La lucha ancestral de poderes

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Apenas unas horas después la situación era bastante diferente.

—¿Un desierto? —preguntó, Miriam.

Para ese momento nos encontrábamos agazapados lo que parecían ser las ruinas de un antiguo templo, en medio del desierto de arena de un altiplano cercano al gran lago, desde donde se advertía la inmensidad de las nubes que amenazaban tormenta, y parecían cercar, como un gran anillo, el perímetro de aquella vieja montaña que custodiaba el Palacio de las Vestales, inmerso, ahora sí, en una gran nebulosa.

—Eso parece —admití en un susurro.

—No parece que esta vasta y árida extensión de tierra infinita albergue suerte alguna de conexión directa con la cumbre de aquella montaña ―Se quejó mi amiga―. Y puntualizo "aquella"... porque, por si te has dado cuenta, se ve bastante, bastante lejos —añadió a modo de reproche.

Sobraba razón en sus palabras, desde luego, pero Miriam olvidaba que aquel reducto formaba parte de la complejidad de las vicisitudes de la comunidad mágica dimensional. Y la magia me ha enseñado a entender que muchas veces podríamos ver más allá de las cosas si fuéramos capaces de silenciar la lógica y escuchar a la intuición, que es la voz de lo inexplicable en el universo.

Yo había seguido a mi instinto, y no me iba a fallar.

Pero ten huevos de ponerte a explicar esto cuando acabas de topar con el raciocinio humano del siglo XXI, lógico y científico, terreno farragoso en el que aquel que asegura guiarse por su voz interior está loco, y, sin embargo, se cometen toda clase de atrocidades en nombre de la evolución. Actos injustificables invisibles a los ojos de una sociedad que todavía cree expandirse en nombre del progreso tecnológico, cuando tan solo avanza de forma inexorable hacia su destrucción.

—Confía en mí —resumí.

Tiendo a callarme o sintetizar cuando sé que no ganaré nada en una conversación, por más que lleve la razón.

Está el que dice que quien calla otorga. Yo creo que discutir es un esfuerzo inútil para quien sabe de qué habla.

—Mierda, Elías, no estamos para confiar en...

Entonces pasó justo lo que me temía.

Un silbido angelical parecido a una melodía ancestral empezó a escucharse, reverberando entre las ruinas de roca entre las que nos encontrábamos, kilómetros adentro de un desierto de arena. Primero lejano, cada vez más real después.

—¿Qué es ese ruido?

Le hice un gesto para que se agachara, y quedamos agazapados tras un entablamento que con toda certeza en algún momento debió ser muy grande y ahora se hallaba semienterrado, aunque todavía servía de arranque para los restos de una columnata.

Asomamos la cabeza sobre aquella suerte de murete semienterrado, posicionados en el último de los intercolumnios, con toda cautela eso sí, aunque ella más que yo.

La verdad es que a mí apenas me cabía duda sobre qué podía ser.

Y pronto mis ojos constataron la evidencia.

—¿Qué hacen? —preguntó Miriam sin dar crédito— ¿Y qué son esos...?

Sonreí.

—Shadavars —susurré—. Nunca había visto uno, pero los reconocería en cualquier lugar por el sonido de su música.

—Son como unicornios con alas... ¿Ellos la producen? —preguntó.

Asentí.

—No a propósito, es el viento atravesando los agujeros de su cuerno, si te fijas está completamente calado —expliqué—. Quedan muy pocos en la dimensionalidad, y solo habitan lugares sagrados. Su cuerno, pezuñas y dentadura son de marfil ámbar, y durante largo tiempo se les cazó de forma indiscriminada ya que este material se utiliza en la elaboración de filtros ancestrales cuya preparación hoy está prohibida —aclaré.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESWhere stories live. Discover now