonrío. El instinto protector de Kook aflora de nuevo y, deseoso de que se marche tranquilo, afirmo:
—Te lo prometo, cariño..., tendremos cuidado y te enviaré ese mensaje.
Kook me besa. Me devora la boca y, en el momento en que se separa de mí, cuchichea divertido:
—No te creas que me hace gracia dejarte aquí, y menos aún sin bragas.
Su comentario me arranca una sonrisa mientras bajamos del coche y nos encaminamos cogidos de la mano hacia aquellos tres, que nos miran.
Cinco minutos después, tras varios besos y abrazos cargados de amor, observo cómo el helicóptero se aleja con el amor de mi vida en su interior, y entonces Amaia murmura:
—Niño, qué buen gusto tienes. ¡Menudo tiarrón! —Yo sonrío, y Amaia, que es una
cachonda, me mira divertida y pregunta—: ¿Estás seguro de que ese pedazo de tío no es vasco?
Porque, que yo sepa, sólo en estas tierras hay hombres tan impresionantes.
Las tres nos echamos a reír y luego nos vamos a casa de Amaia. Tenemos que descansar.

juegos de seduccion IVWhere stories live. Discover now