Capítulo 10. Nietzsche

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A la mañana siguiente, me ha bajado la regla.

Genial, pienso apretando la mandíbula, mientras busco ropa negra y bragas cómodas en mi cajón.

Eso explica el porqué de mi irritabilidad anoche, y también de mi repentino llanto. Usualmente, unos tres días antes de menstruar me asalen los cólicos y me siento tan floja que ni puedo salir de la cama, pero esta vez ha sido distinto. Nada me ha avisado de que hoy me iba a bajar, probablemente porque en los últimos días, entre la mudanza y el primer día de escuela, he estado demasiado ocupada como para prestarle atención a las señales de mi cuerpo.

Una vez cambiada, bajo a la cocina y veo a mi padre preparando tacos en una sartén. Lo miro extrañada.

-¿Se supone que vamos a desayunar eso?- le pregunto, indicando los tacos.

Él levanta una ceja.

-Mira tú quién se ha despertado de buen humor- se burla, esparciendo salsa Valentina sobre un taco ya listo -. Ven a comer, anda.

Yo niego con la cabeza.

-No voy a comer eso de primera mañana.

-Bueno, entonces te vas a la escuela con el estómago vacío, porque en el refrigerador ya no queda nada.

-No habíamos comprado mantequilla de maní y avena? - digo mientras me acerco a la despensa.

-Yep, pero se los ha acabado Juancho ayer.

-¡Tenía hambre!- se justifica mi hermano, apareciendo en la cocina como si lo hubiéramos llamado. O como si lo necesitamos en nuestras vidas.

-Te vas de hermano comprensivo pero luego me dejas sin desayuno-, siseo, dándole un mordisco al taco de mala gana -. No vas a cambiar nunca, Juan Camilo.

Él hace una mueca decepcionada y por un momento pienso haberlo herido. Entiendo que no lo he hecho cuando una enorme sonrisa se extiende por su cara y él saca un paquete de chuches de debajo del refrigerador.

-¿Y eso...? - empieza mi padre.

-Tengo provisiones escondidas por toda la casa... Para los momentos de hambruna, vaya.

Me saca el dedo corazón mientras desaparece por la puerta de entrada mascando sus chuches.

-Es hijo de puta...- murmuro, mirando con odio el taco medio acabado que yace en mi plato.

-¿Cómo has dicho?- me pregunta mi padre en tono serio.

Yo pongo los ojos en blanco.

-Ya entendí de quién ha heredado Juancho la pesadez extrema- digo, y me levanto para ir al cole.

~

La primera clase del día es filosofía, mi materia favorita después de matemáticas. Siempre me ha gustado estudiar los pensamientos de los grandes filósofos, y, posiblemente, ir en contra de ellos porque me parecen todos idiotas. Se podría decir que contrarrestar la gente es mi deporte favorito.

Mientras compro una dona de chocolate en la cafetería del colegio e intento mentalizarme de que hoy tendré examen de mates con Mr Hitler, Daisy me escribe diciéndome que hoy tiene Lenguas en primera hora, y que luego se tiene que meter en la biblioteca toda la mañana para hacer un trabajo grupal. Esto significa que la podré ver solo a la hora del almuerzo, y que en clase de filosofía no tendré absolutamente a nadie con quien hablar.

Apenas logro encontrar mi aula, me siento en las últimas filas, como de costumbre. Por suerte, el lugar es grande y con pocas ventanas, y eso es muy bueno, porque me ayudará a pasar desapercibida y a no tener que interactuar con otros adolescentes. Ahora que tengo a Daisy y a sus amigos, ya no me interesa socializar con nadie más que no sea mi dona de chocolate.

Para asegurarme de ser invisible, me cubro la cabeza con la capucha de mi sudadera negra y clavo los ojos en el cuaderno que acabo de sacar de la mochila. Cuando termino mi dona, me chupo con gusto los dedos y me atrevo a mirar al frente.

El aula ya está llena de alumnos, y ninguno de ellos es Lucas. Daisy me ha dicho que él también está en nuestro mismo curso porque ha repetido dos veces, así que las probabilidades de que esté en clase de filo son muchas; afortunadamente, cuando el profe entra y cierra la puerta tras él, Lucas no se ha presentado, y yo puedo dejar salir un suspiro de alivio.

Me quito la capucha porque ya todos están concentrados en el profesor y me hago una coleta alta. El calor es insoportable en esta aula, y hoy que tengo las hormonas revueltas, lo noto aún más.

Me tapo los oídos con todas mis fuerzas durante los anuncios del día, porque sé que la voz que los lee es de Lucas y no quiero escucharla.

Después del saludo a la bandera, el profesor se presenta y nos dice que se llama Mr. Harris. Es un hombre alto, con hombros anchos y pelo aceitoso y desordenado. Me hace gracia cuando intenta llevarse a la boca un chicle de fresa pero no lo consigue, y el chicle se estrella en el suelo.

Sonrío.

-Hoy hablaremos de Nietzsche- anuncia, sin ni siquiera pedirnos nuestros nombres. Mejor así, de todas formas -. Friedrich Nietzsche es uno de los filósofos más importantes de la historia. Su pensamiento desafió dos mil años de filosofía, y, de hecho, una buena parte de su éxito viene de sus demoledoras máximas.

Ya me cae bien ese tal Nietzsche. Parece que a él también le gustaba demoler ideas arraigadas en la sociedad, como a mí, con la pequeña diferencia de que él cargó contra la supuesta naturaleza racional de hombre y yo quiera cargar contra el patriarcado. Bueno, esos son solo detalles.

El profe sigue hablando de lo que pensaba Nietzsche sobre la verdad, y yo tomo notas, interesada. En el mismo instante en el que levanto la mano para intervenir, un chico se asoma por la puerta de la clase.

-Perdón por el retraso, profe- dice, y mi corazón salta un latido.

No puede ser, pienso mientras el chico se sienta en un pupitre libre en la primera fila y deja su mochila en el suelo con un estruendo.

-Siempre eres el mismo, Lucas- bufa Mr. Harris, y sigue hablando.

Sin embargo, yo no puedo escucharlo. Me he quedado sorda en el mismo momento en el que el chico racista que tiraba piedras a mi ventana ha entrado en mi clase de filosofía. Miro la nuca de Lucas con odio y luego deslizo mis ojos hacia el reloj que cuelga cerca de la pizarra.

Tendré que aguantar otros cuarenta minutos en el mismo ambiente que Lucas, y no les puedo asegurar que saldrá con vida.

Simplemente VanesaWhere stories live. Discover now