II

1.5K 36 0
                                    

Ajeno a lo que pasaba por la mente de Ariana, el vecino cañón dejó de pedalear. Ella giró el telescopio para volver a echar un vistazo a la fachada del edificio. Más allá de su balcón, la ciudad se animaba para recibir la noche. Si se recostaba y miraba hacia abajo, podía ver a la gente entrar y salir de las tiendas, comer en las terrazas de los restaurantes o hacer cola para sacar las entradas del cine que había en la esquina del bloque.

Su apartamento, situado en un sexto piso, se encontraba justo en la zona norte del centro de Dallas, guarecido por los enormes rascacielos que dominaban el norte del cielo de Texas. Ariana decidió centrarse en el apartamento que se encontraba justo enfrente del suyo para comprobar si alguno de sus vecinos conocidos había vuelto ya a casa.

Aunque la costumbre de espiarlos había comenzado, de modo accidental, apenas hacía unos meses, Ariana ya se había encariñado con muchas de las personas que vivían en el edificio del otro lado de la avenida. De forma algo curiosa, se sentía como su guardiana, siempre atenta para cerciorarse de que todo iba bien, hasta tal punto que una vez había llegado a llamar a la policía cuando creyó que alguien estaba en peligro. Por supuesto, la llamada la hizo desde una cabina en la calle.

Efectivamente, se trataba de la joven pareja de salidos que vivía en el quinto. Estaban en la cocina preparando la cena, algo que Ariana ya reconocía como uno de sus rituales de estimulación erótica de la tarde. Por su parte, el dominador -el inquilino del ático- no había llegado aún. Ariana frunció el ceño y se preguntó si estaría de viaje otra vez, como ocurría con frecuencia últimamente, y casi deseó que se hubiera mudado, pues si bien sus aventuras sexuales la dejaban muy intranquila, no podía evitar mirarlas.

Al contrario que los balcones de los apartamentos de enfrente, que eran enrejados, el de Ariana constaba de un sólido muro de ladrillos. No lo había decorado con plantas colgantes, ni con adornos móviles o cualquier otra cosa que pudiera llamar la atención. Lo único que albergaba aquel espacio era un altísimo ficus con cientos de grandes hojas oscuras que la suave brisa de septiembre solía mecer y que le servían fundamentalmente para camuflar el telescopio. Ariana acostumbraba a llevar pantalones holgados negros y un jersey fino del mismo color porque la hacían parecer más delgada y también porque contribuían a que su silueta quedara difuminada entre las sombras.

Una suave racha de viento nocturno le colocó un mechón de cabello castaño sobre los ojos. Ariana se lo retiró con impaciencia y lamentó no haberse hecho una coleta para recoger todos aquellos rizos que le llegaban a la altura de los hombros.

Le temblaban las manos y notó la oleada de excitación en el estómago que aún le duraba de la fantasía de la sesión de gimnasia. Por mucho tiempo que llevara observando a sus vecinos a escondidas, le ocurría lo mismo cada fin de semana: la emoción no desaparecía jamás.

Fueron llegando a sus casas más inquilinos, que iban encendiendo las luces al entrar. La lisa fachada del edificio de enfrente parecía un tablero de ajedrez, con unos cuadrados que se alternaban así en blanco y negro. Ariana giró cuidadosamente el telescopio para tratar de encontrar algo de actividad.

La señora del cabello azul -la anciana del cuarto- llevaba enferma algún tiempo, de modo que Ariana se alegró al ver que aquel día se sentía con fuerzas para invitar de nuevo al grupo que solía reunirse en su casa los viernes por la noche para jugar al bridge. En la mesa de la sala de estar había otras tres señoras que charlaban mientras echaban la partida de cartas.

Comprobó de nuevo la situación en el apartamento de los salidillos.

- ¡Vaya, vaya, chicos, sí que están preparando un festín de gourmet, sí!

Una chica mala ➡️ Harry Styles ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora