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Darshan tuvo que poner fin a nuestro improvisado reencuentro, advirtiéndole a Cassian de que no podían arriesgarse a pasar más tiempo en aquel techo. Mi amigo y yo nos dimos un último abrazo antes de que Darshan dejara caer una de sus manos sobre su hombro para sacarlo de allí sin que nadie fuera consciente de la presencia de dos extraños dentro de la propiedad de uno de los hombres más poderosos dentro del Imperio.

Los ojos de Cassian me rogaron que tuviera cuidado antes de que tuviéramos que separarnos de manera definitiva. Darshan, por el contrario, me lanzó una rápida mirada por encima del hombro, entremezclándose entre el gentío de esclavos que correteaban por todos los rincones de la mansión para cumplir con los últimos preparativos de la fiesta de Aella.

Cuando les perdí de vista yo también me dirigí hacia mis propias responsabilidades: avisar a la modista para que acudiera urgentemente a los aposentos de la señorita Aella para confeccionarle un vestido a la altura de la ocasión. Esquivé los cuerpos de los otros esclavos, rezando en silencio para no toparme con Eudora: había visto a la mujer desde la lejanía aplicando su singular mano de hierro a los pobres incautos que no cumplían al pie de la letra con lo que se les exigía.

Mi nivel de humor no estaba preparado para una confrontación con la ama de llaves, por lo que puse especial atención en buscar entre los rostros que me rodeaban el suyo. Me escurrí entre los apresurados hombres y mujeres, alcanzando el pasillo que conducía a mi destino; un escalofrío premonitorio hizo que todo mi vello se pusiera de punta, haciendo saltar mis alarmas.

El motivo de aquella reacción por parte de mi propio cuerpo apareció en mi campo de visión, obligándome a frenar en seco. El tiempo pareció congelarse en el enorme vestíbulo cuando Ptolomeo emergió del conocido pasillo que llevaba a su despacho personal seguido por un obediente Perseo; los esclavos no dudaron un segundo en quedarse fijos en sus respectivas posiciones, dejando sus tareas a un lado para hincar una rodilla en el duro suelo de mármol.

Mi instinto de supervivencia hizo que escogiera una de las enormes columnas como refugio. No había vuelto a ver a Perseo desde la encerrona que me preparó Eudora y que terminó conmigo en el dormitorio del nigromante, contemplando su cuerpo desnudo mientras dormía; habían pasado los días y mi rabia no había hecho más que crecer, fluctuando con la decepción y otros sentimientos a los que no había querido poner nombre.

Oculta de la vista de los dos perilustres, me asomé tímidamente para ver a ambos mientras se detenían, ignorando por completo a todos los esclavos que estaban a su alrededor detenidos como estatuas. Perseo tenía el ceño fruncido y prestaba atención al rostro de su abuelo, quien parecía encontrarse enfadado a juzgar por las mejillas ligeramente coloreadas por un rubor furibundo.

El joven alzó ambas manos.

—No teníais ningún derecho a ordenarle eso —dijo entonces Perseo y yo sospeché que estaba retomando la conversación—: es mi madre, abuelo. No podéis seguir oponiéndoos a que sigamos estando en contacto.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora