Atando cabos

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Desperté con la canción favorita de mamá sonando estrepitosamente por las bocinas del estéreo de la sala. Con un gruñido, me quité las sabanas de encima y bajé ruidosamente los escalones. Mi querida madre estaba barriendo a ratos, pues cuando escuchaba su parte preferida, dejaba de barrer para usar la escoba como micrófono. ¿Qué podía estar cantando mi madre con tanta pasión a tan tempranas horas? Pimpinela. Cómo no. Lo peor del caso, es que me sabía casi todas sus canciones.
— ¡Madre! ¿Qué demonios te sucede?—grité para hacerme oír. Cuando me vio, alcanzó mi mano y, conmigo en brazos, inició un tonto baile. Al principio, traté de resistirme pero al notar lo feliz que se veía, decidí seguirle el juego. Mamá no tenía mucho tiempo para distraerse; con el trabajo, su reciente divorcio y ser madre, no le quedaba mucho tiempo libre.
La historia del divorcio no era una historia trágica en donde ellos terminaban por una infidelidad, desenamoramiento o cosas así. En realidad a mí me parecía que aún eran amigos.
La razón de su divorcio era por culpa del tiempo. Mi padre era un empresario que viajaba con demasiada regularidad; cuando aún "vivía" con nosotras, apenas y lo veíamos una semana al mes. Así que cuando mi padre recibió una propuesta de trabajo que lo obligaba a viajar a otros países por tiempo indefinido, ambos habían llegado al acuerdo en donde una separación era lo más razonable. Según nos dijeron, era mejor cortar por lo sano, así nuestra familia no quedaría con rencores y destruida. La verdad es que fue una sabia elección pero a mi parecer, aún había amor entre ellos. Mi madre no había salido con nadie desde el divorcio y papá siempre preguntaba por eso cuando hablábamos por teléfono. Cuando mi padre volviera de su viaje de negocios eterno, tal vez podría haber una reconciliación. No sé. Mantenía los dedos cruzados.
— ¡Dios, mamá! ¡Es sábado por la mañana!—dijo Isabella malhumorada, apagando el estéreo.
—Ay, linda, pero ya son las once—le reprochó mamá, tomando de nuevo la escoba.
Las once. Con razón tenía hambre. Estaba decidiendo si debía tomar un tazón de cereal o solo leche, cuando recordé mi cita.
—Me lleva...
—Esa boca, niña—me reprendió mi madre.
—Lo siento. Acabo de recordar que necesito salir.
Quince minutos después y con el cabello escurriendo, salí de mi casa, eludiendo las preguntas de mi madre y hermana. Corriendo hacia la calle para tomar un taxi, me encontré con Nicolás.
—Hoy es el gran día
— ¿Perdón?—pregunté, deteniendo mi carrera.
— ¿Lo olvidaste? Quedamos en que este año ibas a ir con nosotros a un día de campo—. Ante mi silencio, frunció un poco el ceño—. No me vayas a salir con otra tonta excusa; has estado evitando esta salida desde hace dos años, no dejaré que lo vuelvas a hacer.
Me admitía a mí misma que había estado evadiendo ese día por dos años pero esa vez de verdad que lo había olvidado. Cerré los ojos por un momento y asentí.
—Ah, claro, claro. Recuérdame, ¿a qué hora nos vamos?
—A la una—tuve que haber hecho una cara rara porque dijo: — ¿Qué?
—Tengo una cita. Tarde pero llegaré, lo prometo.
—Más te vale.
***
Mi cabello tenía una rara costumbre de esponjarse más de lo usual si salía de casa con él aún húmedo. Por suerte para mí, ya lo conocía, por lo que siempre llevaba conmigo una liga para atarlo. Le di las gracias al taxista y bajé del auto. No fue sino hasta ese momento que la realidad de la situación se asentó en mí: volvería a ver a Ezra. Los nervios me causaron una sensación de nauseas. Puse una mano sobre mi estómago y tomé una respiración profunda. Seguí caminando y abrí la puerta de la librería. Una de las cosas por las que amaba las librerías era porque en ellas hallaba la sensación de tranquilidad, de pertenecer a un lugar, pero ni aunque hubiesen kilómetros y kilómetros de estanterías con libros, podrían quitarme los nervios y ese extraño revoloteo en mi estómago que sentía cuando pensaba en Ezra estando en la misma habitación que yo. Una sensación de calidez me invadió en cuanto pise la librería, sin saber exactamente por qué, mi mirada viajó por todo el lugar hasta parar en esos ojos que lograban transmitirme sensaciones inexplicables.
La sonrisa apareció involuntariamente en mi rostro, casi como por reflejo y con una confianza que no sentía, avancé hasta Ezra, que se encontraba sentado detrás del mostrador.
—Bueno, —saludé—heme aquí.
Bonjour—dijo él, sorprendiéndome.
—Ah, así que alguien ha estado estudiando francés.
Oui—sonrió y saltó el mostrador para plantarse frente de mí, a escasos centímetros de mi rostro—. Tendrás que disculparme porque es todo lo que sé.
—Yo... eh...—Muy bien, Emma, tartamudea, seguro que das una buena impresión. Pero era inevitable cuando estaba a tan escasos centímetros de mí, podía sentir el calor que su cuerpo, incluso podría jurar que sentía su pecho subir y bajar rítmicamente, como si nuestra cercanía no le afectara. Suertudo.
Y entonces pasó. Ese beso, su beso, del que no tenía idea que anhelaba hasta que sentí sus labios, tan suaves, delicados sobre los míos, tan descuidados e inexpertos. Yo estaba experimentando toda clase de sensaciones, hasta el momento, desconocidas: aleteos en mi estomago, cosquilleos en cada parte de mi cuerpo donde él posaba sus manos, y mi mente, por primera vez en dieciséis años, estaba completamente en blanco. No podía pensar en absolutamente en nada que no fueran sus labios.
—Tienes que disculparme— musitó Ezra, después de tremendo beso—, pero no pude resistirme más.
¿Que no podía resistirse? ¿A mí? Como a había dicho, no es que tuviera baja-autoestima, pero es que simplemente no me veía como esas chicas capaces de quitarte el habla y nublarte los sentidos. Y que él me dijera esas cosas, me hacía pensar que sí, en realidad yo podría ser una de esas chicas, después de todo.
—No, no te disculpes. Fue algo... alucinante.
Entonces noté ese sonrojo del que, empezaba a notar, era típico de él cuando estaba avergonzado o muy emocionado. Eso, y el brillo en sus ojos.
—Alucinante es una palabra muy acertada—dijo, luego se quedó callado, mirándome con demasiada intensidad. Veía mis ojos, luego mis labios. Y no tenía idea de por qué pero en lugar de hacer algo sexy o algo siquiera atractivo como morderme el labio inferior, lo que hice fue meterlos. Como una niña chiquita que se niega a comer sus verduras. ¿Qué demonios me pasaba? Ezra sonrió y por fin apartó la mirada— ¿Qué quieres hacer hoy?—empezó a hablar apresuradamente— Podemos ir a patinar, a un café, caminar en el parque...
—Ezra, yo...
—Tal vez podemos ir al cine, después de todo, era el plan original. O si quieres podemos quedarnos aquí, leyendo, si te gusta leer; también tenemos unos cuantos rompecabezas con más de mil piezas y...
— ¡Ezra!—calló al instante—. Todo eso suena estupendo, créeme. Pero quedé con unos vecinos desde hace semanas, y lo olvidé por completo. Lo siento de verdad y espero que no creas que te estoy cancelando por el beso porque no es por eso.
—Oye, tranquila, todo bien. Hay más días en la semana, ¿no?—dijo, sonriendo—. Pero tienes que darme tu número de celular pada poder comunicarme contigo.
—Sí, sobre eso...

Por favor, déjame olvidarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora