Capítulo 4

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Lunes 5 de junio de 2017

La chica de las sonrisas maliciosas se encontraba arrodillada en el suelo. Isabella tardó un par de segundos en entender lo que le estaba pasando.

Se encontraba curvada hacia delante, como si no pudiese mantenerse erguida. Por su mente pasó la imagen de una amapola, tan bella pero frágil que no se podía sostener por ella misma.

Los cables, que surgían de debajo su sencilla camiseta negra y la conectaban al pie de gotero levantaban ligeramente la parte inferior de esta, revelando un pequeño trozo de piel enfermizamente lívida. Toda ella estaba pálida. Excesivamente pálida, pero en cambio, sus mejillas lucían completamente rojas mientras que sus oscuros ojos brillaban. Cristalizados. Estaba intentando no llorar, de frustración. De rabia. Era una pintura de brillantes blancos, rojos y negros.

Definitivamente, la palangana rosa que sujetaba con fuerzas no pegaba en el cuadro.

Isabella contempló por primera vez el rostro que se ocultaba bajo la mascarilla. Tenía unos labios finos que habían perdido gran parte de su color y que por primera vez des de que la había visto no mostraban una sonrisa. Estaban entreabiertos, expectantes.

Toda ella se estremeció cuando una arcada le subió por la garganta.

El vómito surgió con fuerza de entre sus delicados labios, que se limpió con la muñeca en un violento gesto antes de apoyar la cabeza en el borde de la palangana. Exhausta. Giró la cabeza con una brusca lentitud, clavando sus ojos en Isabella, que se había quedado plantada en la puerta creyendo que su presencia había pasado desapercibida.

—Vete —gruñó.

El estremecimiento que seguidamente la recorrió, seguido del asqueroso sonido y olor del nuevo vómito, hizo que Isabella se alejara rápidamente. Incapaz de presenciar tal escena de nuevo.

 Incapaz de presenciar tal escena de nuevo

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—Isabella. Tesore. ¿Qué te pasa? ¿Estás nerviosa?

Ella negó ligeramente con la cabeza un par de veces, ajena al mundo. No se podía sacar de la mente a la chica. Su rostro, de un brillante rojo. Sus mejillas, extremadamente hinchadas. Sus ojos, cristalizados. Su cuerpo, débil y enfermo, incapaz de sostenerla. No se quitaba de la cabeza la blancura que había invadido sus manos cuando sujetó con fuerza la palangana. Ni los estremecimientos que la habían recorrido. Tampoco la feroz mirada que le había dedicado.

Había dado un par de vueltas por el hospital antes de volver a la habitación. Sabía perfectamente que era un libro abierto para sus padres y no quería que la viesen así. Nerviosa. Angustiada. Desconcertada. Extraña.

Miles de extraños sentimientos le recorrían el cuerpo. Se sentía ajena al mundo, decaída. Pero tampoco podía explicar el motivo concreto. No podía darle nombre al estado en el que se había sumido.

Ver a la chica que le había parecido tan fuerte -segura- derrotada, le había dejado un extraño sabor de boca.

—Isabella. ¡Isabella! —gritó su madre, algo desesperada—. ¿Me estás escuchando? —ella asintió ligeramente—. En la ducha. Ya. Tienes media hora hasta que vengan a buscarte. ¿Por qué nadie me escucha?

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