Un poco de amnesia

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Corrí la distancia que me separaba del auto destruido de Ezra. El camión se había estrellado contra la puerta del conductor, haciendo que el auto diera un par de vueltas y ahora estaba boca abajo. Intenté abrir la puerta del lado de Ezra pero estaba atorada. En mi desesperación no se me ocurrió intentar con las demás puertas y solo golpeaba la ventana con todas mis fuerzas, gritando el nombre de Ezra. Entre mis sollozos y gritos, escuché que alguien decía mi nombre. Me detuve un momento para escuchar, intentando ver algo entre el humo negro que había dentro del coche. No podía ver nada pero seguía escuchando la voz; ahora se encontraba más cerca y podía escuchar el pánico en ella. Ezra... Seguramente estaba aterrado y a punto de...
— ¡Emma, aléjate del automóvil!—me ordenó Nicolás— ¿Qué no oyes? ¡Ven conmigo!
Su voz ahora estaba a mi lado. Aun con mis pataleos y golpes, Nicolás no me dejó y me trasladó a unos cuantos metros lejos del auto. Un poco más cuerda, le expliqué entre sollozos lo que había ocurrido.
— ¿Por qué no has llamado a la ambulancia?—cuestionó, marcando el número de emergencias con su celular.
— ¡Porque no tengo celular! ¿Crees que no fue lo primero que se me pasó por la cabeza? Me siento tan inútil. Intenté... intenté sacar a Ezra de ese condenado carro pero la puerta está atorada y el humo dentro me impide ver nada. ¿Y si se está ahogando ahora? Nicolás tienes que dejarme...
—Ya. Tranquila. Escucha: habla con emergencias, yo trataré de ayudar a Ezra.
Los minutos siguientes fueron una eternidad. Los paramédicos ayudaron a las pocas personas a bordo del autobús que se encontraban lesionadas. Nada podían hacer por Ezra más que esperar a un equipo capacitado para sacarlo. Supe que no servían de nada mis reclamos, gritos o amenazas. De hecho no sirvieron, sólo ayudó a que me pusieran un calmante y estuviera incapacitada para ayudar a Ezra. Antes de caer en la inconsciencia tuve tiempo de pedirle a Nicolás que no se alejara de mi novio.

Desperté con la cabeza dándome vueltas y la garganta me ardía. Para mitigar los mareos cerré los ojos con fuerza y los volví a abrir. Unas cortinas color azul impedían el paso del sol, lo que me venía bien porque sentía que mi cabeza a punto de estallar. A salvo de la luz, examiné la habitación.
Era obvio que no era la mía ni ninguna otra que hubiese visitado. ¿Cómo era posible que haya dormido en otra casa? ¿Adónde había ido después de marcharme de la casa de Ezra? ¿Estaría tan alterada como para beber? O lo que era peor, ¿estaba demasiado ebria que hice alguna tontería, como por ejemplo, acostarme con alguien?
Para tranquilizarme un poco me paseé por el dormitorio. Había dos camas en la habitación y supuse que era de hombres, lo cual no me tranquilizó para nada. Del lado en el que había dormido había varios diplomas y reconocimientos colgados en la pared y en el piso libros amontonados, ropa y uno que otro trofeo de futbol en la mesita de noche junto a la cama. La otra mitad de la alcoba era mucho peor: la cama a medio hacer, ropa tirada y revistas de deportes (aunque podía identificar unas cuantas científicas). También tenía trofeos de varios deportes como futbol, básquet, beisbol y hasta de natación; todos ellos, arrumbados en un estante. Pero la mesita de noche estaba impecable, solo tenía una fotografía ahí, un libro de matemáticas y una lámpara. La fotografía era de una pareja no mayor de quince años. El muchacho no sonreía a la cámara, la veía a ella. Y la chica se notaba feliz, riendo de verdad, no para la lente. Se podía percibir que la fotografía los tomó por sorpresa, o por lo menos a ella porque él no pareció darse cuenta que estaban siendo fotografiados. La veía con una adoración pura y me quedó claro que estaba profundamente enamorado de ella. Me hizo recordar todas esas fotografías que Ezra y yo nos habíamos tomado. Había una en particular en la que yo lo veía a él y se me notaba igual de enamorada que aquel muchacho; era de mis favoritas y la tenía enmarcada en mi cuarto. Sonriendo, tomé el portarretrato y entonces la sonrisa se me borró. Estando más cerca y concentrada, pude reconocerme. ¡Era yo! La de la foto era yo. Y el joven era José. Él tendría unos quince y yo trece.
Fruncí el ceño un poco e inspeccioné más a fondo la foto. Estábamos sentados en el suelo, recargados en una pared de un amarillo que me era familiar. Muy cerca el uno del otro pero sin llegar a tocarnos y de pronto, recordé aquel día.
Una anciana vecina nuestra nos dio, como castigo por estropear las flores de su jardín, nos hizo pintar su casa. Me parecía perfecto que la viejita quisiera cambiar el tono horrendo que decoraba sus paredes (éste tenía el color del pepto), pero cuando nos dio los botes de pintura, no sabía si ponerme a reír o llorar; la señora se proponía dañarme los ojos con un amarillo que podías distinguir así fuera de noche.
Recuerdo aquel día como el más frío de mi vida. Hacía un frío que calaba y no tenía ganas de salir de mi cama pero tenía un compromiso y debía cumplirlo. Me puse una playera térmica y una sudadera que mi padre ya nunca usaba. En las piernas usé unos pants holgados, muy abrigadores. Y a pesar de los calentadores en mis pies, éstos estaban helados. Antes de salir de casa, mi madre me prometió que cuando terminara de pintar, me haría un chocolate caliente. Lo cual era un lindo gesto de su parte ya que me había castigado por causarle problemas a la vecina. La verdad es que arruinar unas flores que iban a secarse de todos modos porque era invierno no era algo que mereciera un castigo como pintar toda una casa, pero nadie iba hacerle caso a una niña de trece. Así que me guardé mis opiniones y salí.
Afuera ya se encontraba José pero no había ni rastro de Nicolás. Miré a José interrogante.
—Sólo nosotros dos, pequeña. Nuestro cobarde escapó hace diez minutos. Qué oportuno, ¿no crees? Me dijo que tenía que terminar un trabajo y que en cuanto acabe nos vendrá a ayudar.
—Hmm... Eso suena muy conveniente. Usa su cerebro como excusa—. José asintió y me ofreció una brocha y yo la tomé—. Bueno, será mejor que empecemos.
Primero aplicamos una capa de blanco y esperamos a que secase, pero con el tiempo que hacía era imposible que pasara. Estuvimos ahí nuestras buenas dos horas y cuando finalmente seco la pintura nos dispusimos a pintar la primera pared del color amarillo. Una media hora después la teníamos pintada perfectamente... o casi. José, que era bueno para todo, bueno así lo veía yo en ese entonces, había pintado uniformemente pero yo, bueno, digamos que me desesperé y comencé a pintarrajear desde cualquier ángulo; arriba y abajo, horizontal y vertical, hasta en diagonal. Así que cuando vimos como había quedado, rompimos a reír, hasta que se me salieron un par de lágrimas.
Exhausta, me dejé caer en el suelo y descansé mi espalda en la pared aún húmeda por la pintura.
—Te das cuenta que esa sudadera tuya está arruinada para siempre, ¿no?—comentó José.
—Por supuesto pero me importa un comino. Cuando la señora Méndez vea lo que le hice a su pared echará el grito en el cielo... Y la sudadera no es mía, de todos modos.
José levantó las cejas, interrogante.
—Es de mi papá—expliqué.
—Claro, ¿de quién si no?
Me quedé un momento analizando su respuesta.
— ¿Acaso estás diciendo que no puede ser de un chico?—José me miró con aire inocente que no le creía para nada en ese momento—. Por si no lo sabes yo tengo muchos pretendientes. Están...
Me quedé callada. Al parecer no tenía. Se echó a reír al tiempo que se situaba junto a mí. Le di un golpe en el hombro y él hizo un vago intento por acallar su risa, sin mucho éxito.
—Lo siento pero mírate. Con pintura en la cara y toda despeinada, sin mencionar que la ropa que traes puesta no te favorece en lo absoluto—me dirigió una mirada—. Creo que te vendría bien un poco de color.
Y me embarró pintura en la manga. No me había dado cuenta que traía la brocha. Lo vi con indignación pero antes de poder decir nada, me pintó el cabello. Si así iban a ser las cosas... a mi lado estaba un bote semi-vacío y metí mi mano en él, luego le salpiqué unas cuantas gotas en la cara y en el cabello. Dirigí mi atención a la sudadera, no obstante era su favorita y no tuve el corazón para arruinarla.
Sumergí el dedo índice en pintura y le dibujé un pintoresco bigote. José frunció los labios y los movió, haciendo danzar al bigote falso. Solté una carcajada y miré al frente. Justo en ese momento me percaté de que Nicolás había llegado, con todo y cámara. Oí un clic y supuse que habíamos sido fotografiados.
Me había preguntado si realmente había sacado una fotografía Nicolás, ahora sabía que así era. Ahora que sabía que estaba en el cuarto de Nicolás y José, me sentía mejor. Al menos no había hecho nada de lo que podía arrepentirme. Pero no sabía qué hora era y, con cuidado, abrí la puerta y me llegó el rumor de unas voces que se notaban tensas.
—...entiende, José, no es lo más apropiado—dijo una voz a la que identifiqué como la de Nicolás.
— ¿Por qué no?—siseó José—. Soy tan amigo suyo como tú. Además lleva casi un día dormida, estoy empezando a preocuparme y es tu culpa. No debiste dejar que la sedaran. Tendrías que haber estado con ella en todo momento, no...
—Ya te lo expliqué—replicó Nicolás, perdiendo un poco la paciencia—. Emma me dijo que me quedara con Ezra. Y no eres el más adecuado para darle la noticia, Jo, entiendes por qué, ¿cierto?
Le siguió un silencio y luego alguien subía por las escaleras. Cerré la puerta rápidamente y me subí a la cama. Traté de tranquilizarme pero no podía. Cuando escuché que hablaban de Ezra, el pulso se me disparó y no de la forma en que lo hacía siempre; presentía que algo malo había sucedido. Nicolás entró en la alcoba y se detuvo un instante al verme despierta.
— ¿Cómo te encuentras?—susurró. Su tono suave y precavido confirmó mis sospechas.
—Bien pero estoy un poco desorientada, no recuerdo cómo llegué a tu habitación. Nico, ¿por qué estoy en tu recamara?
Se rascó un poco la oreja, lo cual hacía siempre que se encontraba incómodo, y en su expresión se le notaba la preocupación.
—El paramédico dijo que esto podría ocurrir—masculló para él—. Emma, ayer sufriste una fuerte impresión y te sedaron. Ezra... él tuvo un accidente.
El recuerdo me golpeó de nuevo y lágrimas amenazaban con salir.
— ¿Cómo está, Nicolás?—pregunté apremiante—. ¿Ya está en su casa? ¿Puedes llevarme a verlo?
Me levanté. Nicolás me asió por los hombros y negó con la cabeza. El pánico comenzaba a bullir en mi interior y me faltaba el aire. ¿Significaba que no quería llevarme? José estaba abajo, si se lo pedía me llevaría. Me deshice de las manos de Nicolás pero él me volvió a tomar de nuevo, esta vez por la cara.
—Emma, respira. Inhala, exhala—limpió suavemente las lágrimas que se me habían escapado—. Puedo llevarte al hospital pero no podrás verlo, al menos no todavía.
— ¿Por qué?—pregunté en un susurro.
—Porque él...—suspiró lánguidamente—Ezra está en coma.

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