38

2.3K 204 6
                                    


 
Sigo sin náuseas matutinas, aunque por las noches el estómago se me revuelve. Pero, claro, con el jupe que me meto todos los días a bailar en la feria, ¡como para que no se me revuelva!
Para mi desgracia, el olor del Kimchi, y cuanto más bueno es, peor, me pone mal cuerpo.
¿Por qué tengo que tener tan mala suerte? ¿No me podría haber dado asco la lechuga?
Con mi sobrina Hana, a las seis de la tarde llevo a los niños a los cacharritos, y mis peques se divierten de lo lindo. Me gusta mirarlos. Verlos sonreír me hace ver que son felices, y eso para mí es un gran motivo de dicha.
Kook no me llama. Sólo me envía mensajes para preguntarme si todo va bien, y yo, escuetamente, le contesto sí o no.
Me muero por oír su voz, como estoy seguro de que él se muere por oír la mía, pero estoy tan avergonzado por tener que contarle lo de Gonzalo que no muevo un dedo para llamarlo. No quiero mentirle y, si lo llamo y omito mi gran error, me
voy a sentir fatal. Por ello, decido posponer esa charla para cuando regrese a Múnich. Sin duda, en esta ocasión voy a ser yo quien tenga que ser perdonado.
Mientras estamos en los cacharritos, observo también a mi sobrina Hana. Mi pequeñina ya es una jovencita preciosa, y me quedo boquiabierto cuando veo cómo se maneja ante los jovencitos de su edad y éstos la miran embobados.
Pero ¿dónde se ha metido la niña que jugaba al fútbol y decía palabrotas como un machote?
Sonriendo estoy al ser consciente de lo que va a tener que padecer mi hermana con Hana cuando ésta se acerca a mí con su precioso vestido azul cielo y blanco y le dice a un muchacho que la mira alucinado:
—Desde luego, Pepe, tienes menos arte que un boquerón.
Yo me río al oírlo, pero no pregunto a qué viene. Mejor no saber.
—Pero marichochooooooooooooooooooo,
¿qué haces aquí, miarma?
Al oír el grito, me doy la vuelta y me encuentro con mi amigo Sebas. Como siempre, el tío va como un pincel vestido y peinado, y nos abrazamos. Cuando nos separamos, me pregunta mirando a los lados:
—¿Dónde está tu cuadrado Geyperman?
Suelto una risotada.
—En Múnich. No ha podido venir.
Sebas suspira y, guiñándome un ojo, cuchichea:
—Qué pena. Con lo que me alegra la vista, otra vez que mis ojos verdes se privan de ese adonis rubio y seductor.
Durante un rato hablamos de mil cosas mientras Sebas, cada vez que ve pasar a un tipo guapo, me guiña un ojo y grita:
—¡Tesoro, ven aquí, que te desentierro!
Divertido, observo cómo los otros lo miran. Sebas es un caso.
Ahora que vuelve a estar soltero, va a lo suyo, y lo que piensen los demás, como siempre dice, ¡se la bufa! Mis hijos siguen dando vueltas en los cacharritos cuando, de pronto, pasa un guapo hombre anda tan maqueado como Sebas y, en
cuanto nos mira, mi amigo dice:
—Te dejo, miarma. El deber me llama.
Consciente de lo que él llama «deber», agarro a Sebas del brazo y cuchicheo divertido:
—Pedazo de caballo de Peralta que te has echado, ¿no?
—Uno, que tiene clase y sabe lo que es bueno, niño —afirma él guiñándome un ojo.
Ambos sonreímos y, segundos después, Sebas se va tras su caballo de Peralta. Sin duda, lo va a pasar mejor que yo.
Cuando terminamos en los cacharritos, al entrar en la caseta donde sé que nos esperan mi hermana y mi padre, veo que Hye camina hacia mí y, cogiéndome de la mano, dice:
—Confirmado. Papá y la Pachuca, ¡juntos!
Miro hacia el lugar donde señalan sus ojos y sonrío al ver a mi padre con aquella buena amiga de toda la vida marcándose una sevillana y más acaramelados de lo normal.
Vaya..., vaya con mi padre, ¡qué arte tiene!
Me gusta ver que nuestra conversación le sirvió para algo y entonces, mirando a mi hermana, pregunto:
—Vamos a ver, Hye, papá lleva viudo muchos años y se merece tener a alguien a su lado que le alegre los días como tú o yo lo tenemos.
¿Dónde ves el problema, reina?
A mi exagerada hermana le tiembla el morrillo. Sé que es difícil ver a mi padre con otra mujer que no es mi madre. Vale..., la entiendo, pero pensando en mi padre y sin darle opción a la llorona a contestar, prosigo:
—Escucha, Hye, tú te enamoraste de Yuriko, te casaste y el amor se acabó. Cuando te separaste y te quedaste sola, decías que tu vida era sosa y patética hasta que, de pronto, un día apareció tu rollito feroz. ¿De verdad me estás diciendo que no ha merecido la pena darte esa oportunidad con Juan?
—Ay, trompu..., claro que ha merecido la pena.
—Pues papá se merece también una nueva oportunidad en el amor, Hye. Ambos sabemos que amará a mamá el resto de su vida, que la recordará a través de nosotros y de mil cosas más, pero él necesita a alguien a su lado, como lo
necesitamos tú o yo y media humanidad. Y si, encima, esa mujer es la Pachuca, una señora que siempre nos ha querido y ambos sabemos que es buena gente y que cuidará a papá, ¿no crees que deberíamos estar contentos?
Hye los mira. Su morrillo sigue temblando, hasta que finalmente asiente y dice:
—Tienes razón. Tienes razón..., ¡claro que sí!
¿Y quién mejor que la Pachuca?
Sonrío. Adoro a mi hermana y, abrazándola, afirmo:
—Exacto, tontorrona, no hay nadie mejor para él que la Pachuca.
Abrazados estamos cuando mi padre, que ha dejado de bailar, se acerca a nosotros con la tan mencionada Pachuca. Hye, en cuanto la ve, pasa
de mis brazos a los suyos y murmura haciéndonos reír a todos:
—Bienvenida a la familia, Pachuca.
La mujer, encantada, me mira y yo le guiño un ojo. Luego, mientras abraza a mi hermana, murmura:
—Ojú, mi arma, gracias.
A continuación, mi padre me abraza, me da un beso en la frente y, mirándome, dice:
—He dejado de perder instantes, ahora te toca a ti dejar de hacerlo.
Asiento. Tiene razón. Lo que pasa es que yo tengo que regresar a Múnich para resolver cierto temita que, sin duda, me va a dar más de un quebradero de cabeza.
Esa noche de jueves, la feria está a rebosar, y bailo como un loco. Han llegado más amigos que llevo tiempo sin ver, y los reencuentros son divertidos y están llenos de felicidad.
Desde mi posición, observo a mi padre con la Pachuca ocuparse de Kook y de Emily, están con ellos que no mean, y yo feliz de verlo.
Una hora después, tras mucho bailecito con mis amigos, pedimos algo de comer y, rápidamente, delante de nosotros ponen queso curado, papas, alitas, fritos y Kimchi.
Todo me parece estupendo, aunque, cuando miro el Kimchi, el estómago me da un vuelco y yo maldigo. Pero ¿por qué me tiene que dar asco el Kimchi?
Mi hermana se acerca a mí y, al ver que tengo un vaso en la mano, me mira y yo cuchicheo entonces sin que nadie me oiga:
—Es coca-cola monda y lironda.
