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—¡Perseo! —exclamé con voz ahogada, entumecida por su presencia

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—¡Perseo! —exclamé con voz ahogada, entumecida por su presencia.

El nigromante al menos tuvo la decencia de parecer terriblemente avergonzado. Retrocedí un paso y me crucé de brazos, contemplándome con una expresión que pretendía enmascarar la desazón que me reconcomía por dentro al descubrir que había sido Perseo la persona que había estado siguiéndome. ¿Habría mantenido las distancias o habría aprovechado su sigilo para acercarse? Y lo más importante: ¿cuánto había llegado a escuchar?

—¿Qué demonios estás haciendo? —exigí saber momentos después, recuperada de la inesperada revelación sobre la identidad de mi sombra.

Perseo se irguió y apretó la mandíbula, haciendo que su rostro se tornara demasiado serio. Sin embargo, optó por no responderme.

Apreté los puños, con una mezcla de rabia y frustración por aquel silencio, y me obligué a esconderlos bajo las axilas antes de ceder a la irresistible tentación de descargarlos sobre el propio nigromante. Quizá en su serio rostro.

—¿Por qué estabas siguiéndome? —cambié de táctica, encarándolo directamente.

Un sudor frío bajo por mi nuca al saber que me encontraba en una situación complicada debido a que no sabía lo que Perseo había llegado a escuchar. Un instante después me sentí estúpida por no haberme dado cuenta, por no haberme percatado antes de que había alguien que estaba siguiendo mis pasos. Pero ¿cómo se me iba a pasar por la cabeza que Perseo hubiera decidido gastar su preciado tiempo siguiéndome por media ciudad?

Fulminé con la mirada al susodicho, que todavía no había abierto la boca.

—¿Y bien? —presioné, sintiendo cómo mi enfado iba aumentando ante su silencio.

Nada. Continuaba con los labios sellados, limitándose a contemplarme con su fría mirada; refugiado de nuevo tras aquella fachada de nigromante, la misma que siempre empleaba para mantener bien ocultos sus pensamientos.

—¿Acaso no vas a pronunciar una sola maldita palabra sobre por qué demonios estabas siguiéndome? —mi paciencia se encontraba rozando el límite y la idea de golpearlo ya no me parecía tan descabellada.

Perseo desvió la mirada y adoptó un aire culpable ante mi estallido; yo dejé escapar un bufido.

—Porque apenas sé nada de ti.

Mis ojos se abrieron desmesuradamente al escuchar la confesión tardía del nigromante. Luego un sentimiento de culpa me golpeó en lo más profundo de mis entrañas, trayendo consigo el familiar pensamiento de que Perseo se había enamorado de una mentira, de una Jem que, en realidad, no existía.

De una versión que yo misma había creado para salvarme el cuello... y mi misión.

Retrocedí un paso de manera inconsciente, abrumada por su respuesta. Sabiendo que, en el fondo, tenía razón: conocía parte de su historia, pero Perseo no conocía nada de mí a excepción de mi ficticia historia en la que yo era una más de las pobres chicas de Al-Rijl... y que había perdido a mi madre por culpa del Imperio.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora