Hacia el final del mundo

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En apenas un par de horas me encontré sobrevolando la Selva de las Luces, con aquel olor que tanto había extrañado inundando mi pituitaria y despertando todos los fantasmas de un pasado que no quería ni podría olvidar. El viento enjugaba mis lágrimas. Y el aire llenaba mis pulmones mientras abría la boca. Grité durante buena parte del camino. Grité hasta que perdí la voz y no quedó otra alternativa que escuchar el viento rugiendo en mis oídos, como un silbido atroz que lo extingue todo.

Descendí muchos metros en altura, para sobrevolar las copas de los árboles que tan bien había conocido y que en ese momento se me hacían ajenos. Eran extraños a mis ojos después de tanto tiempo. Había vivido obsesionado con regresar, y los árboles cantaron de nuevo al sentir mi presencia. Sus cánticos eran los mismos que la última vez que había surcado aquellos bosques. Solo que no eran propios de aquella época, y estoy seguro de que alertaron a toda la ciudad de que algo insólito pasaba.

Por si acaso aún rebajé varios metros la altura, hasta volar entre los árboles. Y solo me desmaterialicé a escasos metros de las montañas grises, en donde Agnuk y yo solíamos adentrarnos en el bosque. Al atardecer.

Extinguí el fuego a mi alrededor con un hechizo. Y me descalcé. Guardé mis botas de monte en el viejo petate. Esa fue mi declaración de intenciones. Después, y si era la voluntad de los dioses, la selva sabría guiarme hasta el Gran Santuario.

Todo cuanto se escuchaba a mi alrededor era el cántico de los árboles. El vuelo de los pájaros y los insectos. Todo a excepción del sigiloso pisar de mis pies descalzos sobre la hierba y las raíces. Mientras frente a mí los árboles se apartaban para dejarme paso. Al fin había encontrado una de las sendas vivas, y su belleza se desplegaba ante mis ojos, como un libro abierto cuyos secretos se disponen a ser revelados.

Recuerdo el momento exacto en el que me detuve, al pie de los grandes atlantes de madera que se erguían colosales frente a mis ojos. Solo entonces aquel último verso marcó el final de los cánticos. "Cae el sol. Y nuestras voces adormecen a tu espera".

Después me adentré solo en el santuario. Como tantas veces había hecho junto a Agnuk antes. Con mi corazón latiendo fuerte. Y mis pies descalzos deslizándose sobre el musgo de las raíces, adentrándose en la tierra. Hasta lo que para mí era el centro del universo.

Mis pisadas se adentraron en la podredumbre del pasado, ignorando la oscuridad de muchos de los altares que existían a mi alrededor, y a los que ya nadie veneraba porque la parte más ancestral del Norte había sido borrada del universo junto con las aldeas. Y recorrí aquella gruta entre las inmensas raíces, iluminada por haces de fuego frío. Ese lugar en donde las sombras alcanzaban una magnitud propia y deliberada. Y a donde solo acuden las almas más desesperadas para encontrarse con Ella.

Recuerdo que me arrodillé, como tantas veces había hecho, pero con una fe y unas convicciones que habían cambiado por completo. En ese momento sabía demasiadas cosas que antes ignoraba.

Sabía que Agnuk siempre había tenido razón, y que nuestras ofrendas no eran inútiles. Sabía que Ella escuchaba cada miserable palabra que le dedicábamos. Y que sus sesos se devanaban en la eternidad para averiguar cuál podía ser la mejor manera de enfrentar a la oscuridad. A quién debía convocar, y reclutar, para que le sirviera bien y salvaguardase el equilibrio allí donde Ella no podía llegar.

Suspiré.

E hice algo que nunca había hecho.

Formulé un hechizo de gran potencia, para que en cada uno de los altares del Gran Santuario se encendieran las antorchas, se depositaran cuantiosas ofrendas, y se prendiera incienso. Mientras dos lágrimas resbalaban por mis mejillas. Imaginando el paradero de aquellos Dioses cuyos nombres habían sido olvidados. Cuyas palabras y enseñanzas habían desaparecido con los ancianos. Y a quienes ya nadie más podría venerar.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESWhere stories live. Discover now