Capítulo 50

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Los lunes, miércoles y viernes me sentaba en la esquina del consultorio de mi padre para observarlo. O mejor dicho, observar a sus pacientes. Los martes, jueves y sábados era el turno del rincón del consultorio de mi madre. Y domingos... mi día favorito, no, no porque podía dormir hasta tarde o porque podía ver televisión todo el día, de hecho eso no me interesaba, el día domingo era mágico porque aunque mis padres se esforzaban en planear un día familiar, con parrillada y juegos de mesa, ese plan rara vez se llevaba a cabo, porque rara vez no terminábamos en urgencias. Ese lugar era un caos con orden. Mis padres permitían que me quedara en una esquina observando a los pacientes y a los doctores, veía como hacían suturas y yo intentaba imitar los movimientos tan ágiles una y otra vez. La sangre era algo que nunca me había dado asco, ver miembros mutilados tampoco, ni siquiera la vez que vi a una señora con la mano dentro de una licuadora, la pobre sólo quería prepararse un batido, las almendras se trancaron entre las cuchillas y aunque ella la apagó antes de meter la mano, la licuadora se encendió cuando ella por accidente presionó el botón con la otra mano. ¿Por qué no utilizó una cuchara? Meter la mano es antihigiénico y provoca mutilaciones involuntarias.

No pienses que mis padres eran malos padres. En realidad ellos querían que yo jugase con los carros o los rompecabezas que me compraban, pero eso era tan aburrido. Recuerdo la primera vez que fui a la sala de urgencias, tenía cuatro años, de hecho era el día de mi cumpleaños, sigo creyendo que fue el mejor regalo que mis padres pudieron darme. Yo tenía una fiesta, una gran fiesta, con piñata, trampolín, títeres y un gran, gran pastel de chocolate con fresas y almendras, pero antes de llegar a la recepción mis padres recibieron la llamada de su jefe y no tuvieron tiempo de llevarme a mi propio cumpleaños, así que me dejaron con una enfermera, yo la conocía, se llamaba Lizzie, se llamaba. Murió hace años, fue a escalar con su prometido y cayó de aproximadamente seiscientos metros, ni el mejor médico podía salvarla, ni siquiera Dios... aunque yo nunca había tenido la mejor relación con Dios. Lo nuestro era complicado, algunas veces él no creía en mí y otras veces yo no creía en él. Sabía que estaba allí, observando, posiblemente pensando que cometió un error enorme al darle este don a alguien como yo, pero debo decir que mi índice de mortalidad era bajo, esperaba estar devolviéndole el favor salvando la vida de sus torpes criaturas, porque los accidentes ocurren; tú puedes ir por la vereda sin infringir la ley, pero un idiota lanza un ladrillo desde el sexto piso y no es culpa tuya, es solo tu mala suerte, el ladrillo cae sobre tu cabeza partiéndote el cráneo y bueno... algunas veces Dios no quiere que te salves. Pero hay otro porcentaje de personas que coquetea con la muerte a diario al no ponerse el cinturón de seguridad o al no utilizar el casco o al no abandonar a ese imbécil que te golpea cada noche porque cree que nunca tendrás el valor para abandonarlo, porque él te hace tener miedo.

En fin. Recuerdo que Lizzie me sujetaba de la mano e intentaba que yo no viera lo que hacían en la sala de urgencias, pero el caos era tan grande, había tantos accidentados, gente agonizando y sangre por todas partes que el menudo cuerpo de Lizzie no era capaz de esconder todo eso de mí. Cuando volví a casa con mis padres esa madrugada, pregunté qué era ese lugar donde habíamos estado desde las dos de la tarde hasta las dos de la mañana, ellos dijeron: »Se llama sala de urgencias, hijo, allí van personas lastimadas para que mamá y papá los curen«. ¡Hubieran dicho que era el paraíso y yo les hubiera creído!

Entonces, cuatro años y yo conocí la sala de urgencias. Podría decir que todo comenzó allí, de la mano de esa bonita enfermera de cabello castaño y ojos marrones. Y sí, todo empezó allí. Pero fue en segundo grado cuando todo empezó a salirse de control.

—¡Tony!

La voz de la maestra era chillona y molesta, hablaba como si quisiera que la directora la escuchara regañándome. Las clases me aburrían, así que en vez de copiar lo que había en el pizarrón, anotaba en mi cuaderno todo lo que vi el domingo dentro de urgencias o anotaba las preguntas que quería que mis padres respondieran sobre sus pacientes. En los exámenes siempre hacía un total de puntos y cada vez que alguien hacía una pregunta yo respondía, por más que no me dieran la palabra. Era maleducado, honestamente, Oliver siempre me reprochaba eso.

-¿Lo prometes? -Lo prometoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora