Un mal día

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  Como prometió, José se quedó a ayudarme después de comprar el helado. Julia estaba más que complacida de tenerlo cerca de nuevo y a mí también me puso feliz verlo por más tiempo de lo normal. Los dos días que le siguieron a aquella tarde, había ido por mí cuando salía de trabajar y tenía que admitir que no era tan malo. Era agradable tener a alguien con quien hablar de camino a casa. En el tercer día, Julia por fin sacó el tema de mi relación con José. No me sorprendió la pregunta, sino que tardara tanto en preguntarla.
  Estábamos las dos calladas. Yo terminaba mi tarea y ella revisaba las solicitudes de empleo.
—Ya eres novia de José—dijo de pronto.
  No había sido una pregunta. No tenía caso que la hiciera, era obvio, pero aun así dije:
—Sí.
— ¿Y es reciente?
  Tardé en contestarle. No entendía muy bien a lo que se refería. ¿Quería decir que si era reciente mi relación con él o si eran recientes los sentimientos? La última implicaba que quizás había estado teniendo sentimientos por José durante mi relación con Ezra y aunque tal vez eso fuera cierto, no estaba dispuesta admitirlo. Y mucho menos a Julia.
—Hace ya dos meses—. Era una respuesta neutral.
  Julia parecía satisfecha con mi respuesta y también un tanto aliviada.
—Me alegro, Emma—dijo sonriente. Yo también le sonreí pero no entendí porqué parecía tan alegre de mi relación con José.
  Seguimos con lo nuestro durante un tiempo pero luego Julia volvió a hablar.
—Tengo noticias—dijo—: ya contraté al chico. Empezará a partir de mañana.
  Le dediqué una sonrisa a mi jefa, no obstante por dentro estaba haciendo un berrinche. Me gustaba el ambiente entre Julia y yo. Era la librería de dos chicas, y un chico cambiaría las cosas.
  Esa tarde salí temprano del trabajo porque había quedado con Mónica. Me despedí de Julia y me fui. En el camino hacia la casa de mi amiga, le mandé un mensaje a José (un celular que había recibido por mi cumpleaños) para decirle que no había necesidad de que me recogiera pues estaría con Mónica. Minutos después, recibí un mensaje suyo, preguntándome si quería que pasara por mí. Le contesté que no, que ya llegaría yo más tarde.
  Guardé el celular al darme cuenta de que estaba frente a la casa de mi amiga. Saqué la copia de su llave que me había dado años atrás, y abrí la puerta. Del cuarto de Mónica se oían unos gritos. Rápidamente fui a ver qué ocurría y cuando estaba a punto de abrir la puerta, escuché la voz de un chico.
— ¡También me corresponde a mí, Mónica!—dijo el chico. Su voz era grave, y un poco intimidante porque él también estaba gritando.
  Hubo un momento de silencio y luego se escucharon los sollozos de Mónica. Esta vez no me lo pensé ni un segundo, irrumpí en la habitación y encontré a Mon sentada en su cama con la cabeza entre las manos y sus hombros se sacudían violentamente por el llanto. Frente a ella estaba un chico y él, que me había escuchado entrar, volteó a verme.
  Lo reconocí de inmediato: se trataba del barman del club. Pude notar que él también me había reconocido porque enseguida se paró más derecho y se aclaró la garganta.
— ¿Mon?—llamé a mi amiga.
  Mónica levantó abruptamente la cabeza y me miró espantada.
— ¡Emma! ¿Ya son las cinco?—no tuvo tiempo de responderle ya que se levantó de un saltó y prácticamente, comenzó a sacar a empujones al chico—. Qué bueno. Eso significa que tienes que irte, Sebastián.
  El chico, Sebastián, se dejó llevar por un momento (seguramente porque estaba tan sorprendido como yo por el arrebato de Mon), sin embargo, se detuvo antes de llegar a la puerta y se giró hacia Mónica, tomándola por las manos.
— ¡Ya basta, Mónica! La conversación aún no termina.
  Mi amiga rió sarcásticamente pero el efecto fue contrarrestado por las lágrimas que se formaban en sus ojos.
—Por supuesto que terminó, y no solo la conversación; lo nuestro también. ¡Este asunto no te corresponde! ¡Entiende!
—Estás loca si piensas que me voy a ir así nada más—dijo Daniel entre dientes. Su cara se había vuelto de un color rojo y apretaba sus manos en puños—. ¡También es mío!
¿Qué demonios había dicho? El miedo se apoderó de mí y, por primera vez en meses, sentí lágrimas en mis ojos.
— ¿De qué habla, Mónica?—pregunté con la voz entrecortada.
  Mónica me miró con frialdad y se limpió las lágrimas.
—Estos últimos meses no te has preocupado por nadie más que por ti misma, así que hazme un favor y sigue así, porque me temo que ese asunto tampoco tiene nada qué ver contigo.
  Sus palabras me cayeron como un balde de agua fría. No podía rebatir sus palabras pues eran ciertas. Todo se había tratado de mí. Yo pidiéndole que escuchara mis problemas, que me aconsejara. No me interesé por sus problemas, o los problemas de nadie, ni por un segundo.
—Pero si se trata de ti, entonces tiene qué ver conmigo. Eres mi mejor amiga—dije, de todos modos.
  Ella no dijo nada, se limitó a mirar el suelo bajo sus pies descalzos.
—No te dirá nada; no puede porque le avergüenza—dijo Sebastián de pronto—. Pero yo sí.
  Mónica lo miró con enojo.
— ¡Sebastián!—le advirtió ella.
—Está embarazada.
  Cerré los ojos para evitar llorar. El peor temor de mi amiga, y también el mío, se había hecho realidad. Al escuchar el sonido de una cachetada —estaba familiarizada con el sonido—, abrí los ojos. Mónica había estampado su mano contra la mejilla de Sebastián. Él se notaba turbado y ella se veía como alguien que estaba a punto de asesinar.
—Lárgate. De. Mi. Casa—ordenó Mónica pausadamente.
  Daniel abrió la boca pero lo interrumpí.
—Haz lo que dice.
—Pero...
—Que te vayas—lo corté.
  Él suspiró, se rascó la parte trasera de su cabeza y, en dirección a Mónica, dijo: —Regresaré mañana.
  Ambas esperamos en silencio a que saliera de la casa. Cuando escuchamos el portazo, Mónica se quebró. Sus sollozos fueron aumentando hasta convertirse incontrolables. Me acerqué a ella lentamente. Le pasé un brazo por encima de sus hombros y al ver que no se apartaba, la abracé por completo. Mi amiga me devolvió el abrazo y dejé que llorara todo lo que quisiera.    Negándome a llorar con ella pues debía de ser fuerte, le eché un vistazo a la habitación. Había cosas tiradas por todas partes. Sus almohadas en el suelo, unas cuantas plumas, plumones y zapatos y un portarretratos hecho pedazos. Diez minutos después, Mónica dejó de llorar y se separó de mí.
—No debí dejarme llevar—-dijo con voz ronca.
—Está bien.
—No me mires como si me estuviera muriendo—dijo poniendo los ojos en blanco—. No estoy embarazada.
  La miré con extrañeza y el alivio me invadió, pero pronto se fue apagando por las sospechas.
— ¿Entonces por qué dijo eso?—pregunté.
Mónica empezó a recoger las cosas del suelo mientras hablaba.
—Porque no me ha venido la regla—dijo calmadamente.
  Me fijé bien en sus movimientos y noté que sus manos temblaban. A pesar de que ella quisiera aparentar tranquilidad, sus acciones la delataban.
— ¿Y cómo estás tan segura entonces?—pregunté.
—No lo estoy.
— ¿No te has hecho la prueba?
  Ya no eran sólo sus manos, sino todo su cuerpo temblando. Respiró hondo para intentar no llorar pero sus ojos estaban llenos de lágrimas. Mi corazón se rompió al ver a mi mejor amiga en tal estado e intenté ayudarla. Le dije que se sentará y le llevé un vaso de agua. ¿Y por qué le llevaba un vaso de agua? Honestamente no tenía ni idea, pero en la televisión siempre hacían eso cuando querían tranquilizar a alguien. Y en mi caso pareció dar resultado. Le pedí que me esperara ahí. Tomé mi bolso y salí disparada hacia la farmacia.
  Los cinco minutos de camino se me hicieron eternos y a la vez efímeros. Me moría por saber si era cierto que estaba embarazada pero también me asustaba la respuesta, y entendí porqué Mónica no se había hecho la prueba antes.
  En cuanto llegué pedí una prueba de embarazo de cada marca que tuvieran. Cuando las palabras "prueba de embarazo" salieron de mi boca, se hizo un silencio sepulcral en la farmacia.   La señora que me atendía me miró con desaprobación y en la periferia podía ver a su compañera haciendo lo mismo y dos clientas más, mirándome fijamente. No les puse atención a ellas, con la señora frente a mí tenía más que suficiente.
— ¿Las tiene sí o no?—pregunté con impaciencia.
  La señora pareció un poco avergonzada pero aun así podía leer la desaprobación en sus feos ojos oscuros. Me mostró cinco cajas y yo las tomé todas sin fijarme siquiera en el precio, pagué y salí corriendo a la casa de Mon. Cuando llegué, la encontré en la misma posición.
— ¿Mon?—dije acariciando su brazo.
  Me devolvió la mirada y me sonrió débilmente.
— ¿Me trajiste una prueba?—me preguntó. Respondí que cinco y ella sonrió de nuevo, poniendo los ojos en blanco—. Siempre tan eficiente. Bueno, acabemos con esto de una vez.
  Tomó la bolsa de plástico en donde se encontraban las pruebas y se encerró en el baño. Como supuse que tardaría como unos diez minutos ahí dentro, decidí recoger su cuarto. Cuando acabé de organizar las almohadas, los zapatos, y de recoger el cristal roto del portarretratos, puse la foto en la mesita de noche. En ésta aparecían Mónica y Sebastián en la playa. Los dos se veían muy bien juntos. Suspiré y miré el reloj; ya había pasado media hora en el baño. Un poco preocupada, me acerqué al baño y toqué la puerta.
—Mónica, ¿estás bien?—no hubo respuesta—. Voy a entrar.
  Giré el picaporte y entré. Dentro, me encontré con mi amiga sentada contra la pared con la cabeza en sus rodillas y su cuerpo se sacudía por el llanto.
—Oh, Mónica—susurré—. Está bien. No es tan malo.
  Mon alzó la cabeza y a pesar de que su cara estaba surcada de lágrimas, también sonreía.
—No dieron positivo—dijo con una enorme sonrisa—. Ninguna dio positivo.
  Una risa de alivio se me escapó y me arrodillé a su lado para abrazarla.
— ¿Entonces por qué...?
— ¿Lloraba?—terminó por mí, y riendo se secó las lágrimas—. Porque estaba tan aliviada. ¿Soy mala persona por sentirme así de bien por no estar embarazada?
—No seas tonta—respondí—. Es lo normal; yo también hubiera reaccionado así.
  Le ayudé a recoger las cajas y ella se deshizo de las pruebas. Le aconsejé que fuera a hacerse una prueba en el laboratorio para estar seguras. Ella me prometió que lo haría y que en cuanto tuviera los resultados, me llamaría. Aunque me ofrecí a quedarme con ella, se negó y dijo que estaría bien. Un poco más tranquila me dispuse a irme.
—Pero antes—dije en la puerta—, recuerda que tienes que contarme muchas cosas, señorita.
—Escúchate—dijo Mon con burla—. Sonaste igual a tu madre—la miré con desaprobación y esperé. Finalmente ella suspiró y asintió—. Lo sé. Luego te cuento.
  Me despedí y me puse en camino a casa.
  En el autobús me quedé dormida y tuve que caminar cuatro cuadras de más hacia mi casa. No solía dormirme en el transporte pero esa tarde había sido agotadora. Hacía mucho que no sentía ganas de llorar, así que me sentía rara. Tal vez el que tratara de reprimir el llanto tampoco ayudaba a la situación, pues ahora tenía un nudo en la garganta quemándome por dentro. Me sentí mejor al llegar a mi calle. Pronto estaría en mi cama, dormiría y las ganas de llorar pasarían. Saqué la llave y la metí en la cerradura, escuché que la puerta de un vecino se abría y luego escuché la voz de José.
— ¡Emma! —Exclamó, con alivio—. Gracias a Dios que ya estás aquí. ¿Tienes idea de la hora que es? Si ibas a llegar a esta hora, debiste dejarme ir por ti. De hecho ya estaba a punto de ir a...
  Cuando llegó a mí y pudo verme con más claridad, su expresión pasó del alivio a preocupación.
— ¿Estás bien, pequeña?—preguntó mientras me abrazaba.
  Me dejé envolver por su olor y correspondí su abrazo, enterrando mi cabeza en su pecho y de inmediato me sentí mucho mejor.
—Lo estoy ahora—respondí, mi voz amortiguada por su pecho—. Fue una tarde larga.
  Una de las manos de José acariciaba mi cabello y la otra me mantenía pegada a él.
— ¿Tuvieron problemas?—preguntó.
  Me separé de él y le dediqué una sonrisa.
—Digamos que pasó algo que esperamos no pase de nuevo en mucho tiempo—le di un leve beso en los labios—. Te agradezco tu preocupación pero estoy bien. Un poco cansada, es todo.
  Él asintió y me volvió a besar aunque esta vez con más intensidad. Cuando nos separamos le dediqué una gran sonrisa y le deseé buenas noches. Entré a casa y me fui prácticamente volando hasta mi habitación. Cuando vi mi cama, caí en ella y me quedé dormida.
  Apenas cinco minutos después, sentí que mi madre me despertaba. Metí la cabeza debajo de la almohada para no escucharla, sin mucho resultado.
—Emma, levántate que se te hace tarde para ir a la escuela.
  Levanté la cabeza, dispuesta a reclamarle, sin embargo cuando abrí los ojos, ella sostenía un reloj frente a mí y éste indicaba que faltaban quince para las siete. Salté de la cama, decidida a darme una ducha de cinco minutos pero mamá me detuvo, diciendo que no había tiempo.    Resignada, comencé a vestirme. Me puse el uniforme y los zapatos. Con el cabello no había otro remedio más que amarrarlo en una coleta, pero como me veía muy simple, me hice un moño en la coleta con un listón de flores muy bonito. Me lavé los dientes rápidamente y tomé mi mochila.   Casi me caigo al salir de casa pero logré llegar sin un rasguño al auto, donde mamá esperaba para llevarme.
***
  El tiempo en la escuela me pareció eterno.
  Como era de esperarse, Mónica no asistió ese día a clases. Sandy y Rebeca no parecían preocupadas o curiosas al respecto, y yo no dije nada de lo ocurrido el día anterior. Esa información no era mía sino de Mónica. Ella ya sabría si les contaba o no.
  Hacia el final del día, tuve que quedarme más tiempo en la escuela por no llevar la tarea de varias materias ya que, con las prisas, no me di cuenta de que había olvidado acomodar mi mochila con las clases de hoy. Así que cuando por fin salí de la escuela, ya pasaban de las tres.      Ya no tenía tiempo de ir a casa a comer y cambiarme el uniforme, tenía que ir directa al trabajo.
  En el camino me torcí el tobillo y estuve cojeando por medio kilómetro porque había perdido el autobús. No era supersticiosa pero aun así intenté recordar si me había levantado con el pie izquierdo, derramado sal o si había pasado por debajo de una escalera. Naturalmente no me acordé y casi consigo ser atropellada por un ciclista por andar distraída. El día no podía ser peor.
  Al llegar a la librería, Julia ya estaba en el mostrador, haciendo las tareas que me correspondían.
—Hola, Julia—saludé.
  Dio un respingo y me quedé sorprendida por su reacción. Por lo general nada lograba sorprenderla. Tal vez tampoco era su día.
—Emma, llegas un poco tarde—dijo, a modo de saludo.
—Sí, lo siento. Me tuve que quedar en la escuela por unas horas más de lo normal.
—Ah, con razón aún llevas puesto el uniforme.
  Asentí. Puse mi mochila detrás del mostrador e intenté caminar de forma normal para que Julia no notara mi cojera.
—Por cierto—dijo Julia, evitando mi mirada—, el chico nuevo está en la bodega desempacando unos libros; ¿podrías ir a ayudarle?
  Hice una mueca de dolor, tanto por mi pie como por el chico. Había olvidado por completo que hoy iniciaba. Era obvio que no era mi mejor día, pero acepté de todas formas y, a pasos pequeños, caminé hacia la bodega.
  Antes de poder abrir la puerta, ésta se abrió y tuve que dar un salto hacia atrás para evitar golpearme con ella pero sólo logré tropezar porque mi estúpido pie no soportó mi peso. Y hubiera caído de bruces contra el suelo si no fuera porque los brazos del chico me detuvieron justo a tiempo, aunque para eso tuvo que tirar los libros que llevaba en ellos.
  Sentí que me sonrojaba. Perfecto. Quedaría como una torpe frente al nuevo.
—En verdad lo siento—me disculpé mientras me arrodillaba para recoger los libros—. Hoy no es mi día. No creas que soy así todo el tiempo. No sé por qué...
  Levanté la mirada... y no debí hacerlo. Porque conocía esos ojos, aunque todo lo que los rodeara fuera diferente. Conocía ese color avellana y podía reconocer cualquier emoción que los atravesara.
  Ezra.

08 - 08 - 14 / 07 - 02 - 17

Por favor, déjame olvidarteWhere stories live. Discover now