El Séptimo de los Señores Ajawa

571 74 21
                                    

Al amanecer del cuarto día alcancé la cumbre.

Mi estado vital se deterioraba por momentos, y tuve que escoger ese instante en el que solo planeaba pararme a observar todo lo que me rodeaba, a mis pies, para rebuscar en mi bolsa y extraer el segundo frasco de antídoto. El virus había seguido avanzando, aunque aún no había abandonado la pierna. Tenía algo de frío, pese a que todo lo que me rodeaba era un infierno, y sudaba como un animal.

El dolor de la herida había vuelto. Y aunque soportable, cada hora que transcurría era más punzante y se extendía. Sabía que los efectos del filtro calmante estaban llegando a su fin. Bastante había hecho.

Bebí agua, junto con el filtro, y me esforcé por comer algo del pan que traía conmigo y que ya no era más que un mendrugo endurecido.

Me coloqué la máscara de nuevo, y me senté en el último de los escalones de piedra, contemplando el esplendor de aquel apocalíptico paraje mientras esperaba los efectos del filtro sobre mi cuerpo. Los tornados seguían asolando el yermo bosque, en donde, una vez más, todo parecía en calma. Las cadenas montañosas eran inmensas. Y se divisaba la gran fortaleza que había estado a punto de convertirse en mi tumba, como un punto insignificante entre la inmensidad de las montañas.

En la cercanía los volcanes en erupción escupían toda clase de residuos pétreos, lava y azufre. El humo volvía casi imposible respirar, pese a llevar la máscara, y todo adquiría un tinte rojizo.

Contra todo pronóstico, los ríos de lava y las erupciones respetaban aquella cumbre. La más alta de todas, en la que se extendía el gran cementerio.

Solo un par de horas después, y cuando me supe listo para enfrentarme a esa visión umbría y terrorífica de lo que me quedaba de vida me puse en pie, ya más recuperado, y me giré para encontrarme de bruces con la entrada del cementerio.

Un sencillo dolmen a cuyos extremos se erguía un pequeño murete. Y en cuya laja superior se leía una inscripción tallada en la roca.

"Assisak igon Deak, onnor eg bizah eg da" / "Si tu destino es, aquí yo aguardo"

No podía detenerme más.

La vida es una lucha constante contra el tiempo que nos queda, y yo tenía aún demasiadas cosas que hacer para el tiempo que me quedaba.

Respiré hondo y a paso firme, ignorando el dolor, atravesé aquel umbral adentrándome en el lugar que, aunque yo aún no fuera consciente, estaba por presenciar una batalla que los libros de Historia recordarían.

Mi última batalla.

***

Aquel enclave era inmenso e inexplicable. Erecto sobre un peñasco al que la lava respetaba sobre la cima de un volcán. La lava, el fuego y los efluvios exudaban por orificios en los laterales de lo que debería haber sido el cráter inmenso, creando a su alrededor piscinas de lava bastantes metros por debajo de la cumbre.

Pero allí dentro, y en contra de todo cuanto se pueda imaginar, no había lugar para el miedo. Todo estaba en paz.

Esculturas de roca recubiertas por la ceniza y la vegetación petrificada. Recreaban demonios, y seres de todas las clases, incluidos los posibles dueños de las espadas. Allí se contaban por miles. Cada una incrustada con sus características propias, convertida en roca, y aguardando en un pedestal con una inscripción que la definía. Había armas de las más diversas tipologías, tamaños, dibujos, talles, y forjas asombrosas incluso para el metal.

SLADERS (II). LA LLUVIA DE FUGACESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora