Cap. 44 Interrogatorio

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Las ojeras de Calum delataban su desvelo. Bostezó antes de levantarse, decidido a no perder más tiempo.
Tocó a la puerta de Ross recibiendo sólo silencio a cambio. Supuso entonces que el rubio seguía dormido, y prefirió dejarlo descansar tanto como pudiera antes de estresarlo de nuevo al grado en que su cabeza estuviera a punto de estallar. Ross era de los que sentían con el alma y con cada partícula de su cuerpo, de los que a cada palpitar la emoción les carcomía.
Y en casos como este, eso sólo significaba problemas.

Con un suspiro cansado Calum se alejó de la habitación. Fue como si una voz en su cabeza lo dirigiera, sabiendo lo cansado que se hallaba su cerebro para actuar por sí solo.
Así que aquella voz lo llevó a la cocina, y le recordó cómo preparar café. Le dijo que sería buena idea llenar todo un termo y compartirlo con el resto. Sería un día largo, y el café no bastaría, pero era mejor que nada. Se quemó la mano al menos dos veces, y luego de sentir punzadas de dolor y maldecir al viento, volvía a sumirse en una especie de ensoñación en la que pensaba y soñaba sin hacer ninguna de esas dos cosas realmente.
No despertó de verdad sino hasta que Raini se levantó y preguntó por Ross.

—Su cuarto está vacío.—dijo, y Calum se quemó por tercera vez esa mañana, importándole, por mucho, menos que el resto.

Llegó en un dos por tres a la habitación del chico con la esperanza de encontrarlo bajo las sabanas o sorprenderlo orinando en el baño, pero no había rastro de él.

—¡Cariño, encontré algo!—exclamó Raini desde la cocina, refiriéndose a una nota pegada en el refrigerador por la que Calum se golpeó mentalmente. Debió haberla visto antes.

La nota estaba firmada por Ross, y sin duda había sido escrita a la carrera.

—¿Está dónde creo que está?—preguntó.

Raini asintió levemente.

—Se fue hace una hora.

•••

Aunque Ross desconocía cuánto tiempo llevaba esperando, sabía que era mucho. Había restregado ambas manos sudadas en sus jeans al menos ocho veces, e iba de aquí para allá a lo largo de los escasos 5 metros que medía aquella sala de espera. Era bueno ignorando a las personas a su alrededor, pero era diferente cuando se trataba de ignorar a sus propios pensamientos. Aveces odiaba en serio cómo funcionaba su mente.
Y odiaba cómo funcionaba el tiempo, tan testarudo, que en ocasiones avanza rápido y en otras no podía ir más lento.

De pronto, el corazón de a quien fuera que Ross le estuviera rezando se ablandó, y el chico escuchó por fin a alguien gritando su nombre.

—Soy yo.—respondió levantándose rápidamente.

—Acompañeme.—pidió la oficial.

Ella lo llevó hasta una puerta que cruzaron para encontrarse con un largo pasillo con más puertas a los lados. Ross se preguntó en cuál tendría que entrar y las contó una a una hasta la número siete, donde se detuvieron. En esta se leía "Oficial Wallace". La mujer tocó, Ross supo que no era la primera vez que lo hacía, sino que lo había hecho muchas veces antes; que había llamado a esa puerta en tantas ocasiones que intentar recordarlas todas sería inútil. Entendió que Laura no era la primera chica perdida, y tampoco la última; que esto pasaba todos los días aunque Ross no se enterara y que a pesar de ser la mayor tortura que había experimentado y de sentir que nunca nadie podría sentir lo que él, muchas más personas lo sufrían también. Laura era, para el resto, una desaparición más y ya.

Y al pensar en a cuántos encuentran realmente, se le hizo un nudo en el estomago.

Un policía no más alto que Ross abrió desde el otro lado, seguramente él era el tal Wallace. Miró al rubio un momento y entonces pidió a la mujer que se fuera, mientras que a Ross lo invitó a pasar cerrando la puerta tras de él. Algunos pasos después se encontraba un estante con montones de cajas y carpetas y delante de este había un escritorio, con una silla de piel detrás y dos de plástico al frente.

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