Capítulo 29. La historia del caimán morado

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Miro fijamente mi tatuaje mientras me acomodo mejor en la cama, pasando una mano por la película transparente que lo recubre.

La luz de un nuevo día se cuela tímidamente por mis cortinas, proyectándose en rayas paralelas sobre el piso.

Giro la cabeza hacia mi reloj despertador sin muchas ganas solo para comprobar que son las siete y cuarto de la mañana (o sea que ha pasado solo un minuto desde la últimas vez que chequé la hora), y disfruto del calor de mis sábanas todo lo que puedo.

Como las clases empiezan a las ocho en punto, debería levantarme a las siete y estar lista para irme de casa a las siete y media, pero algo me retiene en mi cama hoy.

No quiero volver al colegio, no después de haber comprobado lo que dicen de mí en redes sociales.

Ayer no he vuelto a tocar mi móvil por miedo a lo que habría podido encontrarme, pero esta noche estaba tan desesperada por no poder dormir que simplemente agarré el teléfono y empecé a leer todos esos mensajes que pululaban en mi Instagram.

Zorra.

Frijolera.

Puta.

Exagerada.

Psicópata.

¿De verdad la gente no tiene nada más que hacer que insultar a una pobre chica latina recién llegada?

Tengo quince mensajes de Daisy, que ha recibido un montón de insultos y mensajes de odio también, tres de Eve y dos de Jeff, los cuales, principalmente, tienen dos cosas en común:

1. Contienen palabras de lástima y frases motivacionales dignas de Pinterest;

2. No los he leído. Ninguno de ellos.

No tengo ganas de relacionarme con más adolescentes por ahora. Ya tengo suficiente con la maravillosa experiencia que me han brindado Laia y Jana.

Estiro un brazo para alcanzar la pomada para tatuajes que he comprado ayer por la tarde en la única farmacia de la ciudad, y me la aplico con cura sobre la ingle.

El caimán que ha sido imprimido con tinta sobre mi piel hace tan solo unas horas me devuelve la mirada, clavando su único ojo en mis dedos cuando se los paso por encima empapados de pomada.

Tras el "accidente" que pasó ayer en el autobús, Chris me dijo que si quería podía acompañarme a casa. Según el, después de un día tan intenso, solo me hacia falta descansar, y en otras ocasiones habría accedido. Habría elegido el reposo y la comodidad por encima de todo.

Pero estaba demasiado llena de adrenalina como para quedarme quieta. Quería algo que me acordara de ese día por muy mierda que había sido, que me recordara que había sobrevivido a personas y cosas horribles y que seguía aquí más fuerte que antes.

Con esto en la cabeza, había enterado al estudio de tatuajes no sabiendo muy bien qué me iba a hacer ni cuánto iba a doler, y, la verdad, con una buena dosis de miedo en las venas.

Había estado mirando por dos horas el tatuador mientras agujereaba la piel de Chris y daba forma a la cara de Brad Pitt en su cuádriceps, dandole vueltas a mis pensamientos.

Tenía que escoger un tatuaje significativo, porque no soy el tipo de persona que se marca indeleblemente la piel solo por estética, y también un sitio poco notorio.

Recuerdo que Chris parecía cómodo en el sillón de cuero en el cual estaba recostado. Tal vez disfrutaba del dolor. Me pregunté si, cuando llevara en mi piel más tatuajes, llegaría yo también a disfrutar de la sensación de la aguja sobre mi cuerpo.

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