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La oscuridad no tardó en escupirme de nuevo a la realidad, acompañada por una ardiente y abrasiva sensación recorriéndome toda la maldita espalda

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La oscuridad no tardó en escupirme de nuevo a la realidad, acompañada por una ardiente y abrasiva sensación recorriéndome toda la maldita espalda. Como si alguien hubiera decidido introducir sus dedos en las heridas, ahondando en los surcos abiertos de mi carne con perversa satisfacción.

Abrí los ojos y apreté los dientes para contener el grito de dolor que pugnaba contra las paredes de mi garganta. Tenía la visión nublada, no sabía si a causa de la agonía que sentía por mi espalda en carne viva o si era algún efecto después de haber recuperado la consciencia; una silueta se removió cerca de donde yo me encontraba tendida y que no encajaba en la última imagen que tenía grabada en mi cabeza: Perseo llevándome en brazos.

Pestañeé hasta conseguir enfocar mi mirada y descubrir que el nigromante había logrado llevarme a mi dormitorio sin que nadie pusiera ningún impedimento y que me encontraba tumbada de costado en mi catre. La silueta que había advertido por el rabillo del ojo era Perseo, quien todavía no se había dado cuenta de que estaba despierta.

—El ungüento no hará mucho, amo —me sorprendió escuchar una voz femenina a mi espalda, y un latigazo de dolor la delató como la persona que había logrado hacerme salir de la inconsciencia gracias a su contacto profundo con mis heridas. Me obligué a permanecer inmóvil—. Ha sido golpeada con brutalidad y ningún remedio casero que os diera podría ayudarla. Necesita un sanador... quizá un elemental de la tierra.

Me tensé de manera inconsciente. Los elementales de la tierra eran mucho más baratos que los sanadores, ya que su magia era hasta cierto punto útil a la hora de emplearla en las heridas; yo misma había acudido a uno para que me ayudara a hacer desaparecer la marca que Al-Rijl ordenó que grabaran a fuego en mi antebrazo, convirtiéndome en una de sus prostitutas. Además, los elementales de tierra no hacían tantas preguntas como los sanadores: ellos tampoco querían ser descubiertos.

Recordé el consejo del elemental cuando se encargó de mi tatuaje del antebrazo: que lo propicio hubiera sido acudir a un nigromante... pero nadie confiaba en ellos. Y era muy extraño toparte con uno que no perteneciera al cuerpo privado del Emperador, por no decir casi imposible.

Escuché a Perseo mascullar algo para sí mismo y vi que se encontraba con los brazos cruzados, con los dedos apoyados bajo la barbilla. Su postura era pensativa y sus ojos azules estaban clavados en la mujer que estaba atendiendo mis heridas; la que todavía no tenía el placer de conocer.

—La opción del sanador es... arriesgada —reconoció el nigromante, sonando algo apurado.

Ya se lo había dicho al esclavo que me había ayudado a ponerme en pie antes de que ambos termináramos en el suelo: Ptolomeo no permitía que el servicio pudiera acceder a los sanadores con los que debía contar la familia. Y estaba segura que el hombre no haría una sola excepción, ni siquiera por su nieto; ya bastante había transigido con aceptarme como doncella de Aella.

La mujer que se mantenía fuera de mi campo de visión se movió y pude ver que se trataba de una de las esclavas de mayor edad, una mujer de cabellos canos y caderas generosas a la que siempre había visto en los fogones, dando órdenes a cualquiera que estuviera cerca de ella; sus ojos hundidos y de un bonito color caramelo estaban preocupados, quizá por la desoladora imagen de mi espalda.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora