UN FANTASMA

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Corro sin parar ni un segundo a descansar. Siento que el corazón se me va a salir del pecho, tengo la boca seca y estoy empezando a sudar, y mucho... Espero haberme aplicado suficiente desodorante esta mañana.

Avanzo por las calles a toda prisa, porque tengo que llegar a mi edificio antes de las 21.05 h y montar en el ascensor, en el de la derecha.

Cualquiera que me esté viendo se dará cuenta de que el deporte no es lo mío. Aún así, lo doy todo, mientras torpemente esquivo niños, ancianos, perros, sus dueños... ¡Ay! Pero no sus heces. Acabo de pisar una mierda. Bueno, dicen que da suerte.

Lo que más me ralentiza es tener que cargar con mi monstruosa mochila, en la que llevo: su novela, los apuntes y los libros de Psicología de la Educación e Historia Universal, y un ordenador portátil que pesa como si estuviese hecho de ladrillos. No sé muy bien si soy yo quien lleva la bolsa o es ella la que me lleva a mí. Cada vez que doy una curva se balancea fuertemente y logra desequilibrarme. Hasta ahora he controlado estas bruscas sacudidas, pero en cualquier momento caeré de morros contra el suelo y me quedaré sin dientes en medio de la calle. Lo veo venir.

Ya me falta muy poco para llegar. El reloj de la farmacia que hay a unos treinta metros de mi casa marca las 21.03 h. Esprinto hasta el portal y... ¡Mierda! ¡Las llaves! Se me ha debido de olvidar cogerlas esta mañana. No me queda otra que llamar al timbre.

—¿Diga? —Es Maria. Lo que me faltaba.

—¡Maria! ¡Yo! ¡Ábreme!

—¿Andrés? —deduce. Pero no me abre—. Una cosita, por casualidad...

—¡No! ¡No hay ningún paquete con bragas sexis en el portal! —grito. Hoy no me importa llamar la atención de la gente.

—Mis braguitas ya están en casa y lo sabes. Yo te iba a preguntar a ver si has comprado pan, porque dice Verony que...

—¡¡¡Abre ya!!! ¡Es urgente!

Consigo que me haga caso, corro a los ascensores y pulso el botón para llamarlos. ¡Sí! Se ha abierto el de la derecha, nuestro ascensor. Monto en él y, agotado, me dejo caer sobre la pared frontal.

—Misión cumplida, Andrés. —Cojo una gran bocanada de aire—. Puaj... ¡Qué asco!

Huele a cuadra. Recuerdo que he pisado una cagada de perro y que he sudado más que un gorrino al sol, lo que revela el origen del hedor.

—¡Hola! —me saca de mis pensamientos mi vecino pequeño del séptimo al entrar en el ascensor.

Tiene unos diez años, lleva una mochila y viste ropa deportiva. Debe de venir de practicar algún deporte escolar.

—¿Qué haces aquí? —pregunto y pongo la mano en el sensor que evita que las puertas se cierren.

Él no puede montar. No ahora. Tengo que estar a solas con ella. ¡Es nuestro encuentro del día!

—Voy a casa. —Sonriente, pulsa el botón de la planta siete.

—Pero... no debes usar solo el ascensor —busco excusas para echarlo—. Eres muy pequeño. Tienes que ir con un adulto.

—Voy contigo —lo soluciona.

—Ya, pero... —Cambio de estrategia—: Bien, vale. Te felicito. Me gusta ver personas tan valientes como tú.

—¿Valientes?

—Sí. Ahora poca gente se atreve a montar en este ascensor. Ya sabes. Desde que se estropeó y cayó sin frenos con la señora Rodríguez dentro... —Niego con la cabeza y me llevo las manos al pecho—. Pobrecita. Que descanse en paz.

69 SEGUNDOS PARA CONQUISTARTE (EN LIBRERÍAS Y WATTPAD)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora