3. PARAÍSOS PERDIDOS

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El primer recuerdo que asalta mi mente cuando pienso en cómo regresé a casa, es la sensación de volar.

Aquel viejo portal se abrió sobre las montañas grises, hacia donde los sombras nómadas, caminantes del desierto, regresaban al desierto de Arenas en una lenta, casi fúnebre, marcha imposible de detener. Era su adiós al que fuera el invierno más frío que Infierno verde recordaba, y en el que habían ocupado las ruinas de Annadork entre la desolación más absoluta, pues a su llegada las aldeas, con toda certeza, eran ya cenizas.

No me esmeré en ocultar mi condición.

Y no lo haría más.

Sobrevolé aquellos viejos cielos, hasta perderme entre la espesura de la selva, que tendría que cruzar por completo para llegar a la Nebulosa.

Sobrevolaría el Oráculo y después atravesaría el mar Angosto, rumbo a la capital, a la ciudad de Mok. En donde habría de encontrar mi primera parada.

A esas alturas mostrarme a caballo de mi alma animal no era nada por lo que pudieran intentar matarme de forma abierta. Y de forma encubierta, Stair lo intentaría de todas formas.

Quizás, y hasta con un poco de suerte, mi presencia lograse despertar algún que otro murmullo.

Uno de los ancestrales.

De esos que todavía no tienen nombre.

Quizás, llamase la atención de algún loco, de esos que todavía creen en los Inmortales. De esos que todavía creen en los hijos de la muerte.

Me vería surcar los cielos a lomos de mi inconfundible montura y tal vez, aunque solo tal vez, se llegara a preguntar a qué realidad tan terrible nos enfrentábamos para que la Muerte hubiera tenido que enviar al mundo a su hijo.

Pero entonces una realidad me atrapó.

Esa en la que el viento traía a mis oídos aquellas viejas voces que, a esas alturas del año, todavía era pronto para escuchar. Y que, sin embargo, resonaron con fuerza entonando una vieja canción.

Eran los árboles.

Tristes y valientes.

Expandiendo su eco sobre las montañas.

Es tradición que, con la llegada de la primavera, después de que la nieve desaparezca, los árboles ancestrales abandonen su hibernación para entregarse a alegres cánticos. Esos que acostumbraban a presagiar tiempos de bonanza, ensalzar el trabajo y admirar la labor y el corazón de las gentes del norte.

Pero aquella canción, tan profunda y real que sobrecogía, en nada se parecía a cualquier melodía que antes los hubiera escuchado cantar.

Una de esas que te helará los huesos.

Cuando lo veas al fin, surcar estos viejos cielos

Hacia la victoria.

Él, que es el hijo de la muerte

Arrodillará al mundo ante su espada.

Pues esconde su llegada

Un mal mayor, que, sin piedad, sobrevolará sus alas.

Descalzos sus pies, que llegaron a esta tierra

Y su espíritu eterno, que vagará por ella.

A estos bosques que ya no tienen quién los quiera,

Hasta que su dueño acabe, al fin, con esta espera.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESWhere stories live. Discover now