1. Verano de lluvia

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Capítulo I

Verano de lluvia

El día es una mescolanza con nubes espesas en tonos grises. Una anomalía que considerar en esta época del año cuando normalmente el sol eminente predomina al alzarse bien temprano por la mañana para calentarlo todo.

Acostumbrada al clima tropical, la sequía es de esperarse en este mes de abril, al igual que el follaje todo marchito de la montaña, a las escapadas playeras que se dan a las afueras de la ciudad, y a las falditas cortas paseándose por las calles en esos momentos de receso, donde la aburrida chaqueta ejecutiva es lanzada sobre el respaldo de la silla ortopédica de la oficina, en tanto se va por algo de comer. También al rose calentito que debería percibir del cristal cuando se está junto a la ventana como lo estoy yo en este momento, escudriñando con pesar la monumental nube grisácea desplazarse por las copas de las montañas tan colmadas de frescura como de apariencia sombría. Pero la historia es otra:

El ventanal entero se encuentra helado, la gente que se vislumbra allá abajo caminando por la calle va en su mayoría ataviada de ropa hasta los tuétanos, y mi tan atesorada y ansiada ida a la playa está a punto de convertirse en un cuento chino.

¿Qué diablos se supone que deba hacer ahora?

Mi escapada playera estaba yendo de viento en popa hasta hace una semana. En el reporte climatológico de la tele aseguraron con rotundidad que este fin de semana se acabarían por completo las lluvias.

Llevo meses sin ir a echarme un chapuzón salado de esos que te quitan las malas rachas. Ya me podía ver tumbada en la arena con un libro entre las manos. Iba a ser la ocasión perfecta para comenzar a leerme uno y retomar mi viejo hábito. Desde que empecé a trabajar no me da chance de hacer mucho. Para cuando llega la hora de ir a la cama caigo como una bebé en sus primeros días de vida.

Mi frustración se ve tajada por el parpadeo de un relámpago que me deja atontada por unos instantes. Profiero un gruñido gutural, disponiéndome a ordenar las últimas carpetas que faltan antes de echarle un último vistazo de resentimiento a los nubarrones cargados de agua en el cielo.

Junto las carpetas golpeándolas levemente contra la mesa y me dirijo a la oficina que colinda con esta, al tiempo que el estruendo de la centella hace estremecer los cristales del edificio justo cuando entro por la puerta.

Dos escritorios grandes y viejos de caoba con dos sillas negras ortopédicas a juego; un porrón blanco con una flor lavanda de plástico; un recuadro abstracto en la pared pintado de naranja y rosa; y una espectacular vista panorámica marcan la diferencia de una oficina de chicas con la de dos señores mayores ubicada a tres de esta.

—No voy a cancelar el viaje —reniega Olga viendo el computador. Por un momento pienso que le habla al teléfono, pero luego me doy cuenta de que me está hablando a mí.

—Y qué piensan hacer, ¿venirse cascada abajo?

—No me interesa —profiere mirándome como una histérica, dejando caer con fuerza sus dedos encima del teclado—. Si eso significa acampar en la montaña porque es el fin de semana de fin de mes, por mí estará bien. Dame esos papeles que cargas —me ruge.

Es una costumbre segura de la gente mayor hacer planes importantes el último fin de semana de cada mes en esta ciudad. Si me preguntan las razones... Pues, vaya a saberlo usted. Puede que sea por el cobro; cosa de la que carezco por ser una pasante, o puede que forme parte de un perfecto pretexto para salir más temprano estos viernes de cada fin de mes. No estoy segura, pero a mí la bendita costumbre se me ha pegado.

—Es nuestra primera verdadera salida juntos. Me importa un comino si eso significa coger un resfriado, enfermarme y terminar en un hospital. Él no ha mencionado nada con respecto a cancelarlo; yo tampoco lo haré —estira la mano sin despegar los ojos de la pantalla. Mueve los dedos sobre el teclado de manera exasperada, mientras que, con la otra, archiva las carpetas que le acabo de entregar.

SPERO - Piso1 Cuerpo ✔Where stories live. Discover now