11. Lejos

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Capítulo XI

Lejos

Tartén:

El clima luce templado a mi parecer, porque si bien no puedo sentirlo en la piel ni olerlo con mis fosas nasales es como si de hecho así lo fuera. Tan sólo con verlo mi mente logra hacer todo el trabajo.

Contemplamos los dos en silencio el océano atlántico desde las verticales. El sonido de la brisa que proviene del lado este azota la extensa planicie sobre la que estamos pisando, siguiendo su recorrido por el mar azul que yace a 200 metros al pie de la majestuosa pared de piedra negra. El viento, a razón de su sonido, debe tener una velocidad formidable a pesar de que mi larga chaqueta de cuero negro permanezca inerte, tal como lo hacen las ropas de él y los cabellos en nuestras cabezas.

—Sólo restan horas, Tartén —me dice sentándose cerca del borde del acantilado. Yo permanezco detrás de él a unos dos metros de distancia.

—Sí, mi señor.

—No quiero impuntualidades —se vuelve a mí con gesto desafiante.

—No las habrá, señor; están preparados. Se lo aseguro.

Con satisfacción en el rostro vuelve la vista de nuevo al océano intranquilo. Permanezco mirando el mar y saboreo el sonido de las olas que chocan con los peñascos allá abajo. Cierro los ojos como si la brisa me rozara, pero pasa a través de mí y yo me vuelvo parte de esta.

— ¿Te gusta aquí, Tartén? —inquiere sin volverse.

—Es magnífico, señor.

—No habías venido aquí antes ¿No es cierto?

—¿A los acantilados de Moher? Nunca había visitado Irlanda, señor.

El viento agarra potencia cuando escucho que surca las planas montañas rocosas sobre la que estamos parados.

Años atrás fui testigo de un suceso inverosímil que cambiaría mi vida por completo. Tanto para las creencias como para los juicios que antes albergaban en mí, aquel acontecimiento era la personificación de lo oculto, ya que mis ojos no habían visto antes nada igual, ni mi mente había imaginado nunca tal cosa. En aquel momento no sabía qué era ni de dónde provenía, así que hice lo que cualquier persona con miedo habría hecho: huir. Quería irme enseguida de aquel lugar, no importaba lo que me costara, ya no importaban los años que se habían acumulado después de aquel día que pisé aquella casa. No me importaba perder el trabajo ni la confianza que habían puesto todos en mí; no deseaba involucrarme con lo que no podía entender o aceptar. Debía renunciar a todo aquello.

Como hijo de madre cristiana asistí a un colegio religioso subsidiado por el gobierno. Los recursos que provenían de la máquina de coser y de las manos de mi madre sólo alcanzaban para tener la comida en la mesa, pero eso no impedía que yo tuviera siempre mis ropas limpias y los zapatos pulidos para estar presentable cada domingo de misa en la iglesia.

La superstición de mi madre siempre me cuidaba de los vecinos santeros y de dos primos de la familia que eran babalaos. Ella mantenía el escrúpulo ante dichos temas que acarreaba tales asuntos. Rechazaba a todo aquel que asomara alguna actitud fuera de lo corriente, así que me mantuve alejado de las calles, de las malas juntas y de todo lo que amenazara con ser inédito.

Fui creciendo en el barrio. Trabajaba de zapatero, ayudaba en una sastrería y también en la barbería del sector. Todo era simple y ordinario, no había nada recóndito que amedrentara más allá de varios conocidos de la infancia que sucumbían a diario en las drogas. Yo los miraba desde lejos mientras seguía con mi camino. Sabía que ellos estaban ahí pese a que parecían no estarlo. Sus ojos casi siempre reflejaban distancia y omisión con respecto a todo lo que les rodeaba. Ellos caminaban por el mundo sin ser de este mundo, y es paradójico pensar que hoy en día, desde hace cinco años, me sienta exactamente igual a ellos.

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