Viejos reencuentros

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Apenas media hora después había logrado tomar el portal que conecta la ciudad de Mok con la de Sídney, para regresar al único lugar de la Tierra en el que alguien me esperaba.

No sabía qué me encontraría a esas alturas. Lo que sí sabía es que, dada la situación con los humanos, debía ser más bien precavido a la hora de aparecer a caballo de una montura tan peculiar como para sobrevolar los cielos en llamas, y dejarme caer en algún lugar apartado de la costa, desde donde pudiera acceder a pie hasta el pequeño pueblecito de las afueras en donde, si mis cálculos no fallaban, todavía podía contar con alguien.

Volé sobre las nubes, tan alto que era imposible que ningún humano me hubiera podido ver. Un espectáculo hermoso, de bellos colores, que se abandonaban al manto de la noche. No resistí la tentación de extender los brazos para rozar aquella esponjosa neblina que me cobijaría hasta alcanzar la hermosa playa. Sus únicos habitantes a esa hora serían las gaviotas, y, si volaba muy bajo, tal vez algún tiburón, aunque no me preocupaba.

Una vez el hechizo localizador que había practicado me desveló en la posición correcta descendí, abandonando mi temporal refugio en las nubes, y volando a ras del agua entre las olas.

Las nubes eran altas y abandonaban la costa azotadas por tenues rachas de viento que legaban poco a poco el cielo al atardecer, y en no mucho tiempo, al reino de la noche.

Volé a ras del mar, allí donde mis manos podían acariciar su superficie, tan suave y fría que reconfortaba, mientras me dirigía derecho hacia la arena. A escasos metros de alcanzar la playa y, solo para cubrirme las espaldas, desmaterialicé mi alma en pleno vuelo y me fundí con el Pacífico.

Nadé entre el oleaje hacia la costa y, después de unos minutos, mis pies rozaron la arena y me dejé caer en primera línea de costa, a tiempo para contemplar el atardecer.

Tal y como esperaba, las gaviotas eran mi única compañía.

Y sonreí.

Realicé un hechizo para secarme de forma disimulada, y, agarrando mis bártulos me encaminé hacia las empedradas calles entre las que se encontraba mi primer destino en el mundo humano.

Sabía muy bien dónde estaba su casa.

Solo debía seguir el olor de la magia.

No mucho después, mis recuerdos y el inconfundible perfume de los filtros al fuego y los ingredientes mágicos que plagaban la trastienda de aquella peculiar "herboristería", me trajeron de vuelta ante esa vieja puerta.

Tomé aliento.

Profundo.

Y solo después me armé de valor e hice sonar el antiguo pomo metálico en forma de higa contra la madera. Tres veces, tal y como acostumbraba a hacer cada vez que llegaba.

No tardé mucho en escuchar unos pasos acelerados que se adentraban desde la trastienda, y en menos de tres minutos la puerta se abrió de par en par, dejándome ante un anciano Galius que me observaba con una sonrisa y sin dar crédito a lo que veían sus ojos.

No me faltó tiempo para corresponder a su sonrisa.

―Elías Dakks ―declamó sin dar crédito—. Cuanta dicha volver a verte.

La emoción desbordaba sus ojos.

*****

Apenas un rato después le había puesto al día de todo cuanto había pasado durante mi ausencia.

Había perdido la noción del tiempo.

Ese tiempo que cuando eres joven trascurre muy lento, y con forme los años pasan parece volar veloz, escapándose de entre tus dedos.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESWhere stories live. Discover now