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El viernes, Victor aparece puntual en la casa a las cinco de la tarde. Va a llevar a Mike al cumpleaños de New.
En ese instante, suena mi teléfono y veo el nombre de ¡Sebas! Me apresuro a cogerlo y oigo:
—¡Marichochooooooooooooo!
Mi carcajada llama la atención de Kook, que me mira y, cuando le digo por señas quién es, ¡huye despavorido!
—Sebas, qué alegría hablar contigo. Justo el otro día me dijo mi padre que quizá nos podríamos ver porque estás de viaje por Alemania. ¿Qué haces aquí?
Oigo jaleo de fondo y voces que cantan, y Sebas responde:
—Estoy en un tour divertidísimo con treinta y seis locas en busca de geypermanes.
Me río. Sebas siempre llama Geyperman a Kook. —Mañana por la tarde pasamos por Múnich
—añade mi amigo—. ¿Podríamos vernos un par de horitas? Di que sí..., di que sí, chiquillo, que tengo ganas de verte y contarte mil cosas.
Pienso. Sé que al día siguiente vamos a casa de Mel y de Tae pero, dispuesto a ver a Sebas, afirmo:
—Por supuesto que sí, envíame un mensaje y nos vemos.
Dos minutos después, cuelgo feliz. Ver a Sebas siempre es motivo de felicidad.
Con mi teléfono en la mano, camino hasta el salón, donde Kook está leyendo. Me siento a su lado, le cuento lo de Sebas, y entonces él me mira y pregunta:
—¿Treinta y seis?
—Con él, treinta y siete —contesto riéndome. Kook asiente y pregunta divertido:
—¿Y quieres que Tae y yo estemos allí?
Ahora el que calibra eso soy yo. Conozco a Sebas pero no conozco a los otros treinta y seis y, como sean tan escandalosos como mi amigo, sin duda Kook y Tae no salen de allí vivos. Así pues, digo: —Casi mejor que se queden en casa esperándonos hasta que volvamos.
Estamos riéndonos cuando un guapo adolescente vestido con unos vaqueros caídos, una camiseta gris de su grupo favorito, los Imagine Dragons, y unas Converse negras aparece ante nosotros y nos mira. En los años que hace que lo
conozco, Mike ha cambiado en todos los sentidos.
Lo conocí siendo un niño bajito y regordete, y ahora es un adolescente delgado, guapetón, estiloso y espigado.
—¿Con esas pintas vas a ir al cumpleaños? —
protesta Kook.
—Papá, ¿pretendes que me ponga traje y corbata?
Me entra la risa. Sin lugar a dudas, los tiempos han cambiado.
—Cariño, Mike va a la moda —murmuro mirando a mi amor.
Kook asiente. Sabe que llevo razón y, sacándose un teléfono del bolsillo, se lo tiende y le dice:
—Toma tu móvil. Quiero tenerte localizado.
El crío sonríe: ha recuperado su bien más preciado. Le guiño un ojo y omito pedirle un beso.
Mike sigue rarito conmigo, pero en ese instante sonríe y yo me siento bien. Muy... muy bien. Cinco minutos después, una vez se ha puesto su chupa azul, se va con Victor, y yo lo miro alejarse como una madre orgullosa.
—Qué guapo y mayor está mi niño —siseo—.
Todavía recuerdo cuando lo conocí. Era tan retaco, y ahora, míralo, es más alto que yo.
A Kook la hace gracia mi comentario y susurra abrazándome:
—Vamos, mamá pollo. Tenemos cosas que hacer.
Dedicamos el resto de la tarde a los pequeñines y, cuando a las ocho y media los dos se quedan dormidos, Kook y yo respiramos aliviados.
Nos duchamos y estreno un pantalon de algodón de color verde botella y unas botas calentitas de andar por casa. Al verme, mi amor sonríe, me da un azote en el trasero y murmura:
—Estás precioso.
Yo sonrío. Siempre le ha gustado mi modo desenfadado de vestir y, entre risas, vamos a la cocina y cenamos algo.
A las nueve y media, Kook recibe en su móvil un mensaje. Es Mike, para pedir que lo dejemos hasta las doce. Mi marido se niega.
—Cariño, no seas aguafiestas.
—No, min. Te recuerdo que está castigado.
—Lo sé. Pero está en una fiesta —insisto.
Pero mi cabezón alemán gruñe:
—Demasiado es que lo he dejado ir a la fiesta de su novio.
Vale..., tiene razón. Aun así, intentando ponerme en el pellejo de Mike, vuelvo al ataque.
—A ver, cariño, piensa. Nuestro niño lo está pasando bien en el cumpleaños y sólo quiere un poquito más de tiempo.
—¿Te recuerdo cómo es su amiguito New?
La imagen del tailandés guapo, delgado y de buen trasero me viene a la mente. Evito pensar lo que mi niño puede estar haciendo con el en ese instante
porque no deseo alarmarme, e insisto:
—Cariño, no me calientes o mi perversa mente comenzará a pensar cosas que no quiero de ese New y mi niño. —Y, tomando aire, prosigo calmándome a mí mismo—: Debemos fiarnos de nuestro hijo. Aunque quiera hacerse el mayor, Mike
es un crío todavía, y ambos lo sabemos. Venga...,
dile que sí y recuerda lo que hablamos. Hemos de darle un voto de confianza.
Kook resopla. Lo piensa..., lo piensa y lo piensa, y al final le escribe diciéndole que Victor irá a buscarlo a las doce.
Feliz, lo abrazo y seguimos tirados en el sofá. Me encanta esa sensación de estar junto a él viendo la tele.
Las horas pasan mientras estamos enfrascados viendo una película de desastres nucleares, cuando de pronto el teléfono de Kook suena.
—Dime, Victor.
Mis ojos miran el reloj: las doce y veinte.
Rápidamente, Kook me suelta. Se levanta del sofá y, mientras yo me levanto también, oigo que dice:—Ahora mismo voy.
Cuelga la llamada y, mirándome, dice con gesto oscuro:
—Tengo que ir a por Mike.
—¿Qué pasa? —pregunto sorprendido.
El gesto de Kook me dice que nada bueno.
—Tu niño ni sale de la fiesta ni le coge el teléfono a Victor —sisea.
Uiss..., uiss... Eso de «Tu niño» ha sonado fatal, pero sin darle opción me pego a él.
—Voy contigo.
—Estás en pijama y no tengo tiempo de que te cambies —protesta.
Me miro. Lo que llevo es ropa de andar por casa; no me importa, así que insisto:
—He dicho que voy. Me pondré un abrigo largo y...
—¿Vas a salir en pijama?
Su insistencia me enfada y, sin ganas de sonreír, afirmo:
—Por mi hijo, voy hasta desnudo.
Kook no habla, no responde, simplemente asiente.
Tras avisar a Jeen antes de salir, me pongo un abrigo largo sobre mi ropa de algodón y no me cambio de zapatos. Luego montamos en el
coche y vamos en silencio hasta la casa de New, donde celebra su cumpleaños.
Al llegar, vemos a Victor. El hombre nos mira y dice:
—Siento haber tenido que llamarlos, pero no sé qué hacer.
El gesto de Kook empeora a cada segundo que pasa. Madre mía..., madre mía..., la que se va a liar.
—Llamémoslo una vez más al teléfono —
insisto—. Quizá se ha despistado y no se ha dado cuenta de...
Pero Kook ya no razona y murmura separándose de nosotros:
—Venga, Jimin..., ¡deja de cubrirlo!
Con una mala leche que ni te cuento, llega hasta la verja de la casa, llama, espera, pero nadie contesta. Eso lo crispa aún más, y vocea:
—¡¿Acaso los padres del muchacho no están en casa?!
Otro padre que está allí esperando junto a nosotros de pronto grita con el teléfono en la oreja:—
Bradley, sal ahora mismo de la fiesta, ¡ya!
Ofuscado, el otro padre y Kook se miran, y el desconocido dice:
—Le he dicho mil veces a mi hijo que no quiero verlo con esta gentuza, pero no puedo separarlo de ellos.
Kook no dice nada, y yo, incapaz de callarme, pregunto:
—¿Por qué dice lo de gentuza?
El hombre se retira el pelo de la cara y sisea:
—Pensarán que soy un clasista, pero a mi hijo no le conviene rodearse de esa pandilla. Desde que anda con ellos, ya ha sido detenido dos veces y, por mucho que hablo con él, no me escucha.
Ay, madre... ¡Ay, madre! Pero ¿dónde se ha metido Mike?
Me asusto y, mirando a Kook, le pido:
—Cariño, vuelve a llamar a Mike. Si Bradley ha cogido el teléfono, ¿por qué no lo va a hacer él?
Un tono, dos, cuatro, siete... ¡Nada! No coge el teléfono pero, para nuestra suerte, pocos minutos después la puerta de la verja se abre, sale un muchacho al que rápidamente identifico como Bradley y, tras llevarse una colleja de su padre, se
mete en el coche a toda prisa.
Cuando miro a Kook, éste ya ha entrado en la parcela y, sin dudarlo, corro tras él. He de aplacarlo o el huracán Jeon puede liarla bien gorda.
Se oye música. Está sonando Pitbull,
concretamente, Hotel Room Service, una canción que a Mike le encanta y que a mí, cuando la pone en casa a toda leche, me pone la cabeza como un bombo.
Veo a varios jóvenes algo más mayores que mi niño por los alrededores del jardín fumando, besándose y metiéndose mano. Bueno..., bueno..., menuda bacanal tienen montada aquí. Kook y yo miramos a nuestro alrededor, pero ninguno de
ellos es Mike.
¡Menudo fiestorro ha organizado el niño!
¿Dónde están sus padres?
Al entrar en la casa, aparte de la música a todo trapo, noto que huele a marihuana y, mirando a mi alrededor, veo a varios de aquellos descerebrados fumando. No me suenan sus caras. Nunca he visto a aquellos amigos de Mike.
El gesto de Kook se contrae.
—Lo voy a matar.
—Tranquilízate, cariño..., tranquilízate.
La versión malota de Iceman clava sus ojos verdes en mí y sisea:
—¿Cómo quieres que me tranquilice con lo que estoy viendo?
Cojo a Kook de la mano para hacerle saber que debe calmarse, pero él me suelta y, a grandes pasos, se dirige hacia una esquina. De pronto, lo veo. Mike está riendo con su novio sentado sobre sus piernas y una litrona en las manos.
Pero bueno, ¿desde cuándo bebe cerveza el mocoso?
Corro tras Kook y, cuando llegamos delante del crío, él nos mira y, en lugar de quedarse cortado o sorprendido, suelta una carcajada que nos deja sin
palabras. Rápidamente me doy cuenta de que, además de fumado, está bebido. ¡Lo mato!
Kook resopla, yo le quito la cerveza de las manos. Ojú, qué cabreo que tiene mi amor, cuando lo oigo decir a gritos:
—¡Mike, levántate!
New nos mira, Mike ni se mueve, y entonces
el pregunta sonriendo con un porro de maría entre los dedos:
—Amarillo, ¿estos dinosaurios quiénes son?
Bueno..., bueno..., bueno... A éste le voy a dar tal guantazo que la voy a mandar directamente a la semana que viene.
¡¿Por qué lo llama «Amarillo»?!
¡Será tonto!
Sin remilgos, ni contestar, Kook aparta a New de las piernas de nuestro hijo y, de un tirón, levanta a Mike. El chico nos mira, y yo, sin dudarlo, le quito el porro de las manos y lo meto en un jarrón con flores que veo allí al lado.
—Muy mal, guapito, muy mal —siseo—. Y como mamá dinosaurio te digo: ¡aléjate de mi hijo!
el joven sonríe. Otro que va fino....
Mike intenta soltarse, pero lo único que consigue es que Kook lo agarre con más fuerza y lo saque de la casa a empujones.
Una vez hemos salido del bullicio de la fiesta y la peste a marihuana, ya en el jardín, Kook lo suelta y grita:
—¡¿Me puedes explicar qué estás haciendo?!
Mike, que por sus movimientos nos demuestra que lleva un pedo considerable, suelta una risotada y murmura con chulería:
—Pero qué cortarrollos eres..., joder.
—¿Qué has dicho? —brama Kook, fuera de sí.
Yo miro a Mike y, de pronto, lo veo como a un desconocido.
Su respuesta, en ese momento, me parece un gran despropósito y una gran provocación y, cogiéndolo de la mano, tiro de él y pregunto mientras lo miro a los ojos:
—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué haces comportándote así?
—¡Ehhh..., Amarillo, ¿adónde vas?! —gritan dos chavales que pasan por nuestro lado.
Mike sonríe con malicia. Kook maldice, y yo estoy por soltarle un guantazo al mocoso, pero en lugar de ello contengo mis impulsos e insisto:
—¿Qué has tomado aparte de fumar maría y beber alcohol?
Él sacude la cabeza y, con un gesto que no es suyo, murmura:
—Ni que te importara.
—¡Mike! —sisea Kook.
Lo miro. Me aprieto la mano contra el muslo o, como salga disparado, el bofetón que le voy a dar va a ser sonado. Kook, por su parte, se mueve dispuesto a todo, y yo, intentando que no ocurra nada de lo que luego nos podamos arrepentir, me meto de nuevo entre ellos y empujo al crío.
—Cierra el pico y no la cagues más —le digo
—. Vayámonos a casa.
—Jackie Chan, ¿te piras ya? —pregunta un chico que pasa por nuestro lado.
Mike sonríe y Kook susurra, a cada instante más molesto:
—Jackie Chan..., Amarillo... ¿Qué son esas absurdeces?
Yo no digo nada. Si digo que lo sabía, me come a mí.
—Vámonos de aquí —gruñe Kook finalmente.
Cuando salimos, es evidente que Victor se sorprende al ver el aspecto de Mike.
—Victor —digo—, no te preocupes y vete para casa. Ya vamos nosotros.
Una vez los tres nos metemos en el coche, Kook cierra de un tremendo portazo. Menudo cabreo que lleva el colega. Entonces, me mira y grita:
—¡¿Crees que todavía debo seguir fiándome de tu niño?!
Nuestro niño —corrijo.
Tu niño —insiste Kook.
Vale. Ya estamos como siempre. Cuando hace algo malo es mi niño, y cuando
hace algo bueno es nuestro niño. Pero no voy a contestar ni a entrar en provocaciones. Kook está muy nervioso, y está visto que, diga lo que diga,
me voy a llevar palos por todas partes, así que decido cerrar la boca.
Segundos después, Kook arranca el coche con rabia y conduce hasta casa. Nadie habla, y a mí no se me ocurre poner música. Ya sé que mi madre siempre decía que la música amansa a las fieras, pero creo que, en un momento así, es mejor que ni las fieras escuchen música.
Cuando llegamos a casa, los perros salen a recibirnos y, como puedo, los sujeto para que no se acerquen ni a Kook ni a Mike. No está el horno para bollos y, al final, saldrían ellos perjudicados.
Una vez ellos entran en casa, suelto a los animales y entro yo también. Jeen, que nos espera junto a Victor, al ver el aspecto del niño cuando entramos en la cocina, se lleva la mano a la boca y murmura:
—Ay, Mike, ¿qué te ha pasado?
Nunca ha visto al chico de ese modo, y yo, para intentar calmarla, digo mientras me quito el abrigo largo:
—Tranquila, está bien. Vayan a dormir, por favor.
Tras intercambiar una mirada conmigo, Victor agarra a Jeen del brazo y ambos desaparecen. Pobre mujer, ¡el disgusto que lleva! Sin lugar a dudas, la infancia de Mike se ha desvanecido de un plumazo, dejando ante nosotros a un adolescente conflictivo.
El silencio en la cocina es incómodo. Como diría mi padre, se corta el aire con un cuchillo. Lo que ha hecho Mike está mal, muy mal.
Kook abre el armario donde están sus medicinas y rápidamente destapa un bote y se toma una pastilla con un poco de agua. Eso me alerta. No es bueno para el problema de sus ojos. Sin duda, la tensión del momento le ha provocado dolor de
cabeza pero, cuando voy a decir algo, él mira al crío y pregunta:
—¿Para esto querías ir al cumpleaños de ese chico, Jackie Chan?
Mike no responde, y Kook, furioso, grita y grita y grita. Suelta por la boca todo lo que le viene en gana y más.
Ni se me ocurre decirle que baje el tono para que no despierte a Pipa o a los niños, ni tampoco que cambie su actitud. Sin duda, lo ocurrido es para estar así y, cuando ya ha dicho todo lo que tenía que decir, sentencia:
—Estoy decepcionado contigo. Mucho.
Dicho esto, se marcha y me deja con el crío a solas en la cocina.
La chulería inicial de Mike se ha disipado.
Sin duda, el pedal que llevaba se le ha bajado a los pies con la bronca de Kook.
Lo miro seriamente y él no me mira pero, cuando veo que palidece de repente, me apresuro a coger un frutero azul que hay vacío sobre la
encimera y se lo doy. Acto seguido, mi hijo vomita.
¡Joder, qué asco!
Sin embargo, como madre suya que soy, me levanto y le sujeto la frente. No puedo separarme de él a pesar del cabreo que llevo. ¡Es mi niño!
Cuando termina, le quito el frutero, con asquito lo llevo al baño más cercano, lo vacío y, cuando regreso, tiro el frutero con rabia a la basura. Luego
pongo agua a hervir y busco en el armario una bolsita de manzanilla.
Con el rabillo del ojo observo que Mike me mira. Está arrepentido. Lo conozco, y esa mirada y sus ojos caídos me lo hacen saber, pero no le hablo. No se lo merece.
Una vez el agua hierve, la echo en un vasito, introduzco el sobrecito de manzanilla y, dejándolo sobre la mesa, me siento frente a él y murmuro:
—¿Hace falta que te diga que lo que has hecho está mal?
El crío niega con la cabeza mientras mira el suelo. De tonto no tiene un pelo.
—¿Qué es eso de Jackie Chan? —pregunto a continuación.
No contesta. Yo no digo que lo sé porque Hana me lo dijo, y pasa de mí, pero insisto:
—Olvídate de ir al concierto de los Imagine Dragons. Lo que has hecho no tiene nombre, y lo sabes. Lo sabes perfectamente.
Mi parte de mamá pollo quiere abrazarlo y  acunarlo, pero mi otra parte de madre dolida me dice que no, que no debo hacerlo. Lo que ha hecho está mal y Mike debe entenderlo, como yo lo entendí cuando a los quince años tomé demasiado
tequila en el cumple de mi amiga Jessi.
¡Madre mía, qué pedal pillé por querer llamar la atención de un chico!
Recuerdo la reacción de mis padres. Mi madre gritaba, me castigaba, me regañaba, pero lo que realmente me impresionó fue la mirada y el
silencio de decepción de mi padre. Eso me dejó tan marcado que nunca más volví a beber sin conciencia como aquel día.
Y ahora, aquí estoy yo, haciendo lo mismo con Mike para intentar que comprenda que esto no puede hacerle ningún bien.
Durante un buen rato, ambos permanecemos en silencio y casi a oscuras en la cocina mientras él se toma la manzanilla. Pero, cuando veo que el color vuelve a sus mejillas, me levanto y digo extendiendo la mano:
—Dame tu móvil.
—No.
—Dame tu móvil —insisto.
Finalmente, me lo entrega. A continuación, sin quitarle el ojo de encima, digo:
—No sé quién es New ni por qué ahora te dejas llamar Amarillo o Jackie Chan cuando tú...
—Eso no es problema tuyo —me corta el mocoso—. Mis amistades son mías, y tú no tienes que decidir quién puede ser mi amigo o mi chico,
¡joder!
—Mike, ten cuidado con lo que dices y olvídate de esos amigos y de ese chico. No te convienen.
—Porque tú lo digas.
Su tono de voz, el modo en que me contempla y la agresividad que veo en su mirada me paralizan. Entonces, tras coger mi bolso, que está sobre una
silla, abro mi cartera, saco las entradas para el concierto de los Imagine Dragons y siseo rompiéndolas ante él:
—¡Se acabó! —Mike se queda boquiabierto.
Luego tiro los papeles a la basura y añado—:
Ahora ve a lavarte los dientes y a la cama. Sin más, salimos por la puerta de la cocina.
Entonces, veo luz bajo la puerta del despacho de Kook y digo:
—Vamos, sube a hacer lo que te he dicho. Mañana hablaremos.
Una vez veo que Mike sube y desaparece, me vuelvo y entro con decisión en el despacho de mi amor. Lo ocurrido esta noche no lo beneficia ni a él ni a sus ojos. Cuando se pone nervioso, le repercute en la vista, e irremediablemente me
preocupo.
Al entrar lo veo sentado ante su mesa. Su gesto no es muy conciliador.
Con decisión, camino hacia la mesa y pregunto:
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
Tiene en la mano un vaso de whisky y al recordar que un rato antes se ha tomado una pastilla, empiezo a decir:
—Kook, creo que...
—min —me corta—. No es el mejor momento para nada.
—Pero creo que...
—He dicho «para nada» —repite implacable.
Vale. Es mejor que me calle. Sin lugar a dudas, yo tengo parte de culpa en lo
ocurrido. Lo animé a que dejara a Mike un rato más, pero Kook también es culpable, ya que fue él quien dijo que podía ir a aquella fiesta. Ambos somos responsables de lo que ha sucedido, pero él ha de rumiarlo y darse cuenta de ello. Así pues, asiento, doy media vuelta y me acerco al minibar.
Saco un vaso, un hielo y me sirvo un dedito de whisky.
Con el rabillo del ojo observo que Kook me mira. Me observa. Me conoce tanto como yo lo conozco a él y sabe que tengo mil cosas que decir, pero aun así me aguanto y me callo. Me cuesta un horror, pero lo hago. Acto seguido, camino hasta el sofá que hay frente a la chimenea encendida y me siento de espaldas a él.
Si él no quiere hablar ni verme, no hablaremos ni lo miraré.
Así estamos un buen rato. Cada uno sumido en sus propios pensamientos y, al mirar hacia abajo, me horrorizo al ver la morcillita que se me marca
con pantalon. Rápidamente encojo la tripa y el michelín desaparece.
Tengo que perder esos cinco kilos ¡ya!
De pronto oigo que Kook se levanta y, aunque no lo veo, sé que se acerca a mí. Miro el reloj que hay sobre la chimenea. Son las dos menos veinte de la madrugada y todos en la casa duermen.
Los pasos de Kook se detienen detrás de mí. Imagino que me está observando e,
inconscientemente, vuelvo a meter tripa. Lo conozco, sé que necesita un rato para pensar las cosas y ya está calibrando su error. Al final se acerca al sofá y se sienta al otro lado.
Con todo lo cabezón y gruñón que es, en el fondo Kook es un hombre muy básico. Sé manejarlo muy bien, aunque en ocasiones, y aun sabiendo que vamos a discutir, no me da la gana de manejarlo.
Su mirada y la mía chocan. Sus ojos intentan provocarme para que diga algo, pero no... No, Iceman, he aprendido que callándome gano más que gritando. Le sostengo la mirada y finalmente él dice: —Perdóname. He pagado contigo lo que no mereces.
—Como siempre, soy tu saco de boxeo — siseo molesta.
Kook asiente, sabe que llevo razón.
—¿Me perdonas? —insiste.
No hablo. ¡Me niego!
Él deja su vaso sobre la mesita y me quita el mío de las manos. Me mira..., me mira..., me mira..., se acerca para besarme y, ¡zas!, mis fuerzas flaquean, y más cuando susurra:
—Claro que me perdonas, ¿verdad?
Interiormente sonrío. Sin que él se haya dado cuenta, esa batalla la he ganado yo consiguiendo que ya esté besándome y pendiente de mí.
Mi amor hace que todo yo vibre y, con ganas de que me siga, me levanto y doy un paso atrás.
Eso lo anima, así que se levanta y vuelve a acercarse a mí. Dejo que lo haga. Permito que se incline hacia delante y junte su frente con la mía. Accedo a que rodee mi cintura con el brazo y me acerque a él. Consiento que sus labios rocen mi rostro y me deshago cuando lo oigo susurrar:
—Pequeño...
¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
Puedo defenderme de jeon Kook mientras exista un palmo de distancia entre ambos. Gobierno mi cuerpo si no me roza, pero me deshago como un helado cuando me toca y me llama eso de «pequeño».
Sin hablar, mi amor grandote me iza entre sus brazos, y yo rodeo su cintura con las piernas y su cuello con las manos y lo beso. Lo beso..., lo beso y lo beso y, cuando por fin paro, lo miro a los ojos y pregunto:
—¿Te sigue doliendo la cabeza?
—No, cielo..., ya no.
Una de sus manos se mete por debajo de mi
liviano pantalón de algodón y yo me estremezco. Sin lugar a dudas, tratándose de sexo, Kook es mucho más fuerte que yo, y cuando agarra el pantalon y me lo quita y mis encajes de un tirón las rasga, mi loca excitación se redobla dispuesto a todo.
—Así me gusta más —afirma mi Iceman antes de morderme el labio inferior.
Mi respiración se acelera cuando me deposita sobre la mesa de su despacho. Como siempre, está recogida, no hay nada fuera de lugar. Nuestro beso prosigue mientras disfrutamos de esa loca seducción y sólo se oye el crepitar del fuego en la chimenea.
Nuestros cuerpos se calientan, se derriten ante nuestro contacto, y rápidamente le quito a Kook la camiseta gris que lleva. Beso su cuello, sus hombros, sus bíceps, mientras él me toca y me besa a mí. Con deleite, nos miramos. Nos comemos con los ojos, nuestras miradas nos excitan, y yo sonrío cuando él da un paso atrás,
desabrocha el cordón de los pantalones negros que lleva y éstos caen al suelo, seguidos segundos después por los calzoncillos.
Mi boca se seca.
Dios mío, ¡qué bueno está mi marido!
Ver la dura excitación de mi amor me trastoca, me quita el sentido, y Kook murmura tocándose:
—Todo tuyo, cariño.
Sonrío y trago el nudo de emociones que está a punto de ahogarme. Somos dos especímenes dignos de estudio. Siempre resolvemos nuestros problemas igual: ¡con el sexo! Quizá no sea la mejor forma, pero es nuestra forma. La de los dos.
Kook es mío. Todo él es mío y de nadie más, y lo sé. Por supuesto que lo sé.
Deseoso de mostrarle lo que es suyo, me quito la playera por la cabeza y, una vez ésta cae al suelo y meto tripa, soy yo el que susurra:
—Todo tuyo, corazón.
La respiración de mi alemán se acelera. La locura que sentimos el uno por el otro no ha disminuido ni un ápice desde que nos conocemos. Al revés, ha aumentado por la confianza que tenemos el uno en el otro para provocarnos.
Kook sonríe, mira mis duros pezones y, agachándose, da un lametazo primero a uno y luego al otro y, de un tirón, termina de romper el encaje para que quede del todo desnudo como él. Sé lo que quiere y él sabe lo que quiero...
Sé lo que me pide en silencio y él sabe lo que le pido...
Y lo mejor de todo es que sé que nos lo vamos a conceder gustosos una y mil veces...
Hechizado por el momento, apoyo los codos en la mesa y, con descaro y complicidad, abro las piernas lentamente para él, dejando el centro de mi
húmedo deseo a la vista. Kook lo mira y, con voz ronca, tentadora y sagaz, murmura mientras pasa el dedo por encima de mi tatuaje:
—Pídeme lo que quieras... —y mirándome finaliza—, y yo te lo daré.
—¿Lo que quiera?
Uf..., uf..., lo que se me ocurre.
Las comisuras de mis labios se curvan, las suyas también. El principio de esa frase y mi tatuaje definen nuestra maravillosa historia de amor.—
Lo mismo digo, Iceman —murmuro—. Lo mismo digo.
Mi amor sonríe. Retira lentamente los dedos de mi humedad y pide:
—Ofrécete a mí.
Excitado con lo que oigo, me tumbo de nuevo sobre la mesa, me acomodo, deslizo mis propias manos por mis muslos y, tras tocarlos y ver que mi alemán no me quita ojo, llevo mis dedos hacia los pliegues de mi vagina, me toco y siento lo húmedo que estoy. Mi amor, con su mirada, con su voz y con su petición, me pone a mil. Abro los pliegues de mi sexo y noto que estoy resbaladizo. Como puedo, dejo al descubierto mi botón del placer y al final susurro deseoso:
—Tuyo.
Mi loco amor asiente y, agachándose, saca la lengua y rodea mi clítoris con ella. Mi cuerpo reacciona rápidamente y me encojo. Kook sonríe y, privándome de cerrar las piernas, pone las manos en la cara interna de mis muslos, saca la lengua y me vuelve loco mientras la posa de nuevo en mi clítoris. A continuación, siento cómo su boca se cierra alrededor de él y me succiona.
Mi cuerpo tiembla. Me encanta que mi amor juegue de esa manera conmigo, y me abandono al placer mientras miro hacia la puerta, que no hemos cerrado con llave, y pido a todos los santos que nadie ose abrirla.
Durante varios segundos, la increíble boca de Kook permanece sobre mi sexo y, cuando por último la separa, suplico:
—Sigue, por favor..., sigue.
Con una cautivadora sonrisa, veo que vuelve a hundir la cabeza entre mis temblorosas piernas y comienza de nuevo a lamer. Cierro los ojos extasiado, llevo los brazos hacia atrás, me agarro al borde de la mesa y separo más los muslos para él.
El ritmo de Kook mientras me chupa me vuelve loco, y comienzo a temblar con violencia. Me gusta..., me gusta..., y mi cuerpo se contrae de
placer.
—Oh, sí..., sí..., no pares —consigo balbucear.
El placer aumenta, la locura se acrecienta, el espasmo se amplía mientras siento gustosas descargas eléctricas que me hacen jadear y gemir sin contención y un increíble orgasmo comienza a recorrer mi cuerpo desde la nuca hasta la punta de
mis pies.
Oh, Dios... ¡Qué gustazo! ¡Qué subidón!
Pero mi amor quiere más, desea más, y yo también. Y, cogiéndome en volandas, me levanta de la mesa, me lleva hasta la librería y, al tiempo que me apoya en ella, me besa con pasión. Acto seguido, con un movimiento de cadera, introduce
su erecto y ansioso miembro en mi interior.
De nuevo, me arqueo de placer. Kook es grande, todo en él es grande y, cuando mi vagina lo acoge, me vuelvo loco al oírlo gemir y ver cómo él mismo se muerde el labio.
Lo miro extasiado. Es tan sexi... Lo quiero tanto...
Segundos después, comienza a moverse, primero lentamente y, cuando está por completo hundido en mí, su ritmo se acelera. Como puedo, murmuro:
—Mírame..., mírame...
Mi amor me mira, hace lo que le pido, y siento que nuestros ojos arden de pasión por lo que hacemos y disfrutamos. No puedo moverme, Kook me tiene arrinconado contra la librería y sólo puedo recibirlo, jadear y disfrutar. Mis gemidos y los suyos llenan el silencio del despacho mientras una y otra y otra vez se hunde con fuerza en mí y yo lo animo a que continúe haciéndolo.
Soy tan suyo como él es mío.
Nuestros momentos de sexo, solos o en compañía, son increíbles. Los disfrutamos. Los vivimos. Los deseamos. Nos implicamos al cien por cien sin vergüenzas. Nada existe en ese mágico instante excepto nosotros dos. Cuando al
fin la lujuria nos hace temblar al unísono, Kook se introduce una última vez en mí jadeando con voz ronca y luego caemos el uno en brazos del otro agotados.
La respiración agitada de los dos resuena en el despacho y, pasado medio minuto, susurro:
—Cariño..., me estoy clavando el canto de un libro en la espalda.
Rápidamente Kook reacciona, me aparta de la librería, me mira y pregunta:
—¿Todo bien?
Asiento y sonrío. Mi marido y yo lo arreglamos todo con sexo. Como nos gusta.
Adoro que me pregunte eso siempre que mantenemos relaciones sexuales. Eso significa que sigue preocupándose por mí como el primer día, y no quiero que deje de hacerlo.
Cuando, instantes después me deja en el suelo, camino desnudo hacia el minibar. Allí tenemos agua, abro una botellita, doy un trago y después se la entrego a él para que beba.
Pobrecito mío, cómo suda; cualquier día se me deshidrata con el esfuerzo.
Entre risas, nos vestimos y le enseño mis encajes. No gano para ropa interior con él. Es parte de nuestro juego, y quiero que siga siéndolo. Cómo me pone su gesto cuando me las arranca. Diez minutos después, entramos en nuestra habitación y, abrazados y sin hablar en ningún momento de Mike, nos dormimos. Necesitamos
descansar.
Cuando me despierto, como casi siempre, estoy solo en la cama. Miro el reloj digital que hay sobre mi mesilla. Las 9.43.
Me desperezo y hago la croqueta sobre el colchón. Cómo me gusta revolcarme en nuestra enorme cama. Sonriendo estoy cuando de pronto recuerdo lo ocurrido la noche anterior con Mike y doy un salto. No quiero ni imaginarme lo que puede estar ocurriendo entre él y Kook.
Ay, mi niño..., ay, mi niño, que me lo come. Me lavo los dientes, la cara y, sin ducharme, por las prisas, me pongo el pantalon de algodón que llevaba ayer, me calzo mis botas de andar por casa, cojo mi móvil y salgo a toda leche de la
habitación.
Antes de bajar, paso por la habitación de Mike para ver si está y, al abrir, me quedo boquiabierto al verlo a él y a Kook sentados en la cama hablando.
—¿Qué ocurre? —pregunta mi amor, levantándose alarmado al ver mis prisas.
Con el corazón a punto de salírseme por la boca, entro en el cuarto y murmuro cerrando la puerta:
—Nada.
Kook vuelve a sentarse en la cama y, tras observarme con detenimiento, dice:
—¿Acaso crees que lo voy a matar?
Joder..., joder... ¿Cómo puede conocerme tan bien?
Sin embargo, sonrío disimulando y, mientras miro a Mike, que tiene una pinta desastrosa, pregunto:
—¿Cómo te encuentras?
El crío me mira y veo en sus ojos que Kook ya le ha cantado las cuarenta.
—Bien —dice.
Mi alemán coge mi mano, me sienta sobre sus piernas y, cuando voy a decir algo, Mike sisea:
—min, papá ya me ha dicho todo lo que tenía que decirme.
¡Ay, madre!
Se me encoge el alma.
Mike lleva sin llamarme min desde que nació el pequeño Kook y, cuando voy a decir algo, mi amor se levanta y, cogiéndome con fuerza de la mano, dice:—
Mike, vístete y luego baja. Hoy vas a bañar a Bam y Camaron. —Al oír eso, el niño se dispone a replicar, pero Kook lo corta—: Y, como ya te he dicho, no quiero ni una sola protesta, ¿entendido?
Todavía sorprendido por lo que Mike ha dicho, salgo al pasillo con Kook y él; al ver mi desconcierto, dice sin soltarme:
—Cariño, respira tranquilo. ¿Qué te ocurre?
Hago lo que me pide y, cuando expulso el aire, murmuro:
—Me ha llamado min, Kook... No me ha llamado «mamá».
Veo que asiente y sacude la cabeza.
—Tranquilo. Mañana te volverá a llamar «mamá».
Como puedo, digo que sí, pero igual que me ocurrió años antes, el corazón se me acaba de descuajeringar al sentir que mi mexicano alemán está dejando de quererme.
Decido ir a dar saltos con la moto, pero Mike no quiere venirse conmigo. Cuando regreso, estoy hambriento, abro la nevera, veo uno de los paquetes de kimchi del rico que mi padre me envía y me pongo morado. ¡Dios, qué bueno está!

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