Un deseo

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Nos condujo por un pasadizo que se perdía tras un acceso en recodo detrás de su trono. Las arquerías se simplificaban con forme aquel angosto túnel ascendía en altura a la lumbre de las antorchas.

Sentía los latidos de mi amiga, lentos y fuertes, aun cuando sabía que su corazón acababa de partirse por la mitad.

Algunos minutos después, una vez nuestros ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, comenzamos a sentir el murmullo del agua, como si en algún lugar a lo lejos, tal vez al otro lado de las gruesas paredes de roca virgen que ahora habían sustituido a la arquitectura y que componían una suerte de bóveda de cañón natural a escasos centímetros de nuestras cabezas, se ubicase una gran fuente de agua.

Un tiempo después divisamos una luz a lo lejos, y para cuando nuestros ojos, ya hechos a la penumbra, se enfrentaron de nuevo a la luz natural, tuvimos que hacer un esfuerzo para observar dónde nos encontrábamos una vez salimos del túnel. 

Era una escueta terraza, en donde el reflejo de la luz se filtraba tamizado por una inmensa cortina de agua que impedía advertir con nitidez lo que parecía esconderse al otro lado. Un gran precipicio en el seno del cráter de un volcán muerto. A parte de la barrera natural de agua, arrojándose al vacío, tan solo una barandilla labrada en la cala de roca nos separaba del abismo. 

Y en el centro de aquella pequeña estancia, un pedestal con un cáliz de cristal tallado con incrustaciones de gemas y piedras preciosas en el mástil contenía un líquido transparente e incoloro.

—Bastará con beberlo, ¿Cierto? —me adelanté. 

Sabía perfectamente lo que podía contener esa copa, y el destino que correría tan pronto un sorbo de aquel líquido viajase por mi garganta.

Pero no pienso engañar a nadie más.

La verdad es que parte de mí lo supo desde el principio.

La misma parte que asumió que aquel era mi último viaje. Y que no había llegado hasta allí, arriesgando la vida de Miriam, para dejar que Luca muriera de la peor manera posible.

No me quedaba nada que perder, esa era la realidad. Y, llegado el momento, asumía que aquel al que en algún lugar de la dimensionalidad ya se conocía como El Último de los Náhares, podría cumplir con mi misión y terminar de una vez por todas con la sombra mortal del Séptimo de los Señores Ajawa.

Era el momento de asumir la verdad.

Que la vida de un cazador no vale nada.

Que mi existencia tocaba a su fin, y debía estar agradecido porque había podido escoger aquello por lo que merecía la pena morir.

Me acerqué, sin pensarlo, a la copa.

Pero cuando mis dedos rozaban el jade, algo me detuvo. Algo a parte de esa sonrisa que habría dado lo que fuera por volver a ver de haber conseguido regresar de ese viaje. 

—No se te ocurra ir tan rápido, Elías Dakks —La voz de Miriam me frenó mientras su mano apartaba mi antebrazo del pedestal, casi de un manotazo—. Tiene que haber otra manera...

Suspiré con toda la resignación que guardaba mi corazón en ese momento. Y os puedo asegurar que era mucha.

—No la hay, Miriam —sentencié, como un juez dicta impasible la pena de muerte para un reo—. Parte de mí siempre lo supo. Pero no temas por mí —asumí—. Es una buena forma de morir.

Negó rotundamente con la cabeza, frunciendo el entrecejo y apretando los labios. Dedicándome aquella mirada acusativa y al mismo tiempo desconcertada que parece ser tan característica de las mujeres, y cuya capacidad para detener el tiempo y hacerte pensar en lo que acaba de ocurrir admiro tanto.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESWhere stories live. Discover now