Capítulo 43

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Por fin ha llegado el fin de semana de la playa, por una vez no me ha costado madrugar. Estamos metiendo a Bigotes en la parte trasera del coche, dentro de su mochila extensible, cuando vemos llegar a la madre de Ana.

—Vámonos, corre —le digo a Yon mientras subo al coche y él mete la maleta en el maletero.

Pongo la playlist que creé para cuando viajamos en coche y me acomodo en el asiento del copiloto.

De momento Bigotes va tranquilo, le hemos puesto una manta refrigerante en la base de la mochila, para que vaya fresquito y no se agobie. Nunca ha hecho un viaje tan largo en coche, y me da miedo que se maree o lo pase mal.

A la media hora de viaje paramos un momento a reponer gasolina, cosa que a Bigotes parece no hacerle mucha gracia: en cuanto ve a Yon bajar del coche se agobia y no para de maullar hasta que vuelve.

Casi cuarenta minutos después llegamos a nuestro destino. El edificio parece muy nuevo, no está en primera línea de playa, pero al ser un sexto piso se ve el mar desde la terraza del comedor. Lo mejor de todo: tiene una malla entre los barrotes de la terraza para evitar que las mascotas se caigan.

Lo primero que hacemos es ponerle agua y comida a Bigotes, e instalar el arenero en el baño, aunque pasa completamente de todo lo que no sea la terraza y sus vistas al mar. Lo segundo es ponerme el bañador mientras Yon deshace su parte de la maleta, pero yo no hago esas cosas, así que estoy lista mucho antes que él.

—¿Quieres bajar ya a la playa?

—No, creo que es mejor que nos quedemos media hora más en el piso, para que Bigotes se adapte, haga sus necesidades, beba, coma... No quiero bajar y que el animal esté incómodo por no tener dónde hacer pipi.

—¿Sabes que la playa para él será un arenero gigante, no?

Miro mal a Yon.

—Qué asco...

—Voy a coger una mochila con nuestras cosas y las de Bigotes.

—¡Coge bolsitas! No pienso dejar la caca de Bigotes en la playa.

Por suerte el animalito se deja poner el arnés sin problema y va como Pedro por su casa por las calles y la arena de la playa. El agua en movimiento no le hace mucha gracia, pero Yon se ocupa de hacerle una "piscina" en la arena mientras yo le pongo agua fresquita en su cuenco y coloco la sombrilla.

Varios niños se acercan curiosos, por suerte ninguno lo agobia ni intenta tocarlo.

Sobre las once de la mañana nos tomamos un refresco en un chiringuito cercano, donde vemos que hacen arroces para compartir, y como a los dos nos apetece comer una buena paella de marisco reservamos para comer a las dos de la tarde.

A las doce Bigotes ya no pisa la arena si no está en la sombra, Yon no sale del agua porque no aguanta el calor y yo empiezo a agobiarme por la cantidad de gente que va llegando; así que decidimos que ya hemos tenido suficiente playa por hoy. La arena arde por el sol implacable del mediodía, así que tenemos que ponernos las chanclas para llegar a la acera y coger a Bigotes en brazos.

Nada más llegar el animal se tira al suelo, que está fresquito porque es de racholas. Yon y yo nos metemos directos a la ducha.

—Lo peor de la playa es la arena —digo mientras me sacudo, otra vez, los pies—. Se pega por todas partes.

—Yo creo que la sal es peor.

—¿Qué dices? La sal se quita en seguida con un poco de agua, no puedes decir lo mismo de la arena fina...

—Pero notas la piel seca y tirante por culpa de la sal —se enjabona el pelo y me pasa el gel—. Cambiando de tema, he mirado las valoraciones del chiringuito en google y creo que vamos a comer muy bien.

—Eso espero —se me hace la boca agua solo de pensar en esa paella—. Hace más de un año y medio que no como paella de marisco.

—Creo que debería haber una norma que te obligase a comerla una vez al mes, como mínimo, igual que la tortilla de patatas.

Al salir de la ducha, Yon se prepara en menos de diez minutos y me espera jugando con Bigotes en el comedor.

—Eyeliner listo, brillo de labios listo, coleta perfecta —con la calor que hace no pienso dejarme el pelo suelto—. Falta elegir la ropa.

Tras cinco minutos frente a la maleta decido ponerme una falda larga azul marino y un top blanco, con unas sandalias de tiras blancas y plateadas trenzadas entre sí.

—¡Estás impresionante! —exclama Yon al verme mientras se levanta del sofá y se acerca para besarme—. Eres preciosa, enana.

Sonrío como una tonta, como si fuera el primer piropo que me dice, y le devuelvo el beso.

—Tú estás muy sexy —digo mientras observo la camiseta ajustada de color gris y las bermudas que le hacen un culo espectacular.

—Como siempre —contesta con sorna y una sonrisa ladeada. Le doy un codazo y se ríe—. Vámonos ya o perderemos la oportunidad de comer paella con vistas al mar.

La comida, como era de esperar, estaba espectacular; y la siesta de después en la habitación, con el aire acondicionado, nos ayuda a recargar las pilas.

Sobre las siete de la tarde, cuando el calor ya no nos agobia tanto, decidimos salir a tomar un helado y dar una vuelta. El plan pintaba genial hasta que me ha llamado Ana para contarme la dramática reacción de su madre. ¿Qué esperaba? Al final pongo el altavoz del móvil y nos sentamos en un muro, cerca del puerto, a hacer de psicólogos hasta la hora de la cena.

Secuelas de tu ausenciaWhere stories live. Discover now