Capítulo 1. Desierto

463 157 225
                                    

Es la quinta vez que nos mudamos, por lo tanto me conozco el proceso de memoria: primero mi padre, que es fotógrafo, nos anuncia que ha encontrado un trabajo estable en otro estado, luego mi hermano y yo nos miramos a los ojos y corremos a empacar las maletas.

La primera vez que lo hicimos fue divertido, porque teníamos cuatro años y papá fingió que eramos magos escapando de Voldemort; ahora, sin embargo, mudarme otra vez se me hace pesado y molesto.

Miro fuera de la ventanilla mientras nuestro coche pasa rápido frente al desierto de Arizona, e intento no pensar en nada.

Me coloco mis audífonos y le doy play a una vieja canción de Luis Miguel que me encanta, y cierro los ojos para visualizar el mar.

Mi terapeuta me dijo que cada vez que me sintiera estresada pensara en algo que me transmitiera paz, y yo elegí al mar. Es la única cosa que amo de verdad.

De hecho, me resultó lindo cuando, en nuestra mudanza número dos, fuimos a Key West, en Florida, porque a pocos kilómetros de ahí se extendía el océano. Fue chido vivir ahí, así que, cuando tuvimos que irnos, caí en algo que mi terapeuta llama "depresión". Me duró por toda nuestra estancia en Tucson, Arizona, y creo que sigo teniendo secuelas inclusive ahora.

La ventanilla está bajada y el calor del desierto me azota la cara y me la hace aún más sudorosa que de costumbre. Oigo a mi hermano decir algo, pero la voz de Luis Miguel es demasiado fuerte en mis oídos como para dejarme prestar atención a lo que pasa tras mis párpados.

Sin embargo, estoy obligada a abrir los ojos cuando mi hermano me sacude el hombro sin el mínimo cariño.

-¿Qué? - le pregunto molesta, y él me tiende de mala gana un donut.

-Es hora de comer, dormilona.

-No tengo hambre.

Volteo hacia el desierto, y es ahí cuando oigo la voz de mi padre decir: -O te comes ese bendito donut, Vanesa, o le pido a Juancho que te alimente a fuerza.

-Que asco-, murmuro, agarrando el donut -. ¡Juancho ni se lava las manos! Si me alimenta él, lo más probable es que me agarre una de esas enfermedades raras.

-Que divertida- se burla mi hermano Juancho, despectivo, y me agarra el móvil tirando de los auriculares -. ¿A quién escuchabas?

-¡A nadie, pesado! ¿Por qué no vuelves a trastear con tus estúpidos videojuegos? - le grito, antes de hincarle el diente al donut.

Es de chocolate con estrellitas de azúcar, mi favorito. No tendría que comerlo, porque no es saludable, pero soy delgada por genética y unas cuantas calorías demás no me harán nada

-¿Cuándo llegamos a Rose Lake? - le pregunto a papá, y el me sonríe a través del espejito retrovisor.

-Pronto, princesa.

Cierro de nuevo los ojos, porque cuando mi padre dice "pronto" durante una mudanza, significa que no estamos ni a la mitad del camino.

Mi padre es un buen fotógrafo, uno de los mejores de México, pero aquí en los Estados Unidos no es nadie. Se tiene que mover constantemente para conseguir trabajo, y nos arrastra a Juancho y a mí con él cada vez.

Mi madre murió cuando yo todavía era una niña, y tengo muy pocos recuerdos junto a ella; sin embargo, a veces me gustaría tenerla cerca, y le pido a papá o a Juancho que me hablen de cómo era. Juancho tenía doce años cuando mamá murió, así que se recuerda seguramente más de ella que yo, y papá tenía treinta.

Estoy pensando en mi madre ahora, mientras vamos por el desierto a 150 kilómetros por hora, y en qué cara pondría si supiera el dolor que siento.

Simplemente VanesaWhere stories live. Discover now