Capítulo 14: Confusión

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Había hecho cosas bastante más desagradables que esa en los últimos años, pero aquella iba a ser sin duda una de las más difíciles. ¿Cómo iba a mirar a Benigna a los ojos y contarle la verdad? Era consciente de que le iba a romper el corazón y le sabía fatal porque no se lo merecía, pero tenía que hacerlo. Se lo debía. Esa herida llevaba demasiado tiempo abierta y para poder cerrarla había que poner todas las cartas sobre la mesa. De nada servía seguir esperando algo que no iba a llegar, Benito ya no iba a volver.

No hay un método infalible para conseguir cicatrizar una herida sin que duela, de hecho el dolor es inevitable, pero mucho peor es levantarse todos los días y ver que sigue ahí, que cada vez parece abrirse más. Las heridas abiertas te persiguen constantemente y no te dejan avanzar, te obligan a vivir en el pasado y eso hace que acabes por olvidarte de vivir en el presente. Y por mucho que ese presente sea distinto, incluso peor que el pasado, de él depende nuestro futuro y no podemos descuidarlo.

Ese no era el único frente que Luisa tenía abierto, también estaba Amelia. Desde aquella tarde en su casa había intentado mantener las distancias con ella y reflexionar sobre lo que había pasado, intentar encontrarle una explicación viendo la situación con cierta perspectiva. No le gustaba en absoluto a la conclusión a la que había llegado pero tampoco estaba dispuesta a admitir que se había equivocado al pensar que podía controlarlo todo. Ya no había marcha atrás, tenía que ignorar todo aquello que le estaba rondando la cabeza y centrarse exclusivamente en cumplir con su deber. Y el siguiente paso para seguir avanzando era arreglar las cosas con Amelia, justificar su comportamiento de alguna manera para que no sospechara nada y seguir con el plan como si esa tarde y esas dudas nunca hubieran existido.

Unas calles antes de llegar a la plaza de los Frutos paró a hacer una llamada a alguien de su máxima confianza, había un cabo suelto del que debía ocuparse.

— ¿Qué tal tu paseo, hija? — le preguntó Benigna al verla entrar.

— Bien, necesitaba estirar un poco las piernas.

— Creo que me vendría bien hacer lo mismo de vez en cuando, que ya se va notando la edad y las rodillas no me dan tregua.

— Pero si está estupenda, Benigna.

— Tú que me ves con buenos ojos. — dijo con una sonrisa amable.

— Lo digo en serio, podrían pensar que somos hermanas perfectamente.

— Qué cosas tienes, muchacha. — tras soltar una carcajada. — ¿Te sirvo ya el desayuno? Te puedo poner un vaso de achicoria con un poco de pan.

— Vale, gracias.

— Y ya aprovecho y me lo tomo contigo. — sirvió un par de vasos y los llevó a la mesa. — Siéntate que voy a por el pan.

¿Era ese el momento adecuado para confesarle lo que había descubierto?

— Bueno, no te he contado la última de Gervasio. — dejó el pan y se sentó con ella. — Ese hombre es todo un caso.

— ¿Qué ha hecho esta vez?

Gervasio era un huésped que padecía de sonambulismo y algunas noches salía de su habitación a cambiar el mobiliario de sitio. A veces interrumpía esas conversaciones que surgían de sus desvelos nocturnos y les sacaba unas risas que nunca venían mal.

— Montó un santuario del Real Madrid.

— ¿En serio?

— Como te lo cuento. Sacó la bandera de su habitación para ponerla frente a la ventana y colocó todas las velas que tengo para las emergencias.

— ¿Y las encendió?

— No, no. Era su intención pero tuve que intervenir no fuera a ser que tuviéramos un disgusto.

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