Capítulo 40

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Sábado 15 de julio de 2017, cuarenta y tres días después.

La vida no era justa, lo sabía desde hacía cuarenta y tres días. El cáncer te quitaba cosas y te obligaba a aceptar otras, quisieses o no. Pero ¿por qué también la hacía elegir? ¿por qué también la cargaba con esa decisión? ¿Por qué le quitaba la libertad que quería y la obligaba a aceptar la que no quería? O todo o nada, pero no eso. No era malditamente justo.

Inconscientemente y sin apartar la mirada del espejo se llevó una mano al pelo. Tras acariciarlo un mechón quedó entre sus dedos. Entre las lágrimas una mueca se dibujó en su rostro. Había dolido. No era culpa de estar tumbada, no era culpa de las coletas, en ese momento lo entendió. Su cuero cabelludo dolía porque su pelo estaba muriendo.

Se obligó a fijar de nuevo los ojos en los objetos que descansaban en el fregadero. Podía parecer una decisión completamente trivial, un problema sin importancia. Al fin y al cabo, solo era pelo y se encontraba luchando por su vida. Isa se sentía culpable, culpable por preocuparse tanto por una cosa tan nimia cuando tenía problemas inmensurablemente mayores. Culpable por sentirse culpable. Culpable por sentir tanto miedo por algo aparentemente tan sencillo. Solo tenía que escoger entre las cuatro opciones. No era tan complicado, o eso se decía. No era cierto.

Tenía que escoger como verse a ella misma, como sentirse, como ser vista y percibida por los otros. Aunque tuviese cuatro opciones, no tenía opción. Debía escoger, el cáncer se había asegurado de ello. Era una libertad obligada ¿era entonces libertad?

No.

La primera opción que descartó fue justamente la primera. Su densidad de pelo había disminuido considerablemente, en la zona posterior a la frente apenas quedaban cuatro pobres cabellos. La hacía sentir vieja, enferma. Fea. No era una opción.

La segunda opción fueron los gorros y diademas. El dilema del poco pelo seguía allí, además, seguiría cayendo irremediablemente. ¿Por qué molestarse en obligarse a aceptar un nuevo aspecto físico si este no duraría ni cuatro días y además iría a peor?

Eso la dejaba con una sola opción.

Temblando alargó la mano hacía la máquina. Hannah la conectó a la corriente por ella. Con una sonrisa de entendimiento le dedicó un ligero y casi imperceptible movimiento de cabeza, estaba allí con ella.

Con el cuerpo tembloroso, los ojos hinchados clavados en el espejo encendió el aparato, seleccionó la máxima rasuración y con un movimiento sorprendentemente firme se la llevó a la cabeza.

Un grueso mechón cayó al suelo.

Y luego otro.

Y otro.

Y otro más.

No vaciló. No apartó la mirada. Solo siguió cortando hasta que no pudo más. Aún así siguió intentándolo, aún quedaba pelo. Aún seguía allí. No podía seguir allí. Tenía que quitarlo. Sacarlo todo de golpe. Era la única opción. La única opción, pero la máquina no cortaba más. No cortaba más pero allí seguía habiendo una pequeña capa de pelusilla. Y no la conseguía eliminar.

—Joder —murmuró entre dientes. Las lágrimas ya no eran de tristeza, de miedo, sino de frustración, de rabia. Apretó más la máquina contra su cuero cabelludo. Era completamente inútil, pero siguió apretando, más y más. No podía. No podía. Tenía que quitarlo todo. Todo. Sus movimientos eran rápidos, furiosos, secos. No estaba consiguiendo nada, pero siguió una y otra vez. Una y otra vez. Tenía que quitárselo. Tenía que cortarlo.

Una mano se posó encima el aparato.

—Para.

Isa no miró a Hannah. En ningún momento había apartado la mirada del espejo. Se negaba a observar las caras de las dos chicas, a ver la corona de pelo que descasaba a su alrededor. Todo su pelo, desaparecido en un chasquido. No se atrevía a mirar, a la vez, el enojo se lo impedía.

La habría ignorado, presa de la inercia, si esta no hubiera colocado una mano encima la máquina. Un dedo rozó su cabeza ya casi calva. Isa se estremeció, bajó el brazo como si fuera un autómata.

—Ahora vuelvo, te ayudaré a eliminar esa pelusilla.

Esta vez tampoco emitió palabra. Aunque hubiese querido tenía la garanta demasiada cerrada como para decir nada.

El tiempo pasó eterno y efímero a la vez. Atemporal. Podrían haber pasado milésimas de segundo o siglos. Eones. No tenía ni idea de cuanto transcurrió. Absolutamente ni idea.

Su cabeza iba a mil por hora, pero a la vez no estaba pensando en nada. Solo se contemplaba en el espejo sin realmente asimilarse.

Reaccionó cuando Hannah volvió a entrar en el baño. Traía una maquinilla de afeitar. Isa dejó que le rasurara la cabeza. Ninguna dijo nada hasta que Hannah terminó.

—Ya está.

Y en ese momento fue cunando su consciencia se reactivó. Cuando se vio por primera vez en ese maldito espejo.

Calva.

Calva.

Calva.

De sus ojos, aún vidriosos, volvieron a emerger nuevas lágrimas. Y lloró. Lloró su pelo, su aspecto perdido. Lloró los cambios, el miedo, el cáncer, el dolor. Lloró. ¿Por qué evitarlo? Llorar liberaba.

—¿Has visto nunca uno de esos videos donde un hijo, una amiga o quien sea afeita a un ser querido y de sorpresa también se rapa a si mismo? Lo habría hecho, pero me es un poco difícil, ya sabes —comentó mientras se pasaba la mano por su cabeza.

Aún entre las lágrimas, Isa soltó una risilla.

—Gracias.

—Gracias

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