Los doce relojes de la ciudadela

443 63 21
                                    

Su fuerza se perdió a lo lejos, en donde todavía desgarraba los árboles que encontraba a su paso, en su lucha contra las montañas, como una poderosa fuerza destructora. Me levanté y miré a mi alrededor.

No terminaba de entender qué podía haber de peligroso en aquel lugar. Al menos no más allá del intenso hedor de la podredumbre y las estructuras en ruina.

Pero de súbito una extraña sensación me recorrió hasta el último nervio del cuerpo, paralizándome.

Apenas quedaban en pie restos de mobiliario, pero si lo que en principio me habían parecido unas pilastras adosadas a los restos del muro.

Como movido por un impulso sobrenatural mis pasos me condujeron, pausados y produciendo aquel extraño crujido bajo mis pies, frente a una de aquellas estructuras.

Con forme me acercaba quedó patente una realidad inesperada. No era nada parecido a una pilastra adosada al muro. Resultó ser un reloj de pie con péndulo, el más grande que hubiera visto antes, tallado en la roca. Un reloj, como los que había visto en mi visión en el Oráculo.

Pero no fue hasta que reparé en su péndulo cuando la sangre terminó de congelarse en mis venas.

No se trataba de una roca, ni de una esfera giratoria, ni de nada que estuviera acostumbrado a ver en ese tipo de artilugios. De hecho, desde el principio tuve la convicción de que no era nada que nadie hubiera visto o descrito antes. Y mucho menos algo que desees volver a ver.

El péndulo consistía en una larga cadena de cuyo extremo pendía una cabeza humana cortada y con marcados rasgos de haber sufrido una muerte violenta. Parecía haber sido momificada. Al menos esa fue la única explicación que encontré en un principio.

El dueño de aquel palacio tenía que haber sido alguien terrible con sus enemigos, y no había tenido piedad. Dado el significado que las cabezas cortadas tienen en todas las culturas, era la única lectura posible. Quien quiera que hubiera vivido allí debió celebrar el exterminio de esa persona, y lo inmortalizó de esa macabra forma para perpetuar la memoria de su victoria sobre el enemigo.

Me quedé ahí plantado. Observándolo con detenimiento. Extendí la mano para retirar la ceniza del cristal roto que lo confinaba, y poder visualizar mejor aquel rostro.

Había sido un hombre joven. Conservaba su pelo íntegro, anudado en una trenza que una vez habría caído a su espalda. Tenía una oreja cortada, y su piel, cetrina, estaba cubierta de ceniza.

Eché la vista atrás y constaté lo que había supuesto desde el principio. Todos aquellos relojes custodiaban cabezas en su interior, inmortalizadas en forma de péndulos. No era uno solo. Eran doce relojes.

Aquel ser debió ser alguien muy cínico, muy vengativo, o muy poderoso.

Como movido por una misteriosa atracción mis ojos volvieron a clavarse en el rostro de aquel joven que había corrido una horrible suerte y cuya cabeza pendía todavía del péndulo.

Las voces en el viento no cesaban en su empeño de repetirme que corriera y me alejara de allí, pero algo inexplicable me lo impedía. Era como una fuerza invisible que me volvía incapaz de apartar los ojos de aquel rostro.

Ni siquiera entonces fui capaz.

Los ojos de esa cabeza que prendía del péndulo se abrieron de súbito, dejando al descubierto dos cuencas negras que parpadeaban y me atravesaban las entrañas.

Me asusté, echando varios pasos hacia atrás y escuchando de nuevo aquel extraño crujido bajo mis pies.

Solo entonces me liberé del embrujo, mientras aquellos ojos seguían fijos en mí. Y me detuve por un instante a observar la ceniza en el suelo.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora