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Roma

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Roma.

Roma

Roma.

Aquel nombre golpeó dentro de mi cabeza como lo haría un martillo, haciendo que todo se tambaleara a mi alrededor. La mujer que tenía ante mí era la responsable de la muerte de mi madre, la nigromante a la que había jurado que haría pagar por ello; la mujer que me sostenía había sido la encargada de irrumpir en el mercado aquella mañana, tantos años atrás, para llevarse a mi madre. Haciéndola desaparecer.

Salí de mi estupor al recordar mis promesas, mi juramento de venganza. Sin embargo, aún seguía conmocionada por aquel turbio descubrimiento: Roma era la madre de Perseo. Aquella mujer que me miraba con una expresión de auténtica preocupación era la puta del Emperador.

El grito de Ptolomeo llamándola se repitió, en esta ocasión más cerca de donde nos encontrábamos. Mis ojos lograron apartarse del rostro casi cubierto de Roma, bajando hasta el suelo, donde estaba tendido el cadáver de Vita; una muerte que correspondía a aquella maldita nigromante.

La madre de Perseo.

Aquel pensamiento parecía habérseme quedado grabado en la cabeza, repitiéndose en bucle. Una parte de mí no era capaz de concebir que Perseo compartiera lazos de sangre con la mujer a la que había jurado matar en venganza por el asesinato de mi propia madre; de manera inconsciente me vi asolada por aquellos años en los que decidí unirme a la Resistencia, en lo poco que había conseguido averiguar sobre la misteriosa nigromante que compartía cama con el Emperador. Su perra preferida, como decían algunos insidiosos susurros en la ciudad.

Los ojos plateados de Roma —ya no era capaz de llamarla de otro modo, ahora que conocía su verdadera identidad— me miraron antes de que sintiera sus manos empujándome con brusquedad por los hombros, provocando que retrocediera hasta acabar en uno de los recovecos que había en el pasillo y que servía para lucir los bustos de algunos antepasados de la familia.

—No digas una sola palabra —me advirtió, a pesar de que seguía estando muda de la impresión tras pronunciar su nombre—. No te muevas.

Se apartó de mi improvisado escondite y la vi dando un ligero toquecito con la punta de su bota al cuerpo de Vita justo en el momento en que los pesados pasos de Ptolomeo alcanzaban aquel rincón del pasillo.

Me tensé entre las sombras, temiendo que algo saliera mal.

—¿Qué significa esto? —tronó la poderosa voz de Ptolomeo al descubrir el cuerpo de una de las doncellas de su nieta tendido en el suelo. Quizá sabiendo que sin pulso.

Desde mi escondite solamente podía ver a Roma, que se encogió de hombros indolentemente bajo la pesada capa que llevaba.

—Me ha atacado —declaró— y yo me he defendido.

Oí el estrépito antes de ver a uno de los mayordomos, el mismo que había recibido a Roma en aquella primera ocasión, se arrodillaba junto a Vita y trataba de encontrarle el pulso. El hombre alzó la cabeza hacia su señor y negó varias veces, respondiendo a la silenciosa pregunta de Ptolomeo.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora