Epílogo

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18 años después
Nubea Jones

—¡Iver, Nubea, tenemos que irnos ya!—escucho como grita mi madre desde  la planta de abajo.

Ella ya está vestida y maquillada, pero mi eyeliner no colabora. Siendo sincera, mi hermano y yo hemos heredado su increíble habilidad para llegar tarde a todos lados.

Es ocho de septiembre, el aniversario de la muerte de mi abuela. Mamá me ha contado que cuando ella era pequeña hacían misas todos los años, pero ahora, tal y como quería en ese momento, ha conseguido montar una gala benéfica anual y que todos los donativos recogidos se destinen a la investigación para la cura cáncer. 

Finalmente, consigo que mis dos ojos queden iguales y me aliso las arrugas inexistentes del vestido azul cielo que elegí para hoy cuando fui de compras con mamá. Es de tirantes, largo hasta los tobillos y de tela ligera. Quiero lucir perfecta. Es la primera vez que voy a ser yo quien de el discurso de apertura en lugar de mi madre, estoy hecha un manojo de nervios y no dejo de repetir todo en mi cabeza. 

Tras unos minutos, consigo relajarme un poco y reunir la fuerza requerida para bajar las escaleras a paso lento. Mis tacones resuenan conforme bajo los escalones de madera de roble, y una de mis manos descansa sobre la barandilla mientras la otra eleva el borde de mi vestido para no pisarlo al caminar. 

—Mamá, no llores—sonrío tontamente al ver como se sostiene el puente de la nariz, aunque se que ambas empezaremos a llorar en cualquier momento. Nos parecemos mucho en eso. 

Papá sale de la cocina, vestido con un traje negro y la corbata roja, a conjunto con el vestido de mamá, y peinado hacia atrás—algo milagroso en él porque cuesta horrores que toque un peine—, y la abraza desde el lado, posando un beso suave sobre su coronilla. Me han contado mil veces su historia, y nunca me canso de escuchar como se enamoraron poco a poco el uno del otro y como superaron los problemas y adversidades que la vida les puso por delante, dispuesta a separarlos, pero sin éxito. 

Iver, mi hermano mayor, baja las escaleras con el pelo completamente despeinado, pero luciendo increíblemente bien, como siempre. Eso lo ha heredado de mi padre. Pase lo que pase y hagan lo que hagan, su pelo castaño y ondulado sigue viéndose genial. Por otro lado, mamá y yo tenemos que dedicar muchísimo tiempo a cuidar nuestro pelo, el mío con ondas suaves hasta la cintura, el suyo rizado por debajo de los hombros. 

Agarro mi bolso blanco del perchero que tenemos en la entrada y meto el móvil y las llaves de casa dentro. A pesar de que todos los miembros de mi familia llevan llaves, tengo una manía con siempre llevar las mías encima. Miro el portafolios que tengo entre las manos, también de color azul y el cual contiene el discurso que tengo que dar en la gala, y respiro hondo, con los ojos cerrados. 

Mamá me ha hablado de estas cosas. De la ansiedad, la depresión y las enfermedades mentales en general. Me ha enseñado como reaccionar si alguna de ellas me afecta o si sospecho que alguien de mi alrededor las padece, y que hacer en esas situaciones. 

Siento como alguien me rodea los hombros con un brazo desde un lado y no necesito abrir los ojos para saber que es mi hermano. A pesar de que nuestros padres nunca han sido exigentes con nosotros, yo misma me presiono, deseosa de llegar a la perfección, lo cual me cuesta varios dolores de cabeza por el cansancio mental. Él siempre está conmigo cuando sospecha que algo está empezando a abrumarme, y sabe como actuar. 

Iver y yo nos llevamos dos años de diferencia, él  cumplió diecisiete hace unos días, el veintiocho de agosto, y yo cumplí quince hace pocos meses, el dos de mayo. Por raro que suene, nosotros dos cumplimos el cliché de hermano mayor sobreprotector y hermana pequeña rebelde. La verdad, suelo meterme en muchos líos y me involucro con personas que al final terminan haciéndome daño, e Iver es el que siempre me ayuda a superar y a cerrar esas heridas. 

Antes De TiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora