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Su respuesta me produjo un escalofrío.

Quizá había intentado hacer un cumplido, pero sus palabras habían sonado casi como un reproche. Como si mi muerte le supusiera un trabajo en sus habituales responsabilidades.

Fui incapaz de responderle, por lo que me mantuve con la boca convenientemente cerrada a la espera de que el nigromante decidiera nuestro próximo movimiento. La muerte de Melissa se repitió entonces en mi cabeza, revolviéndome mi estómago vacío; el Emperador parecía haber sabido desde el principio que se le había colado un zorro en su lujoso gallinero. Incluso parecía haber tenido conocimiento de las intenciones de Melissa, queriendo llevarlo todo más lejos.

Se me puso el vello de punta al rememorar los sonidos convulsos que emitió Melissa antes de expirar.

Podría haber sido yo la que hubiera ocupado su lugar.

O Enu.

—Chica, muévete —la seca orden del nigromante me hizo salir de mi ensoñación con una pequeña llamarada de rabia.

Me acerqué hasta donde Perseo aguardaba, apretando los puños contra mis costados y obligándome a no cometer ninguna estupidez. Si el nigromante estaba dispuesto a ayudarme a salir del castillo —aunque su excusa había resultado ser demasiado hiriente—, no iba a desaprovechar la oportunidad.

Al quedarme junto a su cuerpo, aspiré una bocanada de aire por la boca, preparándome para hablar.

—No me llamo «chica».

Perseo no miró en mi dirección, tal y como había creído.

—Tampoco tengo intención de conocer tu nombre, niña.

La llama de rabia fue aumentando de tamaño dentro de mí, empezando a difuminar mis intenciones de no dejarme llevar por mis emociones. Sin embargo, la forma en la que me había llamado «niña» había logrado tocar un interruptor que muy pocas veces se encendía. Además, dudaba que a mis veinte años pudiera entrar en la categoría de niña; no después de todo lo que había vivido en los años pasados.

En aquella ocasión, el nigromante sí que ladeó la cabeza para poder dedicarme una rápida mirada, evaluándome con ella. Procuré responder a su mirada con otra cargada de desdén y contener mi propia lengua para replicar a su insinuación.

—Te llevaré hasta la parte trasera del palacio —empezó a explicarme, pausadamente—. Allí habrá menos vigilancia por lo sucedido con el Emperador; quédate en la zona de sombra y no hagas ningún ruido.

Abrí la boca para responderle, pero el nigromante no había terminado de ordenarme qué debía hacer:

—Y déjame hablar a mí.

Fruncí los labios con fuerza mientras Perseo abría la puerta y me hacía un gesto impaciente con la mano para que saliera al pasillo. Le dediqué una última mirada hastiada mientras obedecía en silencio; Perseo cerró con cuidado la puerta y se dirigió con resolución hacia el fondo del pasillo, en dirección contraria por donde habíamos venido.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora