🥀 c i n c u e n t a | t r e s 🥀

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Narración: Anabelle Russell.

—Señorita, necesito que permanezca inmóvil. Estamos haciendo todo lo posible para tratar sus heridas— expresa el doctor con un tono firme, pero cargado de preocupación.

—Cada movimiento aumenta el dolor, pero no puedo quedarme quieta, esto es insoportable— contesto entre dientes, sintiendo cómo cada toque del médico parece desgarrar mi piel.

El chirriar de la venda al desprenderse de mi piel es como un lamento agónico, una sinfonía de sufrimiento que se intensifica con cada centímetro que se despega. Mi cuerpo se tensa, y las lágrimas son una muestra visible de mi tormento mientras enfrento la crudeza de la curación sin anestesia. Cada fibra de mi ser parece protestar contra la tortura silenciosa, y mi deseo de liberarme y golpear al médico se convierte en un grito ahogado por la realidad de la sujeción que me impide actuar.

—¿Vez que si eres capaz de soportarlo?—  susurra un suspiro sepulcral al retirar con meticulosidad la extensa venda que envuelve mi espalda, un eco de alivio apenas perceptible se cierne en el ambiente —Ahora, procederé con la descontaminación exhaustiva de la región afectada, seguida por la aplicación de una nueva venda—

—Matarme sería más fácil— murmuro. Aunque, por supuesto, cada palabra es absorbida por su aguda percepción.

Lágrimas se deslizan sin restricción, un coro de blasfemias brota de mis labios, y mi garganta se convierte en un eco de chillidos ante cada roce del algodón impregnado en alcohol que explora las profundidades de mis heridas.

Así transcurren los minutos, donde mi tortura encuentra su cierre. Al término, el dolor ha menguado considerablemente, como si mi ser se hubiera entrelazado íntimamente con el sufrimiento. Al final, se revela la veracidad de esa afirmación que proclama la naturaleza masoquista del ser humano; amamos con devoción aquello que nos consume.

—Has desempeñado tu papel con maestría, delicia— el beso de Waldheri en mi frente provoca un fruncimiento en mi ceño.

—No me infantilices, puto— me quejo. Recibo otro beso, y absurdamente, una sonrisa se insinúa en mis labios.

—Evita actuar como tal —resuena la voz de Gunther, invisible en la penumbra —¿Te duele mucho? Proporcióname una cifra del uno al diez—

—Tu hermano en tanga— replico.

—Muñequita, ninguno de nosotros usa tanga, a diferencia tuya— Volker, pretendido cómico, arroja sus palabras ante mi gesto de desprecio.

Solo vislumbro sus muslos; desde la llegada del médico, los he convertido en mis improvisadas almohadas. Sus manos acarician incansablemente mi cabello, una especie de consuelo que suaviza el proceso. Las palabras reconfortantes que me dedicó durante la intervención del doctor tejieron un velo de tranquilidad.

Debo reconocer que este arduo trance solo lo soporté gracias a la tenacidad de estos tres seres. Sus manos sosteniendo mis extremidades, sus caricias mitigando mi agitación; sin su presencia, el médico aún estaría inmerso en su tarea interminable. No es solo eso; con cada tontería que pronuncian y cada gesto efímero, logran que mi mente se mantenga anclada en la distracción, un bálsamo ante la adversidad.

En verdad, no completamente; desterrar el pensamiento acerca de mi familia y la posibilidad de que estén en peligro se revela como una tarea hercúlea. La faceta más cruel y despiadada de mi mente forja horrendos escenarios donde mis padres sucumben de las maneras más atroces.

¿Cómo ha podido perpetuarse tal pesadilla en mi hogar, y yo, en mi ceguera, permanecer ajena a ello? Recuerdo con claridad que mi padre disfrutaba la caza; de niña, solía acompañarlo, explorando bosques con él y sus amigos en acampadas, observándolo capturar conejos o, en ocasiones, presenciar la caza de animales más grandes, como ciervos. Aunque esa práctica me fascinaba, al crecer, cesó por completo. Sin embargo, el abismo que separa la caza de animales para consumo de la caza de seres medio humanos para comerciarlos o perpetrar males mayores es tan vasto como impactante. Contemplar que mis padres han cruzado esa línea durante tanto tiempo desgarra mi corazón.

Los Marshall #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora