XXXIV

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Cuando todos se habían ido, Marinette, como si se propusiera exasperarse más aún contra Agreste, se dedicó a repasar todas las cartas que había recibido de Chloé desde que se hallaba en Kent. No contenían lamentaciones ni nada que denotase que se acordaba de lo pasado ni que indicase que sufría por ello; pero en conjunto y casi en cada línea faltaba la alegría que solía caracterizar el estilo de Chloé, alegría que, como era natural en un carácter tan tranquilo y afectuoso, casi nunca se había eclipsado. Marinette se fijaba en todas las frases reveladoras de desasosiego, con una atención que no había puesto en la primera lectura. El vergonzoso alarde de Adrien por el daño que había causado le hacía sentir más vivamente el sufrimiento de su hermana. Le consolaba un poco pensar que dentro de dos días estaría de nuevo al lado de Chloé y podría contribuir a que recobrase el ánimo con los cuidados que sólo el cariño puede dar.

No podía pensar en la marcha de Adrien sin recordar que su primo se iba con él; pero el coronel Le Chien Kim le había dado a entender con claridad que no podía pensar en ella.

Mientras estaba meditando todo esto, la sorprendió la campanilla de la puerta, y abrigó la esperanza de que fuese el mismo coronel Le Chien Kim que ya una vez las había visitado por la tarde y a lo mejor iba a preguntarle cómo se encontraba. Pero pronto desechó esa idea y siguió pensando en sus cosas cuando, con total sobresalto, vio que Adrien entraba en el salón. Inmediatamente empezó a preguntarle, muy acelerado, por su salud, atribuyendo la visita a su deseo de saber que se encontraba mejor. Ella le contestó cortés pero fríamente. Marinette estaba asombrada pero no dijo ni una palabra. Después de un silencio de varios minutos se acercó a ella y muy agitado declaró:

—He luchado en vano. Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos. Permítame que le diga que la admiro y la amo apasionadamente.

El estupor de Marinette fue inexpresable. Enrojeció, se quedó mirándole fijamente, indecisa y muda. Él lo interpretó como un signo favorable y siguió manifestándole todo lo que sentía por ella desde hacía tiempo. Se explicaba bien, pero no sólo de su amor tenía que hablar, y no fue más elocuente en el tema de la ternura que en el del orgullo. La inferioridad de Marinette, la degradación que significaba para él, los obstáculos de familia que el buen juicio le había hecho anteponer siempre a la estimación. Hablaba de estas cosas con un ardor que reflejaba todo lo que le herían, pero todo ello no era lo más indicado para apoyar su demanda.

A pesar de toda la antipatía tan profundamente arraigada que le tenía, Marinette no pudo permanecer insensible a las manifestaciones de afecto de un hombre como Adrien Agreste, y aunque su opinión no varió en lo más mínimo, se entristeció al principio por la decepción que iba a llevarse; pero el lenguaje que éste empleó luego fue tan insultante que toda la compasión se convirtió en ira. Sin embargo, trató de contestarle con calma cuando acabó de hablar. Concluyó asegurándole la firmeza de su amor que, a pesar de todos sus esfuerzos, no había podido vencer, y esperando que sería recompensado con la aceptación de su mano. Por su manera de hablar, Marinette advirtió que Adrien no ponía en duda que su respuesta sería favorable. Hablaba de temores y de ansiedad, pero su aspecto revelaba una seguridad absoluta. Esto la exasperaba aún más y cuando él terminó, le contestó con las mejillas encendidas por la ira:

—En estos casos creo que se acostumbra a expresar cierto agradecimiento por los sentimientos manifestados, aunque no puedan ser igualmente correspondidos. Es natural que se sienta esta obligación, y si yo sintiese gratitud, le daría las gracias. Pero no puedo; nunca he ambicionado su consideración, y usted me la ha otorgado muy en contra de su voluntad. Siento haber hecho daño a alguien, pero ha sido inconscientemente, y espero que ese daño dure poco tiempo. Los mismos sentimientos que, según dice, le impidieron darme a conocer sus intenciones durante tanto tiempo, vencerán sin dificultad ese sufrimiento. —Agreste, que estaba apoyado en la repisa de la chimenea con los ojos clavados en el rostro de Marinette, parecía recibir sus palabras con tanto resentimiento como sorpresa. Su tez palideció de rabia y todas sus facciones mostraban la turbación de su ánimo. Luchaba por guardar la compostura, y no abriría los labios hasta que creyese haberlo conseguido. Este silencio fue terrible para Marinette. Por fin, forzando la voz para aparentar calma, dijo:

Pride & Prejudice  (Adrinette)Där berättelser lever. Upptäck nu