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Cuando Jimin y Kook llegaron a la casa de sus amigos, Sami se echó a los brazos de sus tíos.
Durante varios minutos, éstos le prestaron toda su atención a la pequeña, que, como siempre, era un torbellino de vida y luminosidad.
En el momento en que por fin Tae, Kook y Sami se alejaron, Jimin y Mel entraron en la cocina y min preguntó:
—¿Todo bien con Tae?
Al comprender lo que su amigo le preguntaba, Mel se apoyó en la nevera y sonrió.
—Todo perfecto. Creo que ya le ha quedado clarito al guaperas que, si vuelve a jugármela con esa pandilla de urracas, no voy a ser tan amable como lo fui con ellas la última vez. No me gustan, como tampoco yo les gusto a ellas, y esa tal Heidi es una gran zorra.
—Heidi es una zorra —repitió canturreando Sami al pasar por su lado.
Al oír a la niña, se miraron y rápidamente Mel preguntó:
—Sami, ¿por qué dices eso?
—Mami, lo has dicho tú.
—Sí, cariño, esa Heidi es muy zorra y muy perra —afirmó min agachándose para quedar frente a la pequeña—. Pero, Sami, esas palabras son muy feas y no se dicen, ¿de acuerdo?
Agachándose a su vez, Mel le colocó a su hija la coronita que tanto le gustaba llevar en la cabeza.
—Valeeeeeeeeee —dijo finalmente Sami—;
¿me dan una galleta de chocolate?
Sin ganas de darle más vueltas al tema, Jimin cogió una galleta de un tarro y, en cuanto se la dio a la pequeña, ésta salió corriendo de la cocina.
En ese instante aparecieron Tae y Kook, y el abogado, mientras sacaba unas cervezas fresquitas de la nevera, se mofó:
—Vaya..., pero si están aquí los dos macarros motorizados de las birras bien fresquitas... ¿Iran hoy también a quemar rueda?
Kook sonrió. Jimin le había contado el episodio, y soltó una carcajada cuando Mel
respondió:
—Si me lo vuelves a recordar, quemaremos rueda y Múnich entero, guapito.
Después de un rato en el que los cuatro charlaron y rieron por lo ocurrido, sonó el teléfono de Jimin. Era un mensaje:
 
Estoy en una más que divina cervecería en la plaza
Marienplatz. ¿Tienes un rato para tu loca?
 
Jimin sonrió. ¡Sebas! Y, levántandose, y guiñándole el ojo a Kook dijo:
—Mel, ha venido un amigo mío de Corea; ¿te vienes conmigo a verlo un par de horas?
—¿Qué amigo? —preguntó Tae.
Repanchingándose en una silla, Kook miró a su casi hermano y, con gesto cómplice, murmuró:
—Tranquilo, Tae. Sebas y las treinta y seis las cuidarán mejor que tú y yo.
Divertido, Jimin le guiñó de nuevo el ojo a su marido y, cuando salió con Mel por la puerta, oyó que Tae preguntaba:
—¿Las treinta y seis?
Una vez en la calle, Mel miró a su amiga y le soltó:—
Muy bien. Desembucha. ¿Quién es ese amigo?
Jimin sonrió pero, como quería que se llevara una sorpresa al conocerlo, simplemente abrió la puerta de su coche y contestó:
—Monta y calla.
Mientras conducía, min iba hablando de mil cosas. Al llegar al parking público de Marienplatz, dejaron el coche y caminaron encantados hasta la preciosa cervecería Hofbräuhaus. Sin lugar a dudas Sebas estaba allí y, nada más abrir la puerta y entrar, de pronto se oyó:
—¡Marichochooooooooooo!
Jimin sonrió. Sebas, su loco Sebas, tan guapo como siempre, corría hacia el para abrazarlo y besuquearlo. Cuando el abrazo y el besuqueo acabaron, Jimin le presentó a una alucinada Mel, y él, como si la conociera de toda la vida, la besó
con cariño.
A continuación, tras mirar a sus escandalosos compañeros de viaje, dijo:
—Creo que es mejor que nos sentemos a aquella mesa. Si nos ponemos con ellos, no podremos cotillear a nuestras anchas.
Durante más de una hora, Mel observó ojiplática cómo aquél y su amigo hablaban a la velocidad de la luz poniéndose al día de todo, hasta que él murmuró para terminar lo que estaba contando:
—Y ahí terminó mi novelesca historia de amor, lujuria y sexo con el potro sueco que me nubló la razón. Por tanto, he decidido que a partir de ahora zorrearé con muchos, pero sólo me enamoraré de los caballos de Peralta de mi tierra.
Jimin se apenó. La última vez que había visto a Sebas, éste estaba locamente enamorado de aquel surfero sueco.
—Lo siento, Sebas —murmuró—. Sé lo mucho que querías a Matías.
—Tranquilo, chochete —afirmó él—. Ahora me tomo la vida sin dramatismos, y he llegado a la conclusión de que, cuando todo sube, lo único que baja es la ropa interior. —Y, mirando a un alemán que pasaba junto a ellos, dijo—: Geyperman de
miarma, con lo difícil que es encontrarme y tú perdiéndome...
Mel soltó una carcajada. Aquel tipo era increíble.
—¡Sebas! —gruñó Jimin divertido.
Él le guiñó un ojo con cara de pillo y cuchicheó:
—Si no se ha enterado de lo que he dicho, hombreeeeeeee, ¡déjame zorrear!
Los tres rieron y luego siguieron charlando. Mel se inmiscuyó esta vez en la conversación, y Sebas y ella terminaron entendiéndose a la perfección. Al cabo de un rato, él vio que Jimin miraba el reloj y preguntó:
—Y tu Geyperman rubio y buenorro ¿por qué no ha venido? Mira..., mira que me moría por presentarlo a las treinta y seis locas que me acompañan.
Mel y Jimin se miraron, y esta última respondió:
—Te manda muchos besos, pero...
—¿Con lengua?
—¡Sebas! —dijo Jimin riendo justo en el
momento en que los treinta y seis se levantaban de la mesa y, escandalosamente y con ganas de cachondeo, se sentaban con ellos.
Lo que en un principio iban a ser sólo un par de horas se convirtieron en cuatro y, cuando por fin se despidieron de Sebas y los treinta y seis y subieron al coche, Mel miró a su amigo.
—Prométeme que la próxima vez Kook y Tae vendrán con nosotros —le dijo muerta de la risa.
Estaban comentando lo bien que lo habían pasado cuando a Mel le sonó el móvil. Un mensaje. Tae.
 
 
Amor, compra cervezas. Con su larga ausencia, Kook y yo nos hemos dado a la bebida.
 
 
Después de leerle el mensaje a min, pararon en un supermercado.
Pero, como siempre ocurre cuando un omega entra a comprar, salieron con el carro cargado hasta arriba y, en el momento en que estaban metiendo las bolsas en el maletero del vehículo, un adolescente de pelo oscuro y largo se plantó ante
ellas.—
¿Quieren que me encargue yo del carrito, señoras? —dijo.
Jimin asintió con una sonrisa, y Mel, mirando al chico, preguntó mientras él las ayudaba con las bolsas:
—Eh..., ¿dónde te he visto yo antes?
Al oír eso, el crío la miró y se apresuró a responder sonriendo:
—Seguro que aquí mismo.
Mel parpadeó. ¿Dónde lo había visto antes? Y, soltando el carrito, añadió:
—Todo tuyo, chavalote.
El muchacho sonrió y, sin decir nada más, se alejó con el carro. El euro que iba dentro le proporcionaría esa noche un bocadillo para la cena.
 
 
 
 
 
Tras una semanita que no se la deseo ni a mi peor enemigo, estoy agotado.
Mike nos lo pone muy difícil. Han llamado del colegio para decir que no ha ido a clase, y soy consciente de que mi niño está perdiendo los papeles. Le he pedido en varias ocasiones que solicite una entrevista con su tutor, pero hasta ahora le ha resultado «imposible». Insistiré de nuevo o al final acabaré pidiéndola yo mismo.
Cuando Kook llega de trabajar, no me queda otra que contarle lo ocurrido y, tan pronto como éste se marcha a su despacho enfurecido, Mike se encara conmigo y me dice cosas como que ya no soy alguien de fiar por habérselo contado a su
padre. Intento hacerlo razonar y, en especial, hacerle ver que su comportamiento está dejando mucho que desear, pero le da igual, sigue rebatiendo todo lo que le digo hasta que Kook regresa y el crío se calla y no habla más.
¿Qué está ocurriendo con Mike?
Esa noche, en la intimidad de nuestra habitación, Kook intenta quitarle hierro al asunto.
Está molesto por el comportamiento del muchacho, pero su visión del tema no es como la mía. Mike no se comporta de la misma forma delante de Kook que delante de mí, y nosotros tampoco reaccionamos igual. Conmigo se encara, se pone chulo, dice cosas terribles que en ocasiones no le cuento a Kook para no liarla más, pero con él se calla. Mike ha pasado de ser un niño caprichoso a un adolescente provocador e indisciplinado.
El martes, Kook se va de viaje. Mike se trae a uno de sus amigotes a casa y, cuando los pillo fumándose un porro en su habitación, echo al amigo y tengo una buena con mi hijo. Él, ofendido por lo que he hecho, me acusa de estar amargándole la vida y yo tengo que respirar. O respiro o le estampo una silla en la cabeza. El miércoles, cuando Kook regresa, decido callar y no contarle nada de lo ocurrido. Sé que hago mal, pero Kook llega cansado, y lo último que quiero es agobiarlo con más problemas.
El jueves, nada más levantarse, veo que mi marido tiene mala cara. Eso me angustia pero, tras tomarse su medicación, sonríe y me tranquiliza. Sé que nuestra vida siempre será así. Tendré mil sustos con los dolores de cabeza de Kook a causa de su vista, pero verlo sonreír poco después me hace saber que el dolor ha remitido; si no fuera así, lo sabría por el humor negro que lo suele preceder.
Esa mañana, sobre las doce, cuando estoy trabajando en Jeon, recibo una llamada de mi hermana Hye. Mi padre ha hablado con ella en referencia a Mike, y la pobre, que ya está en México, me llama para apoyarme moralmente.
—¿Que ahora te llama min, el puñetero niño?
—Sí —asiento apenado omitiendo otras cosas.
—La madre que parió al latino.
—¡Hye!
Ambos reímos y finalmente ella dice:
—Vale..., vale..., ya sé que es coreano alemán mexicano, pero si él te joroba, yo lo jorobo y lo llamo ¡«hasta chino»!
—Mira que eres —digo riéndome.
Entonces, oigo a Hye resoplar a través del teléfono y decir:
—Ese niño te quiere y te quiere mucho, pero el pavazo le ha venido de golpe. De pronto se ha visto mayor, guapete y resultón y se cree el rey del mambo. Pero, tranquilo, como dice papá, regresará al redil. Eso sí, mientras no regresa, átate los
machos, ¡que vienen curvas!
Vuelvo a sonreír cuando mi hermana añade:
—Mira, trompu, estás en la misma situación que yo con tu querida sobrina. Ni te imaginas lo rebelde y contestona que está Hana. Eso sí, en los estudios, la tía es una lumbreras, y sobre eso no me puedo quejar, pero en cuanto a los chicos,
¡ofú!, qué tontería tiene encima. Ha pasado de jugar al fútbol a querer comprarse sujetadores con relleno de gel.
—¿Con relleno de gel? —pregunto sorprendido.
—Sí, hombre, sí. El otro día, la mocosa va y me dice que quiere un sujetador Wonderbra push-up para que su pecho aumente y tener un escote perfecto. ¿Qué te parece?
—¿Te dijo eso?
—Sí, sí. ¡Que las niñas de ahora son muy espabiladas!
Me río, no puedo remediarlo. No me imagino a Hana, mi chicarrona, diciendo eso y, de repente, recordando algo, digo tras contarle que he visto a Sebas en Múnich:
—Hablando de Hana, haz el favor de no ponerle horquillas de Dora la Exploradora y calcetines con puntillitas, que ya es mayor.
—Pero si está monísima con ello. —Ambos reímos, y me doy cuenta de lo cabronceta que es mi hermana cuando añade—: Lo hago para que proteste, tonto. Ya sé que no tiene edad para ponérselo.
—No sé quién es peor, si ella o tú. Hye ríe. Me encanta su risa. Oírla reír es
como oír a mi madre.
—Según tu sobrinita —prosigue—, ahora está locamente enamorada de ese tal Héctor, pero hasta el mes pasado lo estaba de un tal Quique y, claro, yo he de mirar por su reputación, ya sabes lo larga que es la gente y lo mucho que le gusta darle a la lengua.
Asiento. Sé perfectamente cómo es la gente de cotilla y metomentodo. Bajo la voz y murmuro:
—Acuérdate de cuando tú y yo teníamos su edad, ¿o acaso has olvidado el veranito que te dio por Roberto, el de los juegos recreativos, o por Manuel, el de la tiend...?
—Ais, Roberto, qué guapo era. ¡Ay, madre, trompu! —grita de pronto—. ¿Te acuerdas de Damián, el de la Montesa azul que tanto te gustaba y por el que saltabas la verja de casa todas las noches para verte con él?
—Sí. Claro que lo recuerdo.
Pensar en aquello me hace reír a carcajadas. Sin duda, en nuestra adolescencia todos hacemos más tonterías de las que luego queremos reconocer, aunque recordarlas nos haga sonreír.
—Por cierto, papá está tristón porque dice que no vendran a la Feria de Busan.
—No lo sé. Aún queda mucho.
—Pero, trompu..., ya te la perdiste el año pasado, ¿te la vas a perder también este año?
Me joroba pensar en ello. Desde que nací, sólo me he perdido esa feria una vez en mi vida, por lo que, dispuesto a dejarme las uñas para llevar a Kook este año, afirmo:
—No. Claro que no. Haré todo lo posible para ir.
Al final, cuando cuelgo, mi humor ha mejorado considerablemente. Las locuras de mi hermana y de mi sobrina me hacen reír. Entonces, oigo unos golpecitos en la puerta de mi despacho y, al mirar, veo a Ginebra. ¿Qué está haciendo ella aquí?
—Hola, guapísimo—me saluda dicharachera —. Tengo una comida con Kook y, como sé que trabajas aquí, he pensado en pasar a saludarte mientras él termina unos asuntillos.
Me quedo boquiabierto. ¿Kook tiene una comida con ella y no me lo ha dicho?
Ginebra entra en mi despacho como Pedro por su casa, se sienta frente a mí y murmura:
—Qué bien lo pasamos el otro día...
—¿Cuándo?
Ella me mira y sonríe.
—En el Sensations —explica bajando la voz
—, aunque tu marido, el muy malote, me rechazó.
—No digo nada. No puedo, y ella prosigue—: Por cierto, te vi mirando tras las cortinas cuando yo estaba en el reservado con los amigos de Félix.
¿Te excitó lo que viste?
Lo recuerdo al instante y, con la misma sinceridad con la que ella me pregunta, yo le respondo a la vez que me maldigo por ser tan curioso:
—Si te soy sincero, ni me excitó ni me gustó.
Ginebra sonríe.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
Ella me observa. No aparta la mirada de mí y responde:
—¿Que por qué no te excitó? Al fin y al cabo, es sexo.
—Porque esa clase de sexo no me atrae — replico.
Ginebra suelta una risotada y, bajando de
nuevo la voz, cuchichea:
—Jimin, precisamente lo que a mí me excita es que me traten así y que mi marido lo permita y me use a su antojo. Pero, claro, tú prefieres...
—Prefiero lo que tú misma viste después —la corto seguro de mí mismo—. Nunca disfrutaría con lo que a ti te gusta, eso no va conmigo.
Su sonrisa se ensancha y asiente.
—¿Kook y tú no se ofrecen a otros?
—Sí.
—Pues eso es lo que hace Félix conmigo, cielo.
Vale. Sé que puede parecer lo mismo, pero no lo es, y añado:
—No. No es lo mismo. Y que conste que no critico lo que vi; si a ti y a tu marido les gusta esa clase de sexo, ¡adelante! Sólo digo que yo no me prestaría a eso. Pero repito: si a ti te gusta, te excita y están de acuerdo, ¡adelante y disfrutadlo!
Ginebra entiende muy bien lo que le digo, y a continuación murmura:
—A mí me encanta que Félix me obligue y me entregue a sus amigos para que me usen a su antojo. Creo que es la parte más excitante de nuestro caliente juego.
—Sobre gustos no hay nada escrito —afirmo sonriendo.
—¡Tú lo has dicho! —conviene ella con un gracioso gesto.
Con Ginebra me pasa algo muy raro. Tan pronto me cae bien como me cae mal. No llego a cogerle bien el punto, pero reconozco que ella siempre trata de ser amable y encantadora conmigo.
Mirándola estoy cuando se levanta, se acerca a la pared y comenta:
—No me digas que éstos son sus niños...
—Sí —digo al ver que señala las fotos de mis hijos. —Oh, Dios mío, son preciosos, Jimin. Qué monadaaaaa. Qué ricurasssssssssss.
—Lo son —afirmo orgulloso de ellos.
—¿han adoptado un niño latino?
Me dispongo a responder cuando de pronto Kook entra y lo hace por mí:
—Mike no es latino, es mexicano alemán. Era el hijo de mi hermana Emily, y ahora es nuestro.
—¿Era? —pregunta Ginebra.
Kook asiente penosamente y en ese instante confirmo que llevan sin hablarse varios años.
—Emily murió —explica él entonces.
—Oh, Dios mío, Kook..., lo siento. No sabía nada. Mi amor asiente. Hablar de ello le duele, y sé que le dolerá toda su vida cuando responde:
—Mike se quedó conmigo y, desde que min llegó a nuestras vidas, somos una familia.
Ginebra se lleva las manos a la boca. Veo que siente lo ocurrido a Emily y, emocionada, le coge las manos.
—Sé cuánto la querías y lo unido que estabas a ella.
Kook asiente de nuevo. Yo paso la mano por su espalda y Ginebra lo suelta y dice reponiéndose:
—Sin duda, Jimin y tú han creado una preciosa familia.
—Sí —afirma él con seguridad mientras me guiña un ojo.
Ginebra vuelve a mirar la pared donde están las fotos de los niños y pregunta:
—¿Cómo se llaman los otros dos?
—Kook y Emily —respondo.
Entonces, Ginebra enternece el gesto y murmura:
—Son preciosos..., preciosos. —Y, mirando a Kook, añade—: Aún recuerdo que tú no querías tener hijos y yo sí. —Kook sonríe y ella finaliza—:
Qué curiosa que es la vida..., al final, tú los has tenido y yo no. ¿Piensan tener más?
—No —afirma Kook antes de que yo responda.
Vaya. Eso me sorprende. Siempre he sido yo el que decía rotundamente que no, y oír a Kook decir eso en cierto modo me subleva. Pero tiene razón:
¡con tres vamos sobrados!
Al ver mi gesto, Kook se acerca a mí, me coge por la cintura y, mirándome directamente a los ojos, pregunta:
—Vamos a comer, ¿te vienes?
—¿Te encuentras mejor que esta mañana? —
pregunto interesado por él.
—Sólo era un pequeño dolor de cabeza, cariño —replica sonriendo—. Venga, vente a comer.
Lo miro..., no sé qué hacer. Yo mismo estoy lleno de contradicciones: ¿debería ir o no? Pero, siendo consecuente con la confianza que tengo en él, respondo:
—Mejor vayan ustedes
—¿Seguro? —pregunta mi amor intentando leer mi rostro.
Con una sonrisa que lo tranquiliza, asiento.
—Sí, cariño. Seguro. Vayan tienen muchas cosas de las que hablar.
Dos segundos después, Ginebra y Kook salen de mi despacho y yo me siento de nuevo en mi silla.
Confío en Kook y, abriendo una carpeta, murmuro:
—Park Jimin, deja de pensar tonterías.

juegos de seduccion IVWhere stories live. Discover now