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A poca distancia de Longbourn vivía una familia con la que los Dupain tenían especial amistad. Sir William Cesaire había tenido con anterioridad negocios en Meryton, donde había hecho una regular fortuna y se había elevado a la categoría de caballero por petición al rey durante su alcaldía. Esta distinción se le había subido un poco a la cabeza y empezó a no soportar tener que dedicarse a los negocios y vivir en una pequeña ciudad comercial; así que dejando ambos se mudó con su familia a una casa a una milla de Meryton, denominada desde entonces Cesaire Lodge, donde pudo dedicarse a pensar con placer en su propia importancia, y desvinculado de sus negocios, ocuparse solamente de ser amable con todo el mundo. Porque aunque estaba orgulloso de su rango, no se había vuelto engreído; por el contrario, era todo atenciones para con todo el mundo. De naturaleza inofensiva, sociable y servicial, su presentación en St. James le había hecho además, cortés.

La señora Cesaire era una buena mujer aunque no lo bastante inteligente para que la señora Dupain la considerase una vecina valiosa. Tenían varios hijos. La mayor, una joven inteligente y sensata de unos veinte años, era la amiga íntima de Marinette.

Que las Cesaire y las Dupain se reuniesen para charlar después de un baile, era algo absolutamente necesario, y la mañana después de la fiesta, las Cesaire fueron a Longbourn para cambiar impresiones.

—Tú empezaste bien la noche, Alya —dijo la señora Dupain fingiendo toda amabilidad posible hacia la señorita Cesaire—. Fuiste la primera que eligió el señor Couffaine.

—Sí, pero pareció gustarle más la segunda.

—¡Oh! Te refieres a Chloé, supongo, porque bailó con ella dos veces. Sí, parece que le gustó; sí, creo que sí. Oí algo, no sé, algo sobre el señor Robinson.

—Quizá se refiera a lo que oí entre él y el señor Robinson, ¿no se lo he contado? El señor Robinson le preguntó si le gustaban las fiestas de Meryton, si no creía que había muchachas muy hermosas en el salón y cuál le parecía la más bonita de todas. Su respuesta a esta última pregunta fue inmediata: «La mayor de las Dupain, sin duda. No puede haber más que una opinión sobre ese particular.»

—¡No me digas! Parece decidido a... Es como si... Pero, en fin, todo puede acabar en nada.

—Lo que yo oí fue mejor que lo que oíste tú, ¿verdad, Marinette? —dijo Alya—. Merece más la pena oír al señor Couffaine que al señor Agreste, ¿no crees? ¡Pobre Mari! Decir sólo: «No está mal. »

—Te suplico que no le metas en la cabeza a Marinette que se disguste por Agreste. Es un hombre tan desagradable que la desgracia sería gustarle. —La señora Cesaire me dijo que había estado sentado a su lado y que no había despegado los labios.

—¿Estás segura, mamá? ¿No te equivocas? Yo vi al señor Agreste hablar con ella.

—Sí, claro; porque ella al final le preguntó si le gustaba Netherfield, y él no tuvo más remedio que contestar; pero la señora Cesaire dijo que a él no le hizo ninguna gracia que le dirigiese la palabra.

—La señorita Couffaine me dijo —comentó Chloé —Que él no solía hablar mucho, a no ser con sus amigos íntimos. Con ellos es increíblemente agradable.

—No me creo una palabra, querida. Si fuese tan agradable habría hablado con la señora Cesaire. Pero ya me imagino qué pasó. Todo el mundo dice que el orgullo no le cabe en el cuerpo, y apostaría a que oyó que la señora Cesaire no tiene coche y que fue al baile en uno de alquiler.

—A mí no me importa que no haya hablado con la señora Cesaire —dijo la señorita Cesaire—, pero desearía que hubiese bailado con Mari.

—Yo que tú, Marinette —agregó la madre—, no bailaría con él nunca más.

—Creo, mamá, que puedo prometerte que nunca bailaré con él.

—El orgullo —dijo la señorita Cesaire— ofende siempre, pero a mí el suyo no me resulta tan ofensivo. Él tiene disculpa. Es natural que un hombre atractivo, con familia, fortuna y todo a su favor tenga un alto concepto de sí mismo. Por decirlo de algún modo, tiene derecho a ser orgulloso.

—Es muy cierto —replicó Marinette—, podría perdonarle fácilmente su orgullo si no hubiese mortificado el mío.

—El orgullo —observó Rose, que se preciaba mucho de la solidez de sus reflexiones—, es un defecto muy común. Por todo lo que he leído, estoy convencida de que en realidad es muy frecuente que la naturaleza humana sea especialmente propensa a él, hay muy pocos que no abriguen un sentimiento de autosuficiencia por una u otra razón, ya sea real o imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas distintas, aunque muchas veces se usen como sinónimos. El orgullo está relacionado con la opinión que tenemos de nosotros mismos; la vanidad, con lo que quisiéramos que los demás pensaran de nosotros.

—Si yo fuese tan rico como el señor Agreste, —exclamó un joven Long que había venido con sus hermanas—, no me importaría ser orgulloso. Tendría una jauría de perros de caza, y bebería una botella de vino al día.

—Pues beberías mucho más de lo debido —dijo la señora Dupain— y si yo te viese te quitaría la botella inmediatamente.

El niño dijo que no se atrevería, ella que sí, y así siguieron discutiendo hasta que se dio por finalizada la visita.

Continuará...

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Actualización Masiva!!!

Feliz 6to aniversario miraculers! 🌟🌟🌟🌟

Pride & Prejudice  (Adrinette)Où les histoires vivent. Découvrez maintenant