Capítulo 14 (Editado)

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El resto de la semana llueve de forma torrencial por lo que la paso sin ánimo ni energía

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El resto de la semana llueve de forma torrencial por lo que la paso sin ánimo ni energía. Solo quiero dormir, tumbarme en mi cuarto con la música a todo volumen para no escuchar lo que el cielo tiene que decirme.

Día tras día voy al instituto esperando ver a Alain. Me gustaría poder hablar de lo que sucedió el lunes pero por supuesto, en ningún momento consigo verle.

La actitud de mis compañeros de clase tampoco es la mejor; continúan con su estúpido acoso, interceptado casi siempre por Áurea. Nada de eso me preocupa, pueden hacer con su tiempo libre lo que quieran.

El viernes llega con un cielo gris y sucio. Estoy tan débil y cansado que me dejo caer en los escalones que llevan al porche de mi casa, dejando que la lluvia caiga a mi alrededor. La odio, por todo lo que implica. La lluvia son las lágrimas que nunca derramé.

Mi abuela sale y me tiende el teléfono inalámbrico sacado de algún lugar de la prehistoria.

—Tu madre pregunta cómo estás —me informa con tono animado y me revuelve el pelo antes de entrar.

Con el teléfono ya en la oreja mastico un "hola".

—Tu padre me ha dicho que por ahí lleva toda la semana lloviendo ¿estás bien, León? —mi madre tiene la costumbre de llamarme León o Leoncito, ambos me parecen ridículos pero sé que es su manera de mostrar cariño. Le digo que estoy bien de ánimos aunque algo cansado—­. ¿Seguro? ¿No tienes una de tus crisis? Sabes que puedes decírnoslo.

Mi madre, siempre tan delicada. Entre ella y mi padre han apodado a los momentos en los que me siento totalmente hundido "crisis". La primera "crisis" la tuve a los siete años, y desde entonces se viene repitiendo siempre que llueve durante días seguidos. He ido al psicólogo más de una ocasión, pero tampoco han dado con la solución al problema. O la manera para que pueda solucionarlo, más bien.

Le aseguro que estoy estupendamente antes de intercambiar con ella unas cuantas preguntas y respuestas típicas de madre.

—La abuela está fresca como una rosa, casi no precisa ayuda —apunto, pasando el dedo por las botas marrones que cubren mis pies. La voz de mi madre cambia de agradable a tensa.

—No todo es lo que parece —entrecierro los ojos, intentando comprender lo que pretende decirme—. Tengo que colgar, Yana te manda muchos besitos con la boca llena de chocolate. ¡Aparta las manos de ese papel!

Cuelgo y dejo el teléfono apoyado a mi lado. No tengo ganas de moverme y no lo hago hasta que el día se hace noche. Mi abuela parece comprender y respetar que su nieto necesita intimidad, hundirse en el abismo para poder salir renovado. O simplemente no sabe cómo demonios actuar ante la depresión.

Alain llega en su furgoneta, la cual tuvo que llevar a pintar después del estropicio que hice en ella. Ahora tiene un bonito color verde pálido. Aparca en la carretera y pasa a mi lado para ir a su casa.

Al ver que no me dirige la palabra siento una punzada de dolor en el pecho.

Me levanto de golpe mareándome al instante. Con el cuerpo ardiendo me tambaleo hasta él deseoso de comprenderle.

—Alain —balbuceo pasando la mano por la sudorosa frente.

Se detiene de golpe pero no se gira y me siento como un idiota bajo la lluvia. Al intentar alcanzarlo mis piernas fallan y caigo al suelo sin tiempo para reaccionar.

El duro pavimento me deja atontado mientras mentalmente intento decirme una y otra vez que todo es psicológico. Tengo que levantarme.

La lluvia no puede hacerme esto.

Diez años han pasado ya.

Veo los zapatos negros de Alain a escasos centímetros de mi cara antes de que se incline para incorporarme. Inmediatamente pone una mano en mi ardiente frente y me arrastra hasta casa de mi abuela. Timbra varias veces. Ella nos abre ya con el camisón puesto.

—Se ha resfriado, creo —explica Alain pasando mi brazo por detrás de su cabeza—. Puede irse a descansar, yo lo atenderé.

Noto como mi corazón comienza a latir a toda velocidad.

Mi abuela me pone las manos en las mejillas, están tan frías que me alivia por un momento.

—No es necesario, cariño —responde ella y se mueve para dejarnos pasar—. Con tal de que lo subas a su cuarto, será suficiente. Mi pobre pequeño, ya decía yo que estos días no tenía buena cara. Voy a prepararle un vaso de leche con miel y canela. Aunque igual es mejor que prepare una infusión de jengibre y limón.

Se pierde en la cocina y Alain me lleva escaleras arriba en dirección a mi cuarto. En cuanto me sienta en la cama, se marcha y arrima un poco la puerta.

Me quedo allí quieto sin poder moverme. Mi cabeza da tantas vueltas que me tumbo, empapado.

Al cabo