CAPÍTULO 79

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Tras el sí quiero, los novios pasaron de nuevo por el pasillo de sillas y junto a los fotógrafos se fueron a buscar los mejores rincones de aquel lugar para documentar sus primeros momentos como marido y mujer.

El resto de invitados se dispersaron: unos se quedaron en la sillas, otros se fueron a visitar aquel lugar y la gran mayoría se dirigieron hacia la derecha de aquel gran jardín donde se encontraban las mesas en las que se iba a degustar el festín.

Yo fui una de esas y junto a las amigas de Verónica buscamos nuestro sitio. Un poco apartado sobre el suelo, había un gran cartel enmarcado por un cristal en el que estaban escritos los números de las mesas y las personas que se tendrían que sentar en cada una. Había un total de quince mesas redondas con diez sillas cada una más la mesa alargada donde irían los novios y su familia. A nosotras nos tocó la 7 y caminamos hasta sentarnos en ella.

Las sillas eran de aluminio negro y llevaban un cojín blanco que las hacía muy cómodas. Los manteles que llegaban hasta el suelo eran de un beige grisáceo muy elegante y en el centro de la mesa había una cesta con un gran ramo de rosas blancas. Además, por encima de nuestras cabezas se extendían unas largas guirnaldas con luces que hacían aquel lugar más acogedor de lo que ya era.

Eran las siete de la tarde y había comenzado a oscurecer. Detrás de aquel bosque, en el horizonte, el sol se había comenzado a esconder tímidamente dejando a su paso unos resquicios naranjas preciosos. Me quedé admirando aquel paisaje pero no estaba allí. No estaba rodeada de extraños mientras hablaban de lo genial que estaba siendo aquella boda o de lo guapa que estaba la novia. Sin quererlo, me había trasladado a aquella tarde del viernes en mi calle junto a Cristian con el cielo anaranjado sobre nuestras cabezas. Cómo se había armado de valor para hacer lo que ambos estábamos deseando. Cómo habían sabido sus labios. Como con aquel beso había llenado todos los huecos vacíos en mi interior.

Me quedé así, con la mente en blanco hasta que la oscuridad anunció la llegada de la noche. Avisé de que iba al baño y entré en la mansión. Tras un largo rato buscando, acabé encontrando uno. Puse el pestillo y me apoyé sobre el lavabo.

¿Cuánto tiempo podría aguantar así? Cristian había desaparecido y yo creía que tenía una respuesta, pero no podía arriesgarlo todo y hacer daño a Álvaro. No era que no sintiera nada por él, al contrario. Le tenía mucho cariño por haberme ayudado sin saberlo, ¿pero de verdad era aquello lo que quería?

Solté un gran suspiro y me miré al espejo. Mi maquillaje estaba intacto pero mi cara era el reflejo perfecto de cómo me sentía: nerviosa, inquieta, culpable...

De repente, alguien intentó entrar pero no pudo por el pestillo. Miré la puerta a la espera de que quien estuviera al otro lado se fuera. No obstante, siguió insistiendo y picando a la puerta.

– ¡Está ocupado! – grité para que me oyera desde el otro lado y la persona paró, pero unos segundo después, siguió picando – ¡Váyase a otro baño! – le dije ya molesta.

En vez de parar, comenzó a picar más fuerte y llegó un momento en el que parecía que iba a echar la puerta abajo.

Con rabia, quité el pestillo y la persona paró. Abrí la puerta con intención de reprocharle unas cuantas cosas pero para mi sorpresa, no había nadie.

Abrí los ojos más de lo normal y me asomé. Mire a la izquierda y a la derecha, pero no vi a nadie, solo a camareros yendo de un lado a otro. Un escalofrío me recorrió toda la espina dorsal y sentí un mal presentimiento. Imposible que me lo hubiera imaginado.

Rápidamente, salí del baño y con la sensación de que me estaban observando corrí hasta llegar afuera con el resto.

No quise pensar en eso porque todo lo que se me ocurría era malo, pero de pronto me sentí desprotegida con la espalda abierta a cualquier puñalada. Algo no iba bien, pero no sabía el qué.

Mi Mejor Enemigo #MME3Where stories live. Discover now