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Edén.

Pero yo les digo que, en el día del juicio, cada uno de ustedes dará cuenta de cada palabra ociosa que haya pronunciado. Porque por tus palabras serás reivindicado, y por tus palabras serás condenado.

Mateo 12:36-37

ºº

La vida del ser humano se rige bajo el conflicto entre el querer y el poder. Puedo pero no quiero, quiero pero no puedo. En cambio, la mía gira alrededor del querer y el deber. Quiero pero no debo, debo pero no quiero.

En mi pequeña familia, las tradiciones son consideradas un importante pilar para el crecimiento. Quien no se apegue a ellas o se atreva a desobedecerlas será considerado un traidor, y se lo marginará. Nadie quiere eso, o por lo menos nadie intenta hacer caso omiso a las advertencias. Dos de ellas, que encabezan la lista, son: Todo aquel que nazca en territorio colombiano será bendecido con la gracia del Señor; Los domingos son sagrados, y deberán compartirse en familia.

Son estos mandamientos los que me traen a estar visitando a mi Nana hoy día. Tomo otra galleta del plato de porcelana, y la saboreo como si se tratase de mi última cena. Canela y miel. Podría pasar siglos cocinando esta receta, pero nunca se asemejaría a la de mi abuela.

- Ay mi niña, te extrañaré demasiado. – La tristeza en la suave voz de Nana hacen que se me vaya el hambre. Sabía que llegaría el momento de despedirme, pero no puedo evitar sentir un pesar.

Crecí en la comuna más pobre de Cartagena, sin embargo, cuando solo tenía cinco años a mi padre le comenzó a ir bien en su negocio, lo que generó que me fuese a vivir con mi abuela materna y mi madre a una casa al otro lado de la ciudad. Con el pasar del tiempo, y gracias al próspero negocio, logramos posicionamos entre las familias más rica del país. A mi padre no lo veo mucho, diría que cinco veces al año, aunque siempre está presente. Me envía regalos para fechas especiales, dinero por si necesitase, cartas felicitándome por mis logros, entre más detalles. Luego de que mi madre falleciera, cuando tenía ocho años, Nana se ofreció a criarme. Mi familia materna decidió tomar distancia después de la tragedia, y si bien no recuerdo mucho de mi mamá, sé que fue una gran mujer.

Mudarme con Nana significó empezar de cero. Ella fue quien me enseñó la importancia de las tradiciones, y también fue quien me inscribió en un colegio católico. "Sé que ahora las reglas pueden parecerte aburridas, pero un día verás que son las únicas que mantienen tu vida centrada", me dijo. Por instinto, llevo mi mano a mi pecho, para tocar la cadenita con la pequeña cruz de oro que cuelga de él. Fue un regalo de papá para mis 15 años, y el cual perteneció a un sinfín de generaciones.

- Nana, usted sabe que vendré cada domingo a visitarla. Fue una de las condiciones que impuse antes de firmar el contrato. – Pongo mi mano sobre la suya. Sus ojos marrones, ahora rodeados de pequeñas arrugas, me observan con profundo cariño.

- Lo que temo, mi dulce niña, no es su partida, sino quien le cocinará cuando estés allá. ¡Mírese! ¡Está en los huesos! – Alza sus manos hacia al cielo, en un gesto dramático. Rio y niego con la cabeza, no hay nada mejor que la familia. Tomo la delicada taza que contiene un poco de té y me la termino. No puedo negar que voy a extrañar las delicias que prepara Nana para mí.

Siento que mi teléfono vibra sobre la mesa, y me disculpo con Nana. Me levanto y me dirijo a la que, hace un par de años, fue mi habitación. Cuando era mas niña el lugar me parecía enorme pero al estar aquí dentro, hoy en día, se me hace acogedor. Las paredes son color beige y está decorado de una forma muy conservadora. Sobria diría mi abuela. Desde la gran ventana se cuelan rayos de sol que intentan ser detenidos por una fina cortina rosa, que logran que el espacio se vea aún mas pulcro. En un rincón se encuentra un escritorio de madera que se ve opacado por la fina pieza que posee sobre él. La cajita musical que me regaló Nana cuando cumplí 10 años, y la cual perteneció a ella cuando tenia mi misma edad. Pasaba días y noches observándola, meciendo mi cabeza a la par de la dulce melodía y adorando a la pequeña figura de la bailarina que giraba con delicadeza cada vez que abría la caja donde se hallaba. Fue así como encontré mi mayor pasión: La danza. Adulaba tanto esa estatuilla que mi abuela terminó por inscribirme en una escuela de ballet, a la cual asistí durante 10 años y todavía recuerdo como la mejor etapa de mi vida. 

Arder | Versión en españolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora