Capítulo 4

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Nia se despertó completamente desorientada. Había estado soñando casi toda la noche, pero cuando abrió los ojos ya no recordaba ni la mitad de ellos. Le dolía el estómago y le rugía como si de un dragón se tratara, y recordó que había llegado a Egipto y no había comido absolutamente nada el día anterior. La Demiguise la miraba intrigada, pues Nia se había puesto de pie y estaba rebuscando en su armario para encontrar nueva ropa que ponerse. Dejó un pijama encima de la cama aún doblado, pues la noche anterior no se había molestado ni en cambiarse siquiera.

Junto con varias prendas que flotaban en la habitación, se precipitó al cuarto de baño que había en una esquina de la tienda. Tenía que admitir que estaba bien equipada, y con sus propios hechizos había hecho de esa tienda un lugar más acogedor todavía. No podía permitirse un lugar demasiado incómodo, porque no los soportaba. Aún se preguntaba cómo los muggles podían acomodarse en la naturaleza cuando apenas tenían comodidades en sus diminutas tiendas. En comparación con la de los magos, eran incluso insalubres. Pero también era cierto que Nia, aunque le gustaba la naturaleza, los animales, y no temía mancharse las manos, sí que le gustaba viajar con sus pertenencias bien ordenadas y con varias comodidades aseguradas. Era parte de las contradicciones de su personalidad.

Tras darse una refrescante ducha que la despejó por completo, se vistió con ropa cómoda, de nuevo unos pantalones holgados y una camiseta lisa de color apagado. Se recogió el pelo en una cómoda coleta y le echó un vistazo a las criaturas que la acompañaban. El escarbato no se había despertado todavía y dormía plácidamente entre el montón de monedas y joyas que Nia le había preparado, y la demiguise continuaba mirándola, sentada en la cama. La joven estaba segura de que estarían bien; aún tenían comida en sus hábitats, y con las protecciones que tenía la tienda, no deberían ser molestados por nadie mientras ella estaba fuera.

El estómago de Nia volvió a rugir mientras dejaba caer la tela de la entrada de la tienda y el sol le daba de lleno en la cara. Su vista quedaba ocupada por la luz y todo el campamento parecía rebosante de vida a aquellas horas, a juzgar por todo el ruido.

Desayunó abundantemente en la carpa que Bill le había indicado el día anterior, y sin pararse demasiado a hablar con nadie, más allá de los buenos días, puso rumbo a la tienda del supervisor sin perder más tiempo. Necesitaba información, y aquel hombre debía saber algo. Lo que fuera.

Entró en la carpa del supervisor, quien aquel día en lugar de leer sus papeles, parecía estar escribiéndolos. La tienda continuaba siendo tan espaciosa por dentro como por fuera, pero apenas era perceptible por el montón de documentos y ficheros y que había.

-Buenos días, señorita Edevane. – Saludó el hombre sin levantar la vista, parecía incluso mayor que el día anterior.

-Buenos días, señor Myer. – Respondió ella, esta vez usando el apellido del hombre. No entendía por qué aquella mañana se mostraba tan educado, pero supuso que tenía que corresponder.

-Entiendo que está usted aquí por el mismo asunto que ayer.

-Así es. ¿Qué puede decirme de las desapariciones?

-Absolutamente nada. Sé lo mismo que mis hombres. – Levantó la vista de sus folios y dejó la pluma en el tintero mientras se apoyaba en el respaldo de su silla y cruzaba los brazos por delante del pecho.

-Entonces pretende que me crea que usted, quien debe estar al tanto de todo lo que ocurre en su excavación ¿no tiene ni idea de por qué sus trabajadores desaparecen?

-Mire, señorita Edevane, créame que he investigado. No sé por qué mis hombres están desapareciendo, ni sé en qué circunstancias lo hacen. No hay ningún rastro que sea capaz de seguir, y créame que habría encontrado alguno si fueran humanos los que estuvieran detrás de esto. – El hombre soltó un pesado suspiro. – Lo único que puedo hacer ahora es ocuparme de todo el papeleo, y lo poco que puedo decir públicamente es que esos hombres han abandonado esta excavación por decisión propia. Eso es lo que me pide Gringotts que haga, y eso es lo único por lo que estoy aquí todavía. Me habrían despedido si la prensa o los familiares hubieran sospechado algo.

-¿Todos sus hombres están al tanto de la situación?

-Todos ellos saben el riesgo que existe al continuar con esto. Y todos los que continúan aquí, lo hacen porque saben quiénes han desaparecido. Puede no creerme, pero la mayoría siguen teniendo la esperanza de que los que no están, volverán, o al menos los encontrarán en alguna parte.

Nia se apiadó de aquellos hombres. Todos estaban haciendo lo mejor que podían y sabían, tanto para acabar con las maldiciones de las pirámides, por si fuera alguna la que estaba haciendo que aquello ocurriera, como para encontrar qué era lo que estaba detrás de todo aquello. Incluso aquel hombre que apenas le daba información, tras su cuerpo arrugado y cansado, presentaba una determinación con la que Nia no había contado. Quería encontrar a sus hombres tanto como ella quería proteger a aquella criatura de ellos.

-Entiendo que sabrá llevar el asunto con la discreción que se le pidió antes de firmar el contrato. – Dijo entonces Myers, interrumpiendo sus pensamientos.

- Sí, señor. Haré lo que pueda por encontrar a la criatura que está detrás.

El hombre, complacido, volvió a su trabajo. Nia no había conseguido nada, pero aún tenía preguntas. Myers se percató de que la joven aún no se había movido de su sitio y volvió a levantar la vista.

-¿Podría ver alguna de las tiendas de los que han desaparecido?

-No, nos encargamos de desmontarlas todas en cuanto alguien desaparece. Aunque siempre las inspeccionamos antes a conciencia.

-Entonces ¿podría avisarme para inspeccionar la tienda antes de que desaparezcan todas mis pruebas?

-No puedo prometerlo. Hay un equipo que se encarga de eso, y los que se dan cuenta antes son los primeros en pisar la tienda. Normalmente hay rastros de los que registran la tienda, pero nada más. No creo que pueda encontrar algo que nosotros no hayamos encontrado ya.

-Si eso fuera así, no me habría llamado a mí en específico.

-Cierto. – El hombre le mostró una burlona sonrisa. A pesar de que parecían tener el mismo objetivo, Nia comprendía que aquel hombre no iba a ponérselo nada fácil. Su reputación y la de su excavación iban antes, seguramente porque eso era todo lo que le mantenía en el puesto y le hacía ganar dinero.

Nia caminaba hacia su tienda sin ninguna esperanza. ¿Qué podía hacer durante el resto del día? Sin pruebas, sin testigos, sin ayuda. Cabía la posibilidad de que fuera una maldición de una pirámide, pero, maldita sea, todos aquellos hombres lo habrían sabido. Si aquello era una criatura... Tenía que encontrarla. Con una fuerza renovada, continuó caminando.

Se pasó el resto del día con un cuaderno, garabateando con una pluma encantada toda la información que le parecía relevante; los lugares donde habían estado esos hombres, quiénes habían ido a registrar sus tiendas, y quiénes habían recogido las mismas. A pesar de haber usado todos los hechizos de revelación que se le había ocurrido y todas sus habilidades de rastreo, con las que se había ganado varias miradas extrañas de los que estaban cerca, no había encontrado nada más. Aún continuaba sin saber cuántas personas exactamente habían desaparecido, ni sus nombres, ni con quiénes se relacionaban. Le faltaba mucha información y seguía sin encontrar a nadie que estuviera dispuesto a dársela. O más bien, a nadie que conociera a todos los que habían desaparecido.

Llegó a su tienda ya entrada la noche, y de nuevo se dio cuenta de que no había comido nada. Sin embargo, decidió que ya lo haría al día siguiente. No sabía si era el calor de Egipto, pero algo parecía cansarla demasiado. Se reprendió mentalmente por no estar cuidando su alimentación como era debido, y posteriormente se quedó dormida. 

Lo que el desierto esconde || Bill WeasleyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora