Se ha ido

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Paseé por mi habitación una última vez. La madrugada del 30 al 31 de octubre. Me habían aconsejado que descansase, pero era incapaz de dormir. No sé muy bien qué me llevó a esa situación, pero hacía algunos días que me encontraba en una suerte de estado catatónico. Había sido incapaz de hablarle a nadie sobre la decisión del oráculo. Incapaz de responder ninguno de los mensajes de los genios. E incapaz de despedirme de Han, o de Namibia, cuando ambos partieron hacia sus respectivos viajes iniciáticos.

Solo meditaba, desesperado, intentando encontrar el nombre de aquella espada cuya empuñadura conocía demasiado bien, pero cuyo nombre seguía evitándome. Había leído la sección que me faltaba por devorar de la biblioteca de Galius en las últimas horas. Aquella que él mismo me había prohibido leer y cuyos títulos versaban sobre una magia que hasta entonces había sido ajena a mí. Aquella que deja un rastro de azufre a su paso. Y que controla las fuerzas más oscuras del universo.

No puedo decir por qué razón exacta mi intuición me condujo hacia esa dirección. Pero una certeza muy grande se detuvo en memorizar cada una de esas páginas, con la esperanza de jamás tener que recurrir a ellas.

Galius me advirtió una vez que la magia oscura siempre deja una marca. El mismo confesó ser un gran conocedor de esas fuerzas, pero no haberlas utilizado jamás. Nunca, hasta su último día. Hasta un momento en el que no creyó hallar elección posible.

Ahora sabía a qué clase de marca se refería. Era una especie de oscuridad. Una sombra que se confinaba en rincón muy oculto de tu alma, y que no todos pueden soportar. Un vacío que podía destruirte desde el interior si no estabas preparado para llevar esa carga por el resto de tus días. Y una breve idea sobrevoló mi mente. Quizás Nasser, en el momento de su enfrentamiento con el Séptimo de los Señores Ajawa, había fracasado por esa razón. Por creer que era capaz de soportar esa carga y combatir la oscuridad con más oscuridad. Cuando la lógica me seguía diciendo que solo la luz es capaz de neutralizarla.

Entonces había abandonado mi tarea y desechado la posibilidad de emplear aquella magia. Asumí que llegado el momento de enfrentarme a Dimitrius Stair, suponiendo que fuera capaz de burlar a la muerte una vez más y salir con vida del cerro viejo, solo existía un libro que me daría todas las respuestas a la hora de enfrentar al ser del que había emanado toda la oscuridad bajo el cielo.

El Sagrado Libro de la Magia Blanca de Abrahamelim el Mago.

Recogí mis cosas. Guardé mi estaca, un par de puñales, y algunos instrumentos disuasorios de los que Noko me había provisto en su momento, como las bombas de humo, en mi mochila. Un arco, y algunas flechas. Una esterilla por si se daba el caso de que podía dormir, un kit de emergencia por si requería curar alguna herida, y ropa de abrigo por si aquel lugar era más frío de lo que las fuentes históricas describían. Puesto que nadie jamás había regresado de ese viaje, debía considerar todas las posibilidades.

Aferré con fuerza el amuleto de Agnuk en mi cuello, y la pulsera de Galius, cuyos anillos giraban con lentitud en mi muñeca. Después hice la cama, hasta dejarla impoluta. Dejé todas las fotografías y los libros ordenados en las estanterías. Y el escritorio tal y como lo había encontrado cuando llegué a la Pax. El armario limpio y vacío de mi ropa, para que el próximo que ocupase aquella estancia no tuviera que recogerla. La guardé cuidadosamente en una maleta que Alan me había prestado.

Y después abandoné la habitación, encaminándome hacia el ala de talleres.

No tenían en mente hacer ninguna simulación más, pero sí había una última cosa que quería hacer. Preparar algunos antídotos universales, un filtro para regenerar la sangre y el tejido, por si sufría grandes heridas en algún momento, y una poción de invisibilidad, porque nunca sabes cuándo vas a necesitarla.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESWhere stories live. Discover now