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Tras un recibimiento en casa que me hace tremendamente feliz, el lunes, Kook y yo vamos juntos a Jeon. De nuevo parece que volvemos a estar en la misma sintonía.
Nada más entrar en la oficina, Mika me espera y, con una grata sonrisa, me mira y dice:
—Que sepas que el director de la feria me llamó el viernes y me dijo que eras maravilloso.
Sonriendo, afirmó encantado:
—Él también lo fue.
Durante varios días, todo funciona genial en casa, y me alegro al enterarme de que Mike está viendo al psicólogo del colegio. Por supuesto, a él no le hace gracia, y me lo hace saber. Kook me envía todos los días varios mensajes cariñosos a mi teléfono o emails cuando estamos en la oficina, y eso me hace ver que intenta darme lo que necesito.
El jueves, cuando salgo de trabajar, me voy directo a casa, quiero estar con mis niños y disfrutar de su compañía antes de que se vayan al cumpleaños de una amiguita. En cuanto Mike llega del instituto, voy a saludarlo y veo que Kook viene
con él. Eso me sorprende y, acercándome, pregunto:
—¿Qué ha ocurrido?
Kook me mira y, una vez el niño se sube a su habitación sin hablar, dice:
—Me han llamado del colegio. Al parecer, hoy nuestro hijo no tenía ganas de visitar al psicólogo.
Por suerte, tras hablar con el director y también con su tutor, he conseguido que no le hicieran un nuevo parte.
«Nuestro»..., ¿ha dicho «nuestro hijo»?
Por primera vez en mucho tiempo, cuando el jodido niño hace algo mal, no dice aquello de ¡«tu hijo»! Eso me gusta. Sin duda, Kook comienza a despertarse.
No sé qué decir. Por norma, me llaman a mí del instituto y, curioso por saber por qué lo han llamado a él, voy a preguntar cuando Kook, que debe de intuirlo, dice:
—Te dije que me ocuparía de él y, para quitarte estos marrones de encima, hablé con ellos y les dije que a partir de ahora me llamaran a mí.
Sorprendido por esa decisión que yo no he pedido, pregunto:
—¿Por qué?
Kook ladea la cabeza y responde con frialdad:
—Te lo dije. Quiero evitarte problemas a ti. De pronto se toca los ojos, luego la frente, y sé lo que le pasa. Le duele la cabeza. Escaneo sus ojos y veo el derecho más enrojecido de lo normal y, cuando voy a decir algo, él me suelta:
—No me agobies, Jimin.
Bueno..., bueno..., bueno... Eso significa que el dolor de cabeza es considerable, o de lo contrario le quitaría importancia.
Intento tranquilizarme, pero en el fondo me asusto. Sé que la enfermedad de Kook es degenerativa y que eso en cierto modo es normal por la tensión a la que está sometido, pero no puedo evitar asustarme. Cada vez me parezco más a él con el tema de las enfermedades.
En silencio, lo acompaño a la cocina, y observo que esta vez, Kook coge dos pastillas de distintos botes. Una vez se las toma, me mira y, antes de que él diga nada, soy yo el que dice:
—Échate un rato, cierra los ojos y relájate.
Kook asiente.
El que no presente batalla me hace saber lo mal que está y, en el momento en que se va de la cocina y se encierra en su despacho, sé que va a descansar. Lo sé.
Al poco rato Pipa se lleva al pequeño Kook y a Emily al cumpleaños. Cuando Victor los acompaña en el coche y Jeen sale al jardín con Los perros, el que está a punto del infarto soy yo. Estoy preocupado por Kook y enfadado con Mike. Pero ¿es que este niño no se da cuenta de nada?
Furioso con él, decido subir a su habitación.
Después de llamar, entro, lo reto con la mirada y siseo en voz baja:
—Enfádate conmigo todo lo que quieras y no me hables si no te apetece, pero haz el favor de recordar que a tu padre el estrés le ocasiona terribles dolores de cabeza por su enfermedad en los ojos. Joder, Mike, ha tenido que tomarse dos
pastillas, ¡dos! Pero ¿no eres consciente de su enfermedad?
El crío me mira, me mira y me mira, y entonces añado desesperado:
—Mike, esto que te digo es serio, muy serio, y tienes que hacer por entenderlo.
Finalmente asiente. Vaya, por fin comprende algo de lo que digo.
—¿Qué ha pasado en el instituto? —pregunto a continuación.
Nada más oírme, su gesto cambia y dice:
—Tú ya no te ocupas de mí porque lo hace mi padre. Sal de mi habitación.
Vale, ¡volvió la chulería!
Tratando de hacerle saber que lo quiero y que no soy el enemigo, intento hablar con él, pero mis palabras caen en saco roto y, de pronto, comienza a chillarme de una manera tan atroz que al final termino chillándole yo también a él.
Pero ¿adónde quiere llegar este mocoso?
Discutimos a grito pelado durante un buen rato hasta que de pronto la puerta de la habitación se abre, Kook entra con cara de pocos amigos y, mirándome, suelta:
—¿Se puede saber qué haces aquí?
Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que no sé qué responderle y, preocupado por él, digo:
—¿Te encuentras bien? ¿Te duele menos la cabeza?
Mi amor asiente. Veo que su ojo está ahora menos enrojecido.
—Jimin —dice entonces—, si he de encargarme yo de Mike..., ¿qué tal si me dejas?
Lo miro boquiabierto.
—Oye..., oye..., oye..., me parece genial que te ocupes de él, pero creo que yo también puedo hablar, ¿o acaso cuando era yo el que me ocupaba te prohibía que hablaras con él?
El crío nos mira. Como siempre, parece disfrutar con lo que ve.
—Para el modo en que te has ocupado de él — sisea Kook entonces—, mejor que no lo hubieras hecho.
Bueno..., ¡hasta aquí hemos llegado!
¡Será gilipollas y desagradecido!
Y, mirándolo, voy a soltar una de mis perlas cuando mi rubio, que cada segundo se altera más y más, añade:
—Mira, min, no quiero discutir contigo. Me duele la cabeza y te voy a pedir, por favor, que a partir de ahora, como soy yo quien se va a ocupar de él, te limites a ver, oír y callar.
Buenooooooooooo..., buenoooooooooooo...
Pero ¿este gilipollas de qué va? ¿Acaso pretende que sea un monosabio?
Y, olvidándome de sus ojos, de su cabeza y de su malestar, grito enfadado:
—¡¿Cómo dices?!
Según digo eso, me doy cuenta de que Kook acaba de percatarse de su error, pero yo, que ya estoy en plena ebullición, lo miro y siseo:
—¿Sabes qué te digo, Kook? ¡Que les den a ti y a él! Y, sin más, salgo de la habitación dando un portazo.
Con el corazón a mil, agarro las llaves del coche, salgo de casa y me voy al cumpleaños de la amiguita de mis hijos. Necesito positividad, y en casa no la voy a encontrar.
Cuando regresamos, Pipa y yo bañamos a los peques y les damos de cenar y, tan pronto como se los lleva a dormir, me encierro en el baño de mi habitación para depilarme. No quiero ver a nadie.
Un rato después, en cuanto Kook viene a avisarme de que la cena está preparada, por alucinante que parezca no tengo hambre y, tras gritarle que no voy a cenar, se marcha.
Una vez termino de depilarme, me miro al espejo y murmuro:
—¿Quiere que sea un monosabio?... ¡Será imbécil!
Maldigo, me cago en toda su estirpe y, volviendo a mirarme al espejo, me digo:
—min, relájate..., relájate. Los Jeon no van a poder contigo.
Cierro los ojos y lo hago. Cuento hasta doscientos porque hasta cien no tengo suficiente y, cuando bajo a la cocina, Jeen me dice:
—He dejado tu cena en el horno.
Asiento. En lo último que pienso ahora es en cenar pero, al ver que me mira preocupada, respondo con voz cariñosa:
—Ya es tarde, Jeen. Vamos, vete. Victor te espera.
La mujer, que es la discreción personalizada, me da un abrazo y murmura:
—Cena algo. No es bueno acostarse con el estómago vacío, y no te preocupes por el señor, está bien. No ha vuelto a tomarse ninguna pastilla.
Saber eso me gusta y, una vez se marcha, salgo al salón y oigo que la televisión está puesta.
Al entrar, veo a Mike y a Kook callados viendo una serie de policías que les encanta y decido no sentarme con ellos. Cojo las correas de Bam y
Camaron, me pongo un abrigo largo y grueso sobre mi larga camiseta de algodón, unas botas, y me voy a dar un paseo con ellos.
Cuando salgo de la parcela camino con mis perros por la urbanización iluminada por bonitas farolas, hasta que recibo un mensaje en el móvil.
Es Kook.
 
 
¿Dónde estás?
 
 
Rápidamente respondo:
 
 
Paseando con Bam y camaron.
 
 
Mi móvil no vuelve a sonar. Bien. Se ha dado por enterado.
Continúo mi paseo y, cuando ya estoy cansado, regreso a casa. Las luces están apagadas, pero al entrar me encuentro con Kook sentado al pie de la escalera.
—¿Por qué no me has avisado de que salías?
—pregunta.
Lo quiero, juro que lo quiero. Pero estoy tan enfadado con él por cómo me ha hablado delante de Mike que, mirándolo, respondo mientras me quito el abrigo y las botas:
—Mira, cariño, me alegra saber que ya no te duele la cabeza y estás mejor, pero estoy calentito y algo retorcidito por lo que ha pasado y, la verdad, no quiero discutir porque hoy prefiero ser un monosabio. Ya sabes, alguien que sólo ve, oye y calla. Por tanto, ¿qué te parece si te vas a la habitación a descansar y me dejas en paz?
Según lo digo, me doy cuenta de la chulería coreana que he puesto. Kook me mira..., me mira y me mira y, finalmente, asiente y dice mientras sube abatido la escalera:
—De acuerdo, min. Soy consciente de que he metido la pata con mis desafortunados comentarios
y ahora tú mandas.
¿Que yo mando? ¡¿Que yo mando?! Pero ¿no me ha dicho que quiere que sea un
monosabio?
Joder..., joder..., joder..., qué mala leche me entra en ese instante.
Sin duda, él está ya en plan conciliador, pero yo no. Me van a volver loco entre el puñetero alemán y el puñetero coreano alemán y, sin ganas de pensar en ello, voy a la cocina. Me preparo un sándwich, cojo una coca-cola y me encamino hacia el salón, donde rápidamente me engancho a ver una película.
Sobre las doce de la noche me entra sed. Me levanto, voy a la cocina y, al abrir la nevera, mis ojos ven una botellita con pegatinas rosa al fondo del enorme frigorífico amKookano. Durante unos minutos, la miro —¿la abro?, ¿no la abro?— y, al final, cogiéndola, murmuro:
—¡Qué narices!
Con la botella en la mano, me siento en una silla de la cocina, la abro y, sin dudarlo y a morro, doy un primer trago.
—Mmm..., qué fresquito está —digo.
Sin poder evitarlo, recuerdo la primera vez que probé esa bebida, y se me dibuja una sonrisa. Kook me había llevado al Moroccio. Doy un segundo trago, un tercero y, cuando voy por el sexto trago, río y murmuro:
—¡Brindo por lo tonto que eres, Kook!
Sin soltar la botella, salgo de la cocina y regreso de nuevo al salón. Una vez cierro las puertas para no molestar a nadie, a oscuras me tiro en el sillón y busco entre los tropecientos mil canales que tenemos para quedarme viendo un documental sobre aves.
Si mi hija Emily lo viera, diría «¡Pipis! ¡Pipis!».
Sigo viendo el programa mientras la botella de pegatinas rosa llena poco a poco mi estómago. Cuando el documental de aves termina, comienza otro de hipopótamos y, después, un programa de un veterinario y los casos que se le presentan. De pronto sale una imagen de una mamá pato seguida por sus patitos. ¡Qué monos!
Eso me hace sonreír, hasta que veo que están cruzando una carretera por donde pasa un rally de coches. Con el corazón encogido, observo cómo un vehículo se acerca y arrolla al último patito de la fila. Una vez ha pasado el coche, alguien corre a auxiliar al patito. A partir de ese momento entra en acción el veterinario pero, por desgracia, el animal muere y yo, sin poder remediarlo, me echo a llorar como una magdalena.
¿Por qué ha tenido que ocurrir algo así?
El pobre patito sólo iba tras su madre y sus hermanos. ¿Por qué ha tenido que morir? Estoy sollozando al ver cómo la mamá pato da vueltas y más vueltas. No entiende nada, como yo no entiendo por qué ahora soy el padrastro/madrastra de
Mike, y entonces oigo a mi espalda:
—¿Qué te ocurre, min?
Aunque no mire, sé que es Kook y, sin soltar la botella que tengo en la mano derecha, balbuceo hecho un mar de lágrimas:
—El pato...
—¡¿Qué?!
—Ay, Kook —insisto señalando el televisor con el pelo sobre la cara y los ojos congestionados—, el patito cruzaba por una carretera tras su madre y sus hermanos y... y lo han atropellado.
Kook se pone en cuclillas a mi lado, veo que mira el televisor, después me quita la botella de las manos y, al comprobar que sólo queda un culín, dice:
—No me extraña que llores por un pato.
—Pobrecillo..., pobre animalito.
—Estás helado, cariño.
—¿Por qué? ¿Por qué ha tenido que ocurrirle eso al pato? — insisto—. El pobre sólo cruzaba con su madre y sus hermanos por la carretera, ¡qué injusticia! —Y, quitándole la botella a Kook de las manos, doy un último trago y murmuro—: Ofú,
miarma..., creo que estoy algo borracho.
Siento que Kook sonríe y entonces lo oigo decir: —Anda..., ¡algo borracho! Levanta, que te llevo a la cama.
¿Cama? ¿Me lleva a la cama?
Ah, no..., eso sí que no. Estoy enfadado con él y, mirándolo, siseo:
—Ni se te ocurra tocarme o seducirme, ¡listillo! —y, antes de que responda, le recuerdo —: Que te quede claro que no estoy lo suficientemente borracho como para no recordar lo gilipollas que has sido esta tarde conmigo ante tu niño Mike y que me has dicho que quieres que sea un monosabio. Que sólo vea, oiga y calle.
Kook no contesta. Ahora he sido yo el que ha dicho aquello de «tu niño».
Me mira y sus ojos me transmiten que sabe que tengo razón y, sin dejarlo contestar, me tiro a sus brazos. Le doy un coscorrón por mi efusividad y,
juntos, caemos sobre la alfombra. Ambos nos tocamos la frente. Menudo madrazo nos hemos dado.
Kook protesta con la mano en la cabeza: —A ti no hay quien te entienda. Tan pronto me dices que no te toque, ni te seduzca, como te abalanzas sobre mí.
Vale. Tiene más razón que un santo. A mí no hay quien me entienda.
Pero es que ahora lo deseo y, sin dejarlo continuar con sus quejas, acerco mi boca a la suya, lo beso, lo devoro, me lo como. La botellita de pegatinas rosa, además de hacerme llorar por el pato, me hace querer otras cosas, y las quiero ¡ya! Kook responde rápidamente. Se apunta al momento besazo de la noche y, cuando me quito la camiseta y me quedo sólo con mi encaje, murmura:
—Cariño, estamos en el salón...
—Me importa un pepino dónde estemos.
Veo que mi contestación lo hace sonreír.
—Pequeño..., podría entrar cualquiera.
Pero a mí eso me da igual. ¡Que entre quien quiera!
—¿Te duele la cabeza? —pregunto a continuación.
—No, ya no.
¡Bien! Me alegra saberlo, porque lo necesito, lo deseo y lo voy a hacer mío allí mismo. Y, sin dejarlo decir nada más, vuelvo a besarlo para demostrarle mi ardor, mi apetito y mi impaciencia. Uf, ¡qué calentito estoy!
Rápidamente, pilla mi mensaje. ¡Qué listo es cuando quiere mi alemán!
Sus manos recorren con lujuria mi espalda. Su respiración se acelera como la mía. Sus dedos se clavan al llegar a mi cintura y, cuando siento que baja la mano hasta mi trasero, sé lo que va a hacer.
Lo miro. Se lo exijo con la mirada porque lo deseo con todas mis fuerzas.
Sin hacerse de rogar, Kook, ese hombre impetuoso al que adoro aunque en ocasiones lo mataría, agarra mi encaje y, de un tirón seco y contundente, me las rompe.
—¡Sí! —jadeo apasionado.
—¿Esto era lo que querías?
Asiento..., asiento... y añado:
—Sí. Quiero eso y más.
Nuestras bocas vuelven a encontrarse mientras yo muy... muy caliente por el morbo que todo aquello me causa, me muevo sobre mi marido.
Segundo a segundo, soy consciente de que lo tengo a mi merced, de que en ese instante hará cualquier cosa que yo le pida y, separando su boca de la mía, sonrío con malicia, introduzco la mano entre nuestros cuerpos y, sacando su duro pene del interior del pantalón negro de pijama, exijo:
—Mírame...
Kook lo hace. Kook obedece. Kook se somete. Y, mientras clava sus increíbles ojos claros en la oscuridad de los míos, comienzo a introducir su miembro en mi vagina mientras digo:
—Odio cuando te comportas como un tirano conmigo, pero...
—Cariño...
No lo dejo hablar. Con mi mano libre, le tapo la boca y prosigo:
—Pero en este instante, en este segundo, en este momento, mando yo. Eres mío..., soy tu dueño y voy a disfrutar de ti, aunque mañana, cuando vuelvas a comportarte como un gilipollas, me arrepienta.
Su mirada llena de lujuria y deseo aviva mi creciente locura y, al ver cómo le tiembla el labio inferior por lo que está oyendo, por lo que le propongo, siento que tengo razón. Kook es mío. Es mi gilipollas particular, y eso nadie lo va a cambiar.
Con su pene totalmente en mi interior y sentado a horcajadas sobre él, lo miro. Mi amor está tumbado en el suelo a la espera de mis caprichos y, moviendo las caderas de adelante hacia atrás como sé que le gusta, noto que se arquea.
—¿Te vas a correr para mí, corazón? —
pregunto parando—. ¿Sólo para mí?
—Sí —gruñe embravecido por mi lujuria. Continúo moviendo las caderas y Kook
enloquece.
No me detengo. Sigo de adelante hacia atrás con suaves y medidos movimientos —¡joder, qué gustazo!— y, cuando lo siento temblar y palpitar, murmuro:
—Hazme saber cuánto disfrutas. Sedúceme con tus jadeos y tal vez te deje llegar al clímax. A cada palabra que digo, mi amor vibra y se excita más y más, y yo me siento poderoso, además de un poco pedo, ¡todo hay que decirlo!... Sin embargo, me gusta la sensación que aquello me provoca, y pregunto:
—¿Te excita lo que digo y hago?
Él abre la boca para responder, pero el temblor de su cuerpo no lo deja, e insisto:
—¿Verdad?
—Sí... Sí, pequeño.
Sonrío con lujuria y mi mente piensa: «corea, 1 - Alemania, 0».
Y, dispuesto a meterle una buena goleada que no olvide en mucho tiempo, musito:
—No te correrás hasta que yo te lo permita. El jadeo de frustración de Kook al oírme me enloquece, me perturba, me chifla, mientras su cuerpo tiembla bajo el mío y su mirada, sometido a mis caprichos, no abandona la mía.
—Hoy tu placer queda supeditado al mío. Soy la mona egoísta y yo mando.
—min...
—Sólo podrás llegar al orgasmo cuando yo te lo permita. ¿Entendido?
Su rostro, su precioso rostro, refleja su placer y su frustración mientras se muerde el labio inferior. Kook, mi loco amor, necesita llegar al clímax, ansía derramar su simiente en mi interior, pero lo está retrasando por mí. Lo está retrasando por mí.
Dios..., ¡cómo me gusta saberlo!
En un tono plagado de erotismo, hablo de nuestras experiencias. Le recuerdo momentos morbosos con otros hombres y le susurro a media voz el día que en México me ató a la cruz. Durante varios minutos lo martirizo, lo vuelvo loco
mientras disfruto del placer que su pene me ocasiona, pero el ritmo de nuestros cuerpos inevitablemente se acelera, y mi placer con él. Sus jadeos se vuelven más ruidosos, los míos más escandalosos. Vamos a despertar a toda la casa y, cuando siento que voy a explotar y entiendo que no puedo exigirle que lo retrase ni un segundo más, murmuro:
—Y ahora, a pesar de lo enfadado que estoy contigo por lo que ha ocurrido hoy, quiero ese orgasmo, y lo quiero ¡ya!
En décimas de segundo, Kook posa las manos en mi trasero y se clava hasta el fondo en mi interior para partirme en dos, mientras nos estremecemos por el tsunami que asola nuestros calientes cuerpos.
—Sí..., así —jadeo al sentir los espasmos de mi vagina.
Kook se contrae y me empala de nuevo totalmente en él. Repite eso tres veces más hasta que nos arqueamos y, con unos broncos gemidos que contenemos para no despertar a toda la casa, nos dejamos ir, mientras nuestras mentes vuelan
por el placer y nuestros cuerpos se encuentran una vez más.
Agotado, caigo sobre el cuerpo de mi amor. De mi Kook. De mi rubio alemán.
A diferencia de mí, que estoy completamente desnudo, él está vestido. Siento que sus brazos me aprisionan contra él. Me acuna. Me besa en la frente y yo cierro los ojos extasiado cuando lo oigo murmurar:
—¿No quieres que abra otra botellita de pegatinas rosa?
Sonrío, ¡será petardo! Y, sin mirarlo, susurro al recordar lo enfadado que estoy con él:
—Te odio, jungkook.
Entonces siento que mi amor sonríe y, besando mi frente, afirma:
—Pues yo te quiero con locura, Joven Park.

juegos de seduccion IVWhere stories live. Discover now