Nunca volverás a matar

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No sentí dolor, solo como el frío se disipaba con rapidez. El calor se extendió por todo mi cuerpo, como un antídoto que acariciaba mi piel y frenaba el veneno que me convertía en escarcha.

Tampoco sentí miedo.

Recordé todas las cosas que me ataban a él. Al ser que amenazaba con destruir el futuro de todas las personas a las que amaba, y que me había quitado más cosas de las que una persona fuera capaz de perder. Recordé el dolor, y el hambre que había pasado mi pueblo durante siglos. Las ansias de libertad de todos los que como yo amaban y morían por amor, en defensa de su tierra y de su familia. Y a todos los que deberían ser, pero ya no son.

Dimitrius Stair era lo único que separaba a todas esas personas de la paz. De eliminar el miedo, y de salvaguardar el futuro.

Era la venganza de muchos. No solo la mía. Y estaba dispuesto a matar. Por ellos.

Fue en ese instante cuando reuní las últimas fuerzas que quedaban en mi interior para vencer al frío, y sentí como mi sangre se transformaba en lava y mi corazón la bombeaba lentamente, hecho de fuego, bajo la forma de una animal. Cuando abrí los ojos entre el infierno rojo y formulé un hechizo para recuperar mi espada, jurando que no la soltaría nunca más.

Fue un lobo alado de fuego lo que emergió del cráter de aquel volcán volando con decisión hacia lo alto. Un espíritu dragón a cuyos lomos yo fui jinete. Y regresé, sintiendo el momento preciso, recuperando mis instintos y dispuesto a terminar con todo.

Retorné al linde del cementerio en donde Stair todavía seguía en pie, con los ojos cerrados, y celebrando mentalmente su victoria.

No me vio llegar.

Alcé mi espada al tiempo que él abría los ojos, desconcertado. Trató de levantar su báculo, pero yo fui más rápido.

Arrojé mi espada con violencia, directa hacia su pecho, y a una velocidad imparable. Y atravesé su corazón sintiendo la escarcha de su pecho estallar en mil pedazos bajo el yugo de mi fuego.

Lo clavé al dolmen más grande del círculo de espadas. Y una vez allí, desmaterialicé mi alma y caminé con decisión hacia donde se encontraba.

Alcé la mano derecha contra él, sintiendo como manejaba sus átomos con el simple movimiento de mi brazo, arrinconando su cráneo contra la pared de roca ennegrecida y semiderruida.

Nunca olvidaré su expresión de terror. Esos ojos negros que podían vislumbrar ante ellos a la muerte aguardando a lomos de una criatura atroz dispuesta a darle el fin definitivo. Por esa vez yo era la muerte. Y él la víctima que ya nunca podría escapar de mí.

Cerré el puño en el aire, tal y como él había hecho conmigo no hacía tanto, sabiendo que apretaba su cuello, asfixiándolo sin tocarle, calentando sus humores internos a temperaturas que ningún cuerpo físico podría soportar vivo. Ninguno más allá del mío.

En mi mente se dibujaron las palabras del hechizo más poderoso que conocía. El Odaron. Una magia blanca pura, la más blanca descrita por Abrahamelim el Mago, al nivel del círculo de luz.

Era capaz de encerrar cualquier mal del universo en el interior de un objeto puro, para siempre, transformándolo en un amuleto del que jamás podría escapar. Y ninguna magia oscura podría revertir aquel conjuro.

―Espero que hayas aprovechado tu tiempo, porque ha llegado a su fin, Stair. Te juro por cada persona a la que he amado y por el futuro que construiré bajo el Cielo ―apreté el puño, y con cada palabra lo cerraba más, mientras él se contorsionaba―... que nunca volverás a matar ―Con la última palabra cerré el puño del todo, contemplando cómo el cuerpo de Stair se volvía cenizas y oscuridad, y pronunciando en voz alta las palabras del hechizo más poderoso que había obrado antes.

El colgante de Agnuk se elevó en el aire frente a mí, y toda aquella oscuridad, que había crecido durante millones de años en la dimensionalidad quedó confinada en su interior mientras la luz se abría paso entre las tinieblas.

Después el colgante cayó a plomo sobre mi pecho, frío como la escarcha, y más brillante de lo que nunca fue.

Por un instante me sentí plenamente humano.

Después caí de rodillas sintiendo mis lágrimas derramarse, todavía con el brazo extendido y el puño firmemente cerrado frente a mí. Me sangraban la nariz, los oídos, y la boca. Y coloqué con rapidez una mano sobre la herida del abdomen.

Sagghazt llegó hasta mí, más ardiente de lo que nunca fue. Se había convertido en mí tercera alma, y estaríamos juntos hasta que abandonara el mundo para unirme al ciclo de la vida.

Solo entonces fui consciente de que aquella pesadilla había terminado.

Había cumplido con mi misión, con lo que Ella y tantas personas habían esperado y deseado de mí. Había confinado para siempre a Stair y neutralizado toda la oscuridad que de él emanaba bajo la forma de un receptáculo. Había cumplido con los designios que el destino había dispuesto para mi nombre.

Y era el momento de ir en paz.

En ese momento el portal que marcaba el final de mi viaje se abrió. Era el último salvoconducto hacia el lugar que más amaba. El único por el que habría merecido la pena morir. Ese lugar al que había llamado hogar durante toda mi vida.

Aztlán.

Cuando logré concentrarme lo suficiente empuñé a Saghazt, porque sabía que esa era la única condición necesaria para atravesar el portal de regreso desde Ball o'Dakal.

El portal, azul cielo, se abrió ante mí dejando contemplar el olor de los mares Alisos, en las costas de la Nebulosa.

Nunca imaginé que pudiera emocionarme regresar a aquel lugar espeluznante que tantos años me había traído de cabeza en mis pesadillas, y desde donde había partido convencido de que emprendía mi último viaje.

Pero una vez allí me sentí libre.

Caí sobre la arena, boca arriba. Alcé la cabeza para contemplar el rugir de las olas bajo la bruma, y el sol cercano a abandonarnos a los dominios de la noche.

En ese momento todo comenzó a desdibujarse, y sonreí.

Sabía que me estaba muriendo. Pero fui en paz con mi sacrificio.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESWhere stories live. Discover now