Hye asiente, me quita el vaso de las manos, da un trago y, tras comprobar que es cierto lo que digo, cuando voy a protestar replica:
—Mira, trompu. Un fetito está dentro de tu tripa y, como me entere de que le cae algo de alcohol, te juro que te tragas el vaso.
—Shhhh —gruño mirándola—. ¿Te quieres callar y ser discreta? Y, antes de que sigas flipando, si tengo un vaso en las manos es para no levantar sospechas. Si no bebo, la gente preguntará, y no quiero contestar preguntas indiscretas.
Mi hermana asiente y, tras mirarme con su cara de demonio, repite:
—Quedas advertido.
Cuando se aleja con su marido, entre risas brindo con mis amigos y, mientras rulan botellas, animados comenzamos a dar palmas y a cantar
Ojú, qué bien me lo paso con mis divertidos amigos. Eso es lo que necesito para coger fuerzas. Cantando estoy cuando de pronto oigo gritar:
—¡Abuelo!
Esa voz...
Y, al volverme para mirar, me quedo bloqueado al ver a Mike, que corre hacia mi padre. Parpadeo..., parpadeo y, apretando el vaso que tengo en las manos, vuelvo a parpadear y confirmo que lo que veo es una realidad y no una alucinación, y entonces oigo a mi sobrina Hana decir a mi lado:
—Hombre, Jackie Chan en persona. —Y, antes de que yo pueda reaccionar,
suelta—: Le voy a decir a ese pedazo de mojón que, si se cree que por haberme bloqueado en Facebook me ha jorobado, está muy equivocado porque... ¡Tito Kook!
Oír eso de «Tito Kook» ya sí que me deja sin respiración.
¡Ay, que me da..., pero que me da de verdad!
¿En serio Kook está aquí?
Y, mirando al lugar hacia donde ha salido corriendo mi sobrina, me encuentro al amor de mi vida junto a mi padre y la Pachuca, cogiendo a Kook y a Emily, mientras Mike besa a mi hermana y a mi cuñado. Mi respiración se acelera y dejo de oír todo lo que suena a mi alrededor. Ya no oigo cómo mis amigos cantan, ni las palmas, ni las guitarras, ni nada. Sólo oigo el sonido enloquecido de mi corazón.
Kook. Mi Kook, mi caballo de Peralta, está en Busan.
La idea me gusta, me gusta mucho, pero rápidamente me acojona. ¿Qué hace aquí? No he pensado cómo voy a decirle lo que hice, y no estoy preparado.
Mientras observo cómo mi cuñado y mi hermana lo saludan con afecto, mis hormonas se revolucionan y me acaloro. Noto un terrible sudor por todo el cuerpo cuando soy consciente de que él ya me ha localizado y no aparta la mirada de mí.
Ofú, ¡qué fatiguita!
Mi hermana viene hacia mí y murmura con todo el disimulo del que es capaz:
—Ay, trompu..., que ha venido.
Asiento..., asiento..., comienza a picarme el cuello y, al rascarme, mi hermana me para la mano y, entregándome una copita de fino La Ina, dice:
—Bebe. Ésta el fetito nos la perdona.
Asiento. Vuelvo a asentir y, tras coger la copita que me entrega mi hermana, me la bebo de un tirón. ¡Dios, qué rico está!
—A ver, mi niño. Ahora respira. Kook, tu marido, está aquí y...
—Dios mío, Hye... —la corto—. Kook ha venido y yo no estoy preparado. —Y, al ver cómo lo miran unas chicas del fondo de la caseta, añado siseando—: Ni siquiera estoy preparado para ver cómo lo miran, y como sigan mirándolo así, a ésas les arranco el moño.
—Trompu..., relájate, que te conozco y en cinco minutos los farolillos vuelan.
Tiene razón. Sin duda, el embarazo revoluciona mis hormonas, y la presencia de Kook me revoluciona a mí.
Pienso. Pienso rápidamente qué hacer y, cuando creo tener una buena idea para salir del paso, digo:
—Kook no puede sospechar de mi embarazo, no me acerques el Kimchi y procura que tenga todo el rato un vaso de lo que sea en la mano.
—Pero, Jimin..., ¡tú no puedes beber más!
—Y no lo voy a hacer —siseo viendo cómo Kook no me quita ojo—. Pero al menos no sospechará, ni se preguntará por qué no bebo en plena feria..., que Kook es alemán pero es muy listo, Hye.
—Vale..., vale..., seré tu suministradora de bebidas.
—Tengo... tengo que hacerle creer que estoy algo contentillo y, así, no querrá hablar conmigo de... de nuestros problemas.
—Ay, madre... Ay, madre... —suspira mi hermana al oírme.
Al mirar hacia el grupo, veo que Mike también me ha visto, hace ademán de aproximarse a mí, pero entonces me doy cuenta de cómo mi padre lo
detiene mientras Kook se acerca.
—Lo siento, trompu..., pero esto tienes que torearlo tú solo — murmura mi hermana alejándose rápidamente de mí como alma que lleva el diablo.
Quiero hablar, quiero respirar, pero estoy tan bloqueado por su presencia aquí después de una semana sin verlo que debo de parecer un pececillo boqueando.
Kook, que es pura sensualidad vestido con una camisa blanca y unos vaqueros, se acerca..., se acerca..., se acerca y, cuando ya está justo enfrente, a mí sólo se me ocurre decir:
—Hola, gilipollas.
Ostras, ¿yo he dicho eso?
Madre mía..., madre mía..., ¡si es que es para matarme!
Debo de parecer un borrachillo, no un maleducado.
¡Malditas hormonas!
Pero ¿por qué lo habré saludado así?
Por suerte, el gesto de Kook no cambia, sin duda viene preparado para eso y para más y, cuando veo que su mano va derecha a mi cintura, murmuro:
—Ni se te ocurra.
Él sonríe y, sin mirar atrás, el muy canalla cuchichea mientras escanea a mis amigos:
—Cariño..., nos está observando media feria.
¿Quieres cotilleos que le pongan a tu padre la cabeza como un bombo?
No. No quiero eso, por lo que, dejando que me acerque a él, nos besamos.
¡Oh, Dios, qué momento!
Uno mis labios a los suyos y, de pronto, una embriaguez ponzoñosa entra en mi cuerpo y sé que él es mi hogar. Mi casa. Cierro los ojos y disfruto del apasionado beso que el amor de mi vida me da ante cientos de ojos que nos miran curiosos.
Cuando se separa de mí, mis amigos aplauden y silban, y yo, como un tonto, sólo puedo murmurar:
—Vale..., vale...
En ese instante, Yoongi, Jessi y los amigos que lo conocen se acercan a saludarlo, mientras mis ojos y los de Gonzalo se encuentran y éste ni se inmuta. Da por hecho que aquel grandullón rubio es mi marido y no quiere problemas. Yo se lo agradezco.
Durante varios minutos, Kook saluda a mis amigos y, cuando acaba de hacerlo, me mira, luego mira el vaso que tengo en las manos y pregunta:
—¿Qué bebes?
—Ahora mismo, un Solera.
Kook asiente y, cuando va a pedir un whisky, mis amigos lo animan a que se tome un Tío Pepe.
¡La ocasión lo merece!
La juerga continúa. Intento seguir con mi bullicioso grupo, pero ya nada es igual. Kook está aquí intentando integrarse en algo que sé que a él no le gusta.
Durante media hora se queda con nosotros hasta que le veo en la cara que no puede más y se aleja para sentarse con mi padre y los niños.
¡Pobre!
Mi hermana, que se ha unido a la juerga, cada quince minutos me trae una bebida tal como hemos quedado. Yo la sostengo en la mano consciente de cómo Kook me mira y, en cuanto dirige la vista hacia otro lado, vacío el vaso en una planta de
plástico que tengo a mi lado.
La noche avanza, mil vasitos pasan por mis manos y, riendo estoy por lo que cuenta uno de mis amigos, cuando oigo en mi oído:
—¿No crees que estás bebiendo demasiado?
Su cercanía, su voz rápidamente me enloquecen y, mirándolo con una de mis
espectaculares sonrisas, respondo mientras me hago el borracho:
—Tranquilo, yo controlo, colega.
Kook asiente, con la mirada me hace saber que no le gusta que beba tanto y, tras darse la vuelta, regresa con mi padre.
¡Bien! Lo estoy engañando.
Mis amigos vuelven a pedir otra ronda de comida, hay que comer si queremos beber tanto. Pero, con toda la mala suerte del mundo, dejan el Kimchi justo delante de mí. El olor que despide aquel manjar que adoro y que ahora no puedo ni ver inunda mis fosas nasales y mi estómago da un salto. Bueno..., bueno..., bueno, ¡la que voy a echar!
Rápidamente, me llevo la mano a la boca y, antes de que nadie pueda hacer nada, cojo una botellita de agua y salgo de la caseta a toda prisa.
A continuación, en un lateral donde no hay nadie, echo una buena vomitona.
No pasan ni dos segundos y ya tengo a mi alemán detrás, sujetándome y preocupándose por mí.
Cuando por fin mi cuerpo para y cojo la servilleta que Kook me tiende, me limpio la boca y, tras abrir la botellita de agua que tengo en las manos, doy un trago para enjuagarme la boca.
—Ofú, qué pena de Kimchi —murmuro.
Kook me retira el pelo de la cara, me sujeta ante mi debilidad y, mirándome, dice:
—Creo que por hoy ya has bebido bastante.
Sin poder remediarlo, sonrío. Si él supiera que no he bebido más que agua y coca-cola —y un vasito de fino por los nervios—, fliparía pero, dispuesto a utilizar aquella baza esa noche con él, me hago la borrachilla.
—Pero ¿qué dices? ¡La noche es joven!
Kook asiente. Sin duda, él no piensa como yo y, cuando va a decir algo, mi hermana Hye llega hasta nosotros con cara de circunstancias y Kook le
pide cogiéndome entre sus brazos:
—Hye, ¿puedes quedarte con Kook y Emily? —Mi hermana asiente y él añade—:
Gracias, cuñada, y ahora dile a tu padre que Jimin se viene conmigo a Villa Morenita.
—No..., no..., no..., ¡ni de coña! —replico.
Mi hermana me mira. Yo la miro. No puedo quedarme con Kook a solas o al final tendré que contarle lo que todavía no he preparado. Asustado, intento zafarme de sus brazos cuando Hye murmura acercándose a mí:
—Aisss, trompu..., pero ¿qué has bebido?
—De todo —gruñe Kook.
Al oírlo, mi hermana sonríe y dice:
—Lo mejor es que la lleves a casa, lo acuestes y que duerma.
—Sí, será lo mejor —afirma Kook.
La loca de mi hermana me guiña un ojo. ¡Pero qué bruja es!
Cuando llegamos hasta un coche que no conozco, lo miro y, al ver el precioso BMW gris claro, me mofo:
—Qué arte tienes, Iceman, ¡anda que te alquilas algo discretito!
Kook no responde. Le da al mando del vehículo, éste se abre y me sienta en el asiento del acompañante. Al hacerlo, la flor que llevo en la cabeza se afloja y la siento en la frente.
Rápidamente me pone el cinturón de seguridad y, cuando lo ajusta, cierra la puerta.
En silencio, veo cómo rodea el vehículo, se sienta a mi lado y, en cuanto lo hace y se pone el cinturón, lo miro y digo:
—Me acabas de cortar el rollo, coleguita.
Estamos en feria y quiero pasarlo bien. Kook no responde. Arranca el motor y yo me apresuro a poner la radio. Necesito música, y me concentro en taladrarle los oídos con mis gritos.
Por suerte para él, Villa Morenita no está muy alejada de la feria y, cuando las puertas de nuestra bonita mansión se abren con el mando a distancia que Kook lleva en el bolsillo, silbo y pregunto:
—No habrás traído los cachorros, ¿verdad?
—No —responde Kook con una media sonrisa. Refunfuño. Eso se me da de lujo.
Aparca, me desabrocho el cinturón y, en el momento en que voy a salir del coche, Kook me detiene y, con gesto hosco, dice:
—No te muevas. Yo te sacaré.
Aisss, pobre; ¿de verdad cree que estoy borracho?
Joder..., pues sí que soy buen actor.
Sin moverme, espero a que me saque del vehículo y, agarrado a él, caminamos hasta la casa.
Su olor, su cercanía, el sentir sus manos en mi cintura me excitan y, una vez Kook abre la puerta y entramos, deseoso de su contacto, lo abrazo, lo arrincono contra la puerta de entrada y murmuro:
—Vale. Estoy algo borrachillo con tanto finito va, finito viene.
—¿Sólo algo?
Oír eso me hace reír y, con una maquiavélica sonrisa, pregunto mientras siento cómo mi sexo se lubrica ante su cercanía:
—¿Vas a aprovecharte de mí? ¿Me vas a quitar la ropa, me vas a arrancar las bragas y me vas a hacer eso que tantas ganas tienes de hacerme?
Porque, si es así..., mal..., mal..., ¡harás muy mal!
Sus ojos calibran lo que digo. Sin duda, lo que más le apetece es eso, pero responde:
—No, cariño. Sólo te voy a llevar hasta la cama.
Sonrío. Eso no se lo cree él ni loco y, acercando mi boca a su boca, paseo mis labios por los suyos con desesperación y susurro para ponerlo tan cardíaco como lo estoy yo:
—¿No quieres follarme?...
—Min….
—¿No quieres abrirme los muslos y meterte en mi interior una y otra y otra vez para hacerme gritar de placer? —Él no contesta, no puede, y, hechizado por lo que me hace sentir, yo añado—:
Serías un chico muy malo si te aprovecharas de
mí, ¿no crees?
Kook no se mueve. No me quita de encima de él, y yo, gustoso por esa cercanía que tanto necesito, con todo el descaro del mundo llevo la mano hasta su entrepierna y, tocándolo, murmuro:
—Me deseas..., te conozco, gilipollas..., me deseas.
La respiración de Kook se vuelve irregular, cierra los ojos hasta que, de pronto, me agarra la mano, la quita de su ya latente erección y, cogiéndome en brazos, dice:
—A la cama. No quiero cargar mañana con más culpas.
Río. Me echo hacia atrás y Kook tiene que hacer equilibrios para que no terminemos los dos estampados contra el suelo.
Sin encender las luces, llegamos hasta nuestra habitación, esa habitación tan preciosa en la que tanto hemos disfrutado haciendo el amor. A continuación, sentándome en la cama, dice tras quitarme las botas que llevo:
—Túmbate, cariño.
Mi cuerpo encendido se niega a hacerle caso y, mirándolo con la flor por encima de mi ojo, murmuro mientras me muevo como una cosaca:
—Tengo que quitarme el vestido. —Y, arrugando la nariz, añado—: Huele a potaza; ¿no lo hueles?
Kook mira el manchurrón de vómito que tengo sobre el pecho y, suspirando, se da por vencido.
Me levanta, me da la vuelta y comienza a bajarme la cremallera del vestido. Como en otras ocasiones, sé que sus ojos están clavados en la piel de mi espalda y, cuando la cremallera llega abajo, rápidamente dejo que el vestido se escurra
por mi cuerpo. A continuación, me doy la vuelta y lo miro vestido sólo con bragas.
—Bésame... —susurro.
De nuevo, Kook lo piensa..., lo piensa y lo piensa, lo que le he pedido debe de ser una urgencia para él y, tras acercar sus labios a los míos, me besa.
Mi cuerpo semidesnudo se pega al suyo.
Dios..., Dios..., ¡qué placer!
Rápidamente me amoldo a él y, cuando su lengua devora todos los recovecos de mi boca y sus manos rodean mi cintura, doy un salto, enredo las piernas en su cintura y, tan pronto como siento que me sujeta, me lo como. Lo devoro como un
tigre.
Calor..., el calor inunda mi cuerpo en cero coma tres segundos y lo beso posesivamente, con devoción y necesidad, mientras él me sujeta con sus grandes manos y siento cómo su respiración se acelera más y más a cada segundo.
Me desea. Lo sé. Me desea tanto como yo a él.
Pasados unos minutos, cuando nuestras bocas se separan para tomar aire, en la oscuridad de la habitación murmuro quitándome la jodida flor del pelo que amenaza con dejarnos tuertos a él o a mí:
—Kook..., ¡hazlo!
Él lo piensa. Piensa mi proposición. No sabe qué hacer, pero finalmente, soltándome, dice:
—No, min. Es mejor que te acuestes y te duermas.
Intento volver a abrazarlo, pero él me para y repite:
—Mañana, cuando hablemos, si estás de acuerdo te haré el amor, pero ahora no. No quiero que mañana puedas echarme en cara que te forcé al estar bebido. No quiero jorobar más las cosas, cariño.
Oír eso hace que mis ojos se llenen de lágrimas. Si alguien ha estropeado algo entre nosotros y sigue estropeándolo con ese absurdo engaño soy yo y, avergonzado por todo, me tumbo en la cama y no digo más.
Una vez me he tumbado, Kook se sienta en el butacón que hay frente a la cama. En silencio, durante mucho tiempo, lo observo a través de mis pestañas. Kook me mira, me mira y me mira, y sé que está pensando qué decirme al día siguiente.
Así estamos hasta que irremediablemente caigo en los brazos de Morfeo.
Cuando el sol entra por la ventana, de pronto abro los ojos y, al mirar a mi alrededor, soy consciente de dónde estoy. Miro a los lados y Kook
no está. Me miro y veo que sigo en bragas. Maldigo, maldigo y maldigo; pero ¿qué he hecho?
Estoy sumido en mis dudas cuando la puerta se abre y el hombre que me hace hervir la sangre en todos los sentidos aparece tan guapo como siempre con una bandeja de desayuno.
—Buenos días, pequeño —dice con una sonrisa.
Su alegría me hace daño. Soy una mala persona. ¿Cómo puedo estar engañándolo así? Y, tapándome con la sábana, pregunto para disimular:
—¿Puedes decirme qué hago aquí?
Kook rápidamente deja la bandeja de desayuno sobre una mesita y, tras dedicarme una mirada, responde con tranquilidad:
—Escucha, cariño, ayer te encontraste mal en la feria, vomitaste y te traje a casa, pero te juro por lo que tú quieras que no te hice nada.
Lo miro..., lo miro y lo miro. Ya sé que no me hizo nada pero, interpretando mi papel, pregunto:
—¿Estás seguro?
—Segurísimo —afirma rápidamente.
—¿Y por qué estoy medio desnudo? ¿Por qué me has quitado el vestido?
Enseguida Kook coge mi vestido de corea, que está hecho un asco, y dice enseñándome el manchon:
—Porque olía a vómito.
De pronto me fijo en la camiseta que lleva puesta. Es la que yo le compré cuando nos conocimos en el Rastro de corea, ésa en la que pone «Lo mejor de corea eres tú», y pregunto mientras intento no emocionarme:
—¿Cuánto tiempo llevabas sin ponerte esa camiseta?
Él sonríe. Se sienta en la cama y, retirándome el pelo de la cara, responde:
—Demasiado.
Su voz y su manera de mirarme me muestran que puedo hacer con él lo que quiera y, cuando ve que no digo nada, declara:
—Escúchame, cariño, estoy aquí porque no puedo estar sin ti, y te aseguro que voy a hacer todo lo posible porque nuestros recuerdos inunden tu mente para que olvides eso que nunca debería haber pasado. —Y, sin darme tiempo a responder,
añade—: He hablado con tu padre y tu hermana y se ocuparán de los niños hasta mañana, que regresemos.
—¡¿Qué?! ¿Cómo que hasta mañana, que regresemos?
Mi amor sonríe y, señalando una bolsa que hay sobre el butacón, indica mientras coge la bandeja de desayuno para dejarla ante mí:
—Desayuna. Después vístete con la ropa que Juan me ha traído tuya y si, de verdad, aún me quieres y crees que lo nuestro merece la pena, me gustaría que me acompañases a un sitio.
Mi respiración se acelera. Claro que lo quiero, y creo que lo nuestro merece la pena, pero mi culpabilidad y lo que tengo que contarle me joroba ese momento tan lindo.
—Kook... —digo—, tenemos que hablar y...
Él pone una mano sobre mi boca. No me deja continuar.
—Hablaremos —asegura—. Por supuesto que lo haremos, pero hoy déjame hacerte recordar.
Asiento. Con eso ya me ha ganado, y decido dejarme llevar mientras él sale de la habitación.
Una vez termino el desayuno que ha dejado delante de mí y que, por cierto, me sabe divinamente, bajo de la cama, me doy una duchita rápida y me visto. Mi hermana me ha mandado unos vaqueros, una camiseta, zapatillas de deporte
y una cazadora; ¿adónde voy a ir?
Cuando salgo al comedor, Kook me está esperando. Viste informal como yo y, cogiéndome de la mano, me guiña un ojo y murmura:
—¿Preparado?
Atocinado, así me deja al ver sus ganas de agradarme y, sonriendo, afirmo:
—Sí.
De la mano salimos al exterior, nos montamos en el coche y, cuando arranca, suena la voz de mi Bruno mars y, sonriendo, Kook dice:
—Una vez, un precioso jovencito me dijo que la música amansaba a las fieras.
Al oírlo decir eso, sonrío. Sin duda, Kook sabe hacerme sonreír. Cuando, veinte minutos después, salimos a la carretera y veo un cartel que dice aeropuerto, lo miro y pregunto sorprendido:
—No me digas que vamos a Zahara de los Atunes...
Él asiente, sonríe y murmura:
—Acertaste.
Encantado, me repanchingo en el asiento del vehículo y río por volver a ir a ese precioso lugar.
Una hora después, en cuanto llegamos, dejamos el coche alquilado en un parking de la playa. El mismo sitio donde dejé yo el coche la noche que salí con Mina hace años y tuve que darles una tunda a unos borrachines. Al recordarlo, Kook y yo
reímos y, de la mano, nos dirigimos hacia un restaurante de la zona.
Cuando caminamos por la calle pasamos al lado de una floristería y me quedo mirando unas flores. Son hibiscos, una flor que mi padre tiene en el jardín y que a mí me encanta.
—¿Qué miras?
Al oír la voz de Kook, señalo las flores de colores y digo:
—Esas flores..., mi madre las plantó en el jardín hace muchos años y, a día de hoy, siguen saliendo.
—Son muy bonitas —afirma Kook.
Ambos sonreímos. Entonces, mi rubio se acerca al florista, que nos mira, y dice:
—Desearía un precioso ramo de hibiscos para mi omega.
El florista, un hombre mayor, me mira con una sonrisa y pregunta:
—¿De algún color especial?
Encantado por el bonito detalle, sonrío y afirmo:
—Rojo.
El hombre se afana en hacerme un bonito ramo con hibiscos rojos, y yo, feliz por aquello, miro a Kook y murmuro con el corazón latiéndome a mil:
—Gracias.
Mi amor me mira..., me mira..., me mira. Sé que desea besarme tanto como yo deseo besarlo a él, pero no se atreve. Sólo espera a que yo dé el primer paso, pero de momento no lo doy. Es mejor que hablemos antes.
Diez minutos después, con un precioso ramo de hibiscos rojos en las manos, nos dirigimos hacia un restaurante. Allí comemos un riquísimo cazón en adobo y una espectacular ensaladilla rusa cuando Kook propone pedir una racioncita de
Kimchi del bueno. Sólo oír la palabra «Kimchi» ya se me revuelve el estómago y, como puedo, le quito la idea de la cabeza. Él me mira sorprendido pero no insiste. Está claro que no quiere llevarme la contraria en nada.
Cuando terminamos de comer, nos quitamos los zapatos y caminamos por la playa. Kook se ha propuesto hacerme rememorar todos nuestros bonitos recuerdos y, en el momento en que me habla del Moroccio y de cuando me hice pasar por su omega y me di una comilona con mi amigo siwon dejándole la cuenta a él, los dos nos reímos. ¡Qué momento!
Recordamos instantes irrepetibles, como cuando mi hermana entró en mi casa de corea con mi sobrina y nos pilló en el pasillo liados y mi pequeñita Hana le cantó las cuarenta, o cuando lo engañé en el circuito de Busan haciéndole creer que
no sabía llevar una moto. Recuerdos...
Recuerdos preciosos nos inundan y no podemos dejar de hablar de ellos; entonces suelto el ramo de hibiscos en la arena y nos sentamos en la playa. Recordamos de nuevo entre risas el complicado embarazo que tuve del pequeño Kook y la primera vez que le vimos la carita a él o a Emily, o cuando Mike dio su primer salto en moto.
¡Qué bonitos recuerdos!
También nos tronchamos al pensar en Tae y Mel en sus facetas de James Bond y la novia de Thor. ¡Qué graciosos eran!
Todo lo que recordamos son momentos únicos e irrepetibles que nos hacen felices, y mi buen humor crece y crece y crece, hasta que no puedo más y, sin previo aviso, me siento sobre él a horcajadas en la playa y, acercando su boca a la mía, lo beso. Lo beso con deseo y amor.
Necesito su cercanía...
Necesito su boca...
Necesito a mi amor...
A diferencia de la noche anterior, Kook no rechaza nada de lo que le pido o le ofrezco y, encantado, lo disfruto mientras siento que aquellos irrepetibles recuerdos nos han hecho reencontrarnos.
Besos..., besos..., cientos de besos se apoderan de nosotros y, cuando paramos, Kook me mira con sus preciosos ojos y murmura:
—Nunca te engañaría con nadie, mi amor. Te quiero tanto que para mí es imposible estar con otra persona que no seas tú, y te aseguro que lo que pasó
con Ginebra es lo último que habría deseado que pasara.
—Lo sé..., lo sé, corazón —susurro mientras enredo los dedos en su pelo y me pierdo en su mirada.
¡Oh, Dios, cuánto he echado de menos eso!
—Fui un idiota al no darme cuenta de su plan. Mina tenía razón. Yo creí que Ginebra había cambiado, pero no es así. Sigue jugando sucio.
Excesivamente sucio. Me utilizó sin mi permiso, te hizo daño a ti y, ante eso, sólo puedo pedirte perdón el resto de mi vida por lo que viste y nunca debería haber ocurrido. — Kook coge una de mis manos y prosigue—: Esta semana fui a Chicago y los vi.
—¿Fuiste a Chicago? —Kook asiente y yo pregunto—: ¿Por qué?
Mi amor menea la cabeza y, tras pensar su respuesta, dice:
—Porque quería hacerles el mismo daño que ellos nos hicieron a nosotros. Por eso fui. Al llegar me encontré a Ginebra ingresada en mal estado, pero me dio igual, le dije a Félix lo que había ido a decir sin importarme sus sentimientos, como a él no le importaron los míos.
Oír eso me subleva. Estoy con Kook: si yo los hubiera visto, habría procedido igual. Esa asquerosa, nauseabunda y zorra mujer y su marido utilizaron a su antojo a mi amor sin su permiso, ni el mío, para un fin que nunca... nunca
les perdonaré. Sus circunstancias personales me dan igual, como a ellos les dieron igual las mías. Es duro decirlo, pero lo pienso así. Estar en la posición de Kook no debe de ser fácil.A mí no me gustaría que ningún hombre me drogase por el simple hecho de darse un caprichito conmigo obviando mis sentimientos y mis deseos.
Odio a Ginebra y a Félix, y los odiaré el resto de mi vida.
Pero, deseoso de dejar de lado aquello que
tanto sufrimiento nos ha ocasionado a mi marido y a mí, sonrío y murmuro:
—Escucha, corazón, no tengo nada que perdonarte. Como me dijo hace poco una buena amiga, las cosas que merecen la pena en la vida nunca son sencillas. Olvidémonos de esas malas personas. Lo que nos queremos y nuestros
recuerdos y momentos juntos son mucho más fuertes y verdaderos que nada de lo que haya podido pasar.
—Te quiero...
—Yo también te quiero, Kook, pero me obcequé en lo que vi sin ponerme en tu lugar ni un solo instante. Me volvió loco. Ver cómo la besabas, cómo...
—Lo siento, mi amor..., lo siento —murmura pegando su frente a la mía para hacerme callar.
Sentados sobre la arena, nos abrazamos. Nuestros cuerpos juntos son capaces de recomponerse.
Nuestras almas juntas son capaces de amarse. Y nuestros corazones juntos son capaces de conseguir lo inimaginable.
Sólo necesitábamos abrazarnos, entendernos y hablar. Sólo eso.
Apasionado, lo beso. Él me besa. Nos devoramos hambrientos de cariño, amor, dulzura,
mientras soy consciente de que ahora soy yo el que tiene que confesar algo; dispuesto a hacerlo, murmuro mientras Kook sigue con la nariz hundida en mi pelo:
—Kook, yo tengo que... Mi amor pone la mano en mi boca y, mirándome, dice:
—Me muero por hacerte el amor y, aunque sabes que no me importa que nos miren, estamos a plena luz del día y podemos terminar en el calabozo detenidos por escándalo público. —Yo sonrío ante aquello y él añade—: Detrás de nosotros hay un hotel y...
—Sí —afirmo con rotundidad.
Rápidamente nos levantamos. Ambos sabemos lo que queremos y, tras agarrar mi precioso ramo de hibiscos, mi amor me coge entre sus brazos y, haciéndome reír, corre hacia el hotel. Sin duda, está tan deseoso como yo.
En recepción pide una suite para esa noche. El recepcionista mira en el ordenador y ambos sonreímos cuando nos entrega unos papeles para firmar. Tras darle nuestras identificaciones, nos da una tarjeta en la que se lee «326» y nos
encaminamos hacia el ascensor. Una vez dentro, comenzamos a besarnos y no paramos hasta llegar a la habitación. La urgencia nos puede.
Al cerrar la puerta, tiro el ramo de flores sobre la cama y empezamos a desnudarnos mientras nuestras hambrientas bocas no se separan.
Nos besamos, nos devoramos hasta que, de pronto, Kook se para y, enseñándome algo, dice:
—Es tuyo. Póntelo.
Al ver mi precioso anillo, sonrío. Lo cojo y, sin dudarlo, me lo pongo. Entonces, Kook me arranca las bragas de un tirón y murmura:
—Ahora sí, pequeño. Ahora volvemos a ser tú y yo. Entre risas, caemos sobre la cama y siento cómo las manos de mi amor recorren mi cuerpo, se detienen en mi pecho y acaban en mi entrepierna.
Nos miramos. Nos tentamos. Nos provocamos y, cuando Kook arranca un hibisco del ramo y comienza a pasar su suave flor por mi cuerpo, yo jadeo..., jadeo y disfruto del momento.
Sin pararse, pasea la flor por todo mi ser y, cuando noto que el rabito del hibisco roza mi sexo, abro la boca para coger aire y, en cuanto nuestras miradas chocan, mi amor murmura:
—Pídeme lo que quieras y yo te lo daré. Pero sólo yo, mi amor. Sólo yo.
Sus palabras me llenan de locura, de fuego y de esperanza.
Sin duda, mi alemán ha venido a reconquistarme, a hacerme recordar lo mucho que me quiere y a hacerme olvidar lo que nunca debería haber ocurrido, y lo ha conseguido.
Sé que él me dará lo que yo le pida. Me ama, me ama tanto como yo lo amo a él y, deseoso de tenerlo dentro de mí, le pido:
—Fóllame.
Kook sonríe. ¡Dios, qué sonrisa de malote!
Sin duda, lo va a hacer, cuando lo cojo del pelo y susurro con voz trémula por la pasión:
—Fóllame como un animal porque así te lo pido.
Mi amor me besa. Mis palabras eran lo que definitivamente necesitaba oír para saber que todo está bien y, olvidándose del hibisco, asola mi boca y mi cuerpo, mientras yo me entrego a él en cuerpo y alma, deseoso de que haga conmigo lo que quiera.
Nuestra extraña exclusividad es algo que sólo nosotros entendemos.
Nuestra loca exclusividad es algo que sólo nosotros disfrutamos.
Me abro de piernas con descaro mientras me agarro a los barrotes de la cama y me arqueo para él. Sin tiempo que perder y gozoso por mi invitación, mi amor introduce su dura y aterciopelada virilidad en mi húmeda vagina de una sola estocada que nos hace jadear a los dos.
Un, dos, tres..., siete... Kook entra y sale sin perder el ritmo y yo grito de placer. Lo echaba de menos, mucho..., mucho..., muchísimo, y disfruto de cómo me toma, de cómo me folla, de cómo me hace suyo. Extasiado, cierro los ojos cuando lo oigo decir:
—Mírame, pequeño..., mírame.
Hago lo que me pide. Lo miro y, mientras acerca sus labios a los míos, lo oigo murmurar:
—Tu boca es sólo mía y la mía es sólo tuya, y así será siempre.
—Sí..., sí... —consigo decir mientras todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo disfrutan con lo que está ocurriendo.
Mi tsunami particular llamado Kook toma mi boca posesivamente, pero de pronto el sentimiento de culpa por lo que hice con Gonzalo cruza mi mente.
Dios..., Dios..., no le he contado lo ocurrido y debería haberlo hecho.
¿Por qué soy tan mala persona?
Pero, gozoso, de un plumazo me olvido de aquello. En la habitación sólo estamos mi amor y yo, mi marido y yo, mi hombre y yo, y nada ni nadie nos va a romper el momento.
Agarrado a los barrotes de la cama, siento las embestidas de Kook. Él se entierra en mí con su fuerza animal y yo grito de gusto por su fortaleza mientras me sumerjo en una cadena de intensos orgasmos que me hacen perder la noción del
tiempo y de la realidad.
Disfruto...
Disfruta...
Disfrutamos de todo lo que acontece mientras un calor intenso nos empapa de nuestro elixir; Kook no para de hundirse una y otra vez en mí y yo siento cómo sus testículos rebotan contra mis nalgas.
Calor..., el calor es intenso hasta que el clímax no puede retrasarse un segundo más y nos llega a los dos a la vez, provocándonos unos gritos majestuosos sin importarnos que nos oigan hasta en la China.
Tras ese primer ataque, vienen otros más, en la ducha, sobre la mesa, contra la pared. De nuevo y como siempre, volvemos a ser los insaciables Kook y Jimin, que necesitan hacerse el amor más que respirar, y los dos sonreímos. Sonreímos de felicidad.
Tras una noche en la que nos comportamos como los animales sexuales que somos, cuando estamos abrazados en la cama sudando tras un último asalto, Kook pregunta:
—¿Todo bien, pequeño?
Su preguntita me hace sonreír. No hay una sola vez que no tengamos sexo y no lo pregunte.
—Mejor imposible —respondo.
Estoy abrazado a él cuando mi estómago ruge. Siento a Kook reír a mi lado e, incorporándose, me mira y dice:
—Creo que tengo que dar de comer el león que hay en ti o a la próxima me devorarás.
Sonrío. Me encanta cuando lo veo tan feliz, y asiento:
—Sí. La verdad es que tengo hambrecilla.
Desnudo, mi chico se levanta. Madre del amor hermoso, qué culo más duro y prieto que tiene. Lo miro con descaro. Lo miro con lascivia y sonrío.
Kook es mío. Sólo mío.
Sin percatarse de mis más que lujuriosos y libidinosos pensamientos, mi chico coge un papel que hay sobre una mesita y, tras regresar a la cama, donde estoy desnudo, se sienta a mi lado, pasa el brazo por mi cintura para acercarme a él y
pregunta:
—¿Qué te apetece?
Mmm..., apetecerme, apetecerme, tengo muy claro lo que me apetece. Mis hormonas están descontroladas y, sonriendo, decido mirar la carta para dejar que mi marido se reponga o me lo cargaré tras nuestra increíble reconciliación.
—Salmorejo, pechugas Villaroy con patatas fritas y, de postre, un helado de vainilla con nata montada y sirope de chocolate — respondo.
Kook asiente. Sonríe. Sin duda, se percata de mi gran apetito, pero sorprendido pregunta:
—¿No quieres kimchi del rico?
Ay, Dios, ¡Kimchi!
Rápidamente, mis jugos gástricos me juegan una mala pasada al pensar en aquel manjar que ahora mi embarazo me niega y, sin querer retrasarlo un segundo más, me siento en la cama y, mirándolo, digo:
—Kook, tengo que contarte una cosa.
Mi amor me mira. Al ver mi gesto, se alarma.
Me conoce muy bien y, olvidándose de la carta de comida, musita:
—¿Qué pasa, cariño?
Resoplo, el cuello comienza a arderme y, con cara de circunstancias, murmuro:
—El Kimchi me da asco. Pero un asco que ni te imaginas.
Kook parpadea. No entiende a qué viene eso cuando, finalmente, confirmo:
—Estoy embarazado.
Kook se paraliza. Ya no parpadea. Siento que deja de respirar.
¡Ay, pobre!
Me mira..., me mira..., me mira y, cuando ya no puedo más, digo de carrerilla:
—Lo siento..., lo siento..., lo siento..., no sabía cuándo decírtelo. Sé que es algo que no esperábamos, que no programamos y que es una locura tener otro hijo. Dios mío, Kook, que ya serán cuatro hijos, ¡cuatro! —Desesperado, me rasco el
cuello y, cuando él me quita la mano para que no lo haga, murmuro mirándolo—: Me enteré del embarazo después de que pasara todo, y yo me... me... No puedo decir más; mi Iceman me levanta de
la cama, me abraza y, con todo el mimo del mundo, murmura:
—Cariño..., cariño..., ¿estás bien? —Yo asiento, y mi amor, sin soltarme, pregunta—: Pero ¿cómo no me lo habías dicho antes?
—No podía, Kook. Yo... yo estaba tan enfadado y confundido por todo lo que estaba pasando que no supe razonar.
—¿Otro bebé?
Al ver la felicidad en su rostro, me doy cuenta de lo dichoso que lo hace la noticia y, sonriendo, afirmo:
—Sí, cariño, otro bebé, y desde ya te digo que...—
Litros y litros de epidural..., lo sé —termina él mi frase.
Ambos soltamos una carcajada por aquello y, luego, feliz y sin dejar de abrazarme, Kook murmura:
—Te voy a matar a besos, Joven Park. —
No digo nada, y añade—: Te he estado follando como un bruto, como un animal. ¿Cómo me lo has permitido?
Ahora el que sonríe soy yo, y respondo:
—El bebé es muy pequeño y yo te necesito.
Además, tú mismo me dijiste eso de «Pídeme lo que quieras y yo te lo daré», y yo simplemente te he pedido lo que quería.
Kook me besa. Está nervioso. ¡Vamos, ni que fuera su primer hijo!
De pronto pienso de nuevo en que tengo que contarle mi gran metedura de pata con Gonzalo, pero lo veo tan feliz y yo estoy tan dichoso, que no puedo.
Mientras me abraza y asume que va a ser padre de nuevo, Kook no puede parar de sonreír, y pienso en lo que mi hermana me dijo: quizá sea mejor no decir nada. Al fin y al cabo, sólo fue un beso.
Nada más.
El sábado, tras pasar una noche increíble en la que todos nuestros problemas se resuelven y Kook sabe que va a ser padre otra vez, regresamos a Busan. Mi amor se quedará conmigo hasta el lunes,
el día que yo pensaba regresar con los niños a Múnich. Saber aquello me encanta. Adoro que quiera estar conmigo.
Al vernos aparecer tan radiantes, mi padre y mi hermana sonríen y siento que respiran aliviados.
Pobres, ¡qué mal se lo hago pasar a veces!
Sin duda, estaban preocupados por nosotros, y todos, excepto Hye, se quedan con la boca abierta cuando les damos la noticia del bebé. Mike, mi niño, mi tesoro, me abraza y me aprieta contra sí, mientras mi sobrina me mira y dice:
—Tito, eres peor que un conejo.
Esa misma noche, tras pasar el día con los niños en la feria y dejarlos con Pipa para que se acuesten en casa de mi padre, Kook y yo nos vamos a Villa Morenita. Allí me pongo mi traje y, cuando salgo al comedor, donde está mi maravilloso marido
esperándome, me acerco a él y murmuro:
—Señor Jeon, ¿sería tan amable de subirme la cremallera?
Kook suspira, deja un vaso de agua sobre la mesa, me mira con deseo y, cuando me doy la vuelta, pasea la mano por mi espalda y dice:
—Joven Park, ¿está seguro de que no prefiere que se lo quite?
Ambos sonreímos. Nos encanta ese juego que nos traemos con esos nombrecitos que tan buenos recuerdos nos traen y, tras sentir que me besa en el hombro desnudo, insisto:
—Prometo que, cuando regresemos, así será.
Siento que Kook sonríe. Me besa en el hombro de nuevo y, subiéndome la cremallera, afirma:
—Te tomo la palabra.
Satisfecho por cómo se ha solucionado todo, doy un sorbo al vaso de agua que ha dejado sobre la mesa cuando él, enseñándome algo, dice:
—Corazón, con ese traje no te puede faltar tu flor en el pelo.
Al mirar su mano veo un hibisco rojo fuego.
¡Dios mío, si es que me lo voy a comer a besos! Y él, al ver mi sorpresa, dice:
—Lo cogí del jardín de tu padre.
Sonrío, no lo puedo remediar; agarro la flor, le hago un apaño y, tras sacar de mi bolso unas horquillas, la prendo en el lateral de mi cabellera suelta y pregunto, yo: —¿Qué tal, miarma?
Mi rubio me mira..., me mira y me mira, y finalmente dice:
—Serás el más bonito de la feria.
Encantado, lo beso. Aisss, lo que me gusta que me regale los oídos.
Felices y dichosos, nos dirigimos hacia la feria. Hemos quedado con mi hermana y mi cuñado en el Templete. Cuando llegamos, Hye y mi cuñado ya están allí, y juntos vamos hasta la caseta donde sé que se hallan nuestros amigos.
Durante horas, doy palmas, bailo y me divierto con mi chico al lado. Como siempre, él no baila, pero da igual, con tenerlo a mi lado sé que todo está bien.
En un momento dado, aparece Sebas junto a su caballo de Peralta y, tras dar un grito del que se entera toda la feria, se lanza sobre su Geyperman para besuquearlo. Kook, como siempre que lo ve, es amable y atento con él, y Sebas, también como siempre, lo ensalza, lo piropea y le hace sonreír.
Luego, los hombres se van a por algo de comer y yo aprovecho para ir con mi hermana a uno de los baños de la caseta pero, al llegar, el baño de los omegas como siempre está a rebosar; ¡menuda cola que hay!
—Vayamos a los de fuera —dice mi hermana dando saltitos—. Quizá haya alguno libre. Sin dudarlo, le hago caso. Hye es una meona y, cuando se mea, ¡se mea!
Llegamos hasta los aseos portátiles. Hay varios y, por suerte, un par están libres. Hye se mete en uno, pero a los dos segundos sale y dice:
—Trompu, entra y ayúdame a aflojarme la faja.
Suelto una risotada, entro en el baño y los dos, la liamos parda en aquel
cubículo tan pequeño para aflojarle la puñetera faja. Cuando termino de hacerlo, abro la puerta acalorada y ella, aún riéndose como una tonta, dice:—
Sujeta la puerta, que no cierra bien y no me apetece que me vean el potorro.
—Vale —respondo riendo al oír a mi loca hermana.
Con paciencia, espero mientras canto que suena a voz en grito y doy palmas.
¡Qué arte tengo cuando quiero!
Cuando mi hermana sale, con su faja bien puesta y el vestido colocado, entro yo y, tras hacer malabares para no tocar el váter y para que mi vestido no se manche, en el momento en que salgo, mi Hye dice:
—Vaya, vaya..., veo que va todo bien con tu alemán, ¿verdad?
Encantada, afirmo pensando en él:
—Todo genial.
Hye sonríe y, sin moverse de donde está, pregunta:
—Lo del embarazo ya veo que se lo ha tomado
bien, pero ¿cómo se ha tomado que te liaras con ese tío la otra noche? Ya sé que fue un beso y poco más, pero con lo celoso y posesivo que es tu marido, ¿qué te dijo?
Oír eso me destroza. Me hace sentir fatal por haber obviado ese detalle con Kook y, deseoso de olvidarlo, respondo:
—No se lo he dicho. Estábamos los dos tan contentos por nuestra reconciliación y lo del bebé que fui incapaz de contárselo.
—Ay, trompu...
—Me martirizo por ello, Hye —resoplo—.
Me siento fatal. Se me fue la cabeza. Quise vengarme de Kook por todo lo que estaba pasando y, bueno..., pasó lo del beso y poco más. Y luego él... él ha venido a reconquistarme y he pensado que quizá...
De pronto se abre la puerta del aseo que está junto a nosotros y, al mirar, me quedo sin respiración. Kook, mi Kook, mi rubio enfurecido, me mira con su cara de perdonavidas y sisea a la espera de que diga algo:
—Jimin...
El corazón me aletea horrorizado. ¡Vaya marrón!
Lo miro, me mira y me pongo tan nervioso que sólo puedo decir:
—Fue una tontería, cariño, yo...
—¡Cállate! —grita Kook.
Y, sin darme tiempo a decir nada más, sale del aseo y comienza a caminar hacia el parking donde hemos dejado el coche. Asustado, miro a mi hermana. La pobre está blanca como la cera, y musita:
—Con razón papá siempre dice que calladita estoy más guapa.
—Joder..., joder... —murmuro a punto de llorar.—
Lo siento —dice Hye—. No sabía que estaba ahí.
Resoplo. Me pica el cuello y, sin dudarlo, me recojo el vestido de con las manos y
comienzo a correr detrás de mi amor. Tengo que explicarle lo que ocurrió. Tiene que escucharme.
Lo alcanzo cuando ya casi está llegando al coche y, poniéndome delante de él, digo sin aliento:
—Escucha, cariño, fue... fue una tontería. Si no te lo he contado ha... ha sido porque...
—Una tontería... ¡Una tontería! —grita fuera de sí—. Te enfadaste conmigo y casi rompiste nuestro matrimonio cuando pasó algo que sabes muy bien que yo no busqué y que hice inconscientemente. Y tú, a cambio, como venganza, haces algo siendo consciente de ello y encima me lo ocultas. Pero ¿qué clase de persona eres?
Madre mía, madre mía..., madre mía, ¡la que he liado!
Kook tiene más razón que un santo. Es normal que se enfade conmigo y me grite. He hecho algo que no está bien y encima lo he ocultado.
—Kook, cariño.
—Me voy. Regreso a Múnich.
—Por favor..., por favor..., escúchame.
Pero no, no quiere escucharme y, quitándome de su lado con fuerza, sisea:
—Déjame en paz, Jimin. Ahora no.
Y, sin más, se sube al coche y arranca dejándome en el parking sin saber qué hacer. Así estoy durante varios minutos hasta que reacciono y sé que tengo que ir en su busca. Kook no puede marcharse sin hablar conmigo. Al ver a uno de mis amigos, que va hasta su coche, le pido que me acerque hasta Villa Morenita. Allí lo localizaré. Mi amigo, encantado y sin saber lo que pasa, lo hace.
Una vez llegamos a mi casa, me despido de aquél y, al ir a entrar, veo que no tengo la llave. Maldigo. Me cago en diez, en veinte, ¡en treinta!
Pero como a mí no hay quien me pare ni estando embarazado, me recojo el vestido y decido saltar la valla. No es la primera vez que salto una.
Sin embargo, cuando estoy en todo lo alto, me doy cuenta de que el coche no está allí. Vuelvo a maldecir y me bajo de la valla.
Kook habrá ido a casa de mi padre.
La calle está oscura, no se ve ningún coche, y decido correr. De nuevo me agarro la falda de volantes y, como puedo, corro sin matarme. Por suerte, para la feria siempre me pongo bajo el vestido unas botas camperas para poder bailar, y
eso me permite correr con mayor facilidad.
En un par de ocasiones, tengo que parar. Me falta el aire, momento en el que marco el teléfono de Kook desde mi móvil, pero él directamente no
me lo coge.
¡Maldita sea!
La angustia crece más y más en mi interior a
cada segundo que pasa, pero sigo corriendo. Tengo que llegar a donde esté.
En el momento en que rodeo la esquina de la calle de mi padre y veo el coche allí aparcado, respiro. Me paro, me doblo en dos para tomar aliento y, en cuanto siento que puedo continuar, continúo. Rápidamente abro la puerta de la calle y,
al entrar, mi padre me mira y me pregunta con gesto extrañado:
—¿Qué le pasa a Kook?
Voy a responder cuando mi marido aparece en el comedor con Mike y Hana. Mi sobrina rápidamente se coloca junto a mi padre, no dice nada, y Kook, tras entregarle una bolsa a Mike, le indica:
—Ve al coche. Yo salgo enseguida.
El niño me mira. Busca una explicación a aquello y pregunta mientras Kook habla por el móvil:
—Mamá, ¿qué pasa?
Sin saber qué responderle, lo miro, lo beso en la cabeza y digo consciente de que a Kook ya no lo para ni Dios:
—Haz lo que tu padre dice. Tranquilo, no pasa nada.—
Pero, mamá...
Sin dejarlo acabar, lo cojo de la barbilla e, intentando que me lea la mirada, insisto:
—Cariño, no te preocupes. Nos vemos en Múnich.
Mi padre, que está tan desconcertado como Mike y Hana, va a decir algo cuando añado:
—Papá, ¿puedes acompañar a Mike al coche?
Hana, ve con ellos.
Mi padre lo piensa, pero al final, tras sacudir la cabeza, coge a mi sobrina de la mano, que está boquiabierta, y desaparece del salón con los dos críos.
Kook me da la espalda mientras lo oigo hablar por el móvil. Bueno, más que hablar, ¡ladra! Sabe que estoy tras él, pero no quiere ni mirarme. Me
siento fatal.
De pronto, termina su conversación, cuelga la llamada con fuerza y, dándose la vuelta, me mira con ojos acusadores. Cuando voy a decir algo, sisea en su peor versión de Iceman mientras tira las llaves de Villa Morenita sobre la mesa del
comedor:
—Me llevaría a Kook y a Emily conmigo, pero no quiero asustarlos levantándolos ahora.
—Kook...
—Me has decepcionado como nunca pensé que pudieras llegar a hacerlo.
Mi pecho sube y baja. El cuello me arde y estoy seguro de que lo tengo lleno de ronchones pero, olvidándome de él, como puedo murmuro intentando tocarlo:
—Kook, no te vayas. Hablemos de ello. He cometido un error, pero...
—¡Error! —sisea retirándose de mí—. Tu gran error ha sido hacerlo consciente de lo que hacías y después no contármelo.
Asiento. Sé que tiene razón e, intentando llegarle al corazón, insisto interponiéndome en su camino:
—Lo ocurrido fue una tontería, cariño. Sólo te pido que lo medites y entiendas que, si yo he sabido olvidar lo que pasó, tú debes saber olvidar esto también.
La rabia en el rostro de Kook me hace saber que ahora no quiere escucharme. Entiendo su desconcierto. No hace mucho yo estaba tan desconcertado como él.
Se siente traicionado por mí y, sin un ápice de piedad, acerca su rostro al mío y, clavando sus impactantes ojazos verdes en mí, gruñe:
—Dijiste que te habías quemado y, sin duda, ahora me he quemado yo también. Y sí, Jimin, estoy terriblemente cabreado. Tan cabreado que es mejor que me vaya antes de que montemos un buen numerito delante de nuestros hijos y de tu familia.
Y ahora, si te quitas de en medio, me iré, porque el que no quiere verte ahora soy yo.
No me muevo, no puedo. Al final, el amor de mi vida me quita de malos modos de su camino, sale de la casa de mi padre y yo siento que me falta la respiración. Kook está muy... muy enfadado, y yo la he cagado pero bien.
Pocos minutos después, mi padre y Hana entran, me miran, y mi sobrina murmura:
—Tita, como se dice por Facebook, ¡la que has liado, pollito!
Esa apreciación me hace resoplar. Sin duda, la he liado bien liada. Mi padre, que, por su gesto, no está para risas, envía a Hana a su habitación y, cuando nos quedamos los dos solos, me mira y dice: —No sé qué ha pasado, pero intuyo que esta vez la culpable has sido tú.
Mis ojos se llenan de lágrimas en décimas de segundo y me derrumbo sobre una silla. Mi padre me abraza y no me permite llorar.

juegos de seduccion IVWhere stories live. Discover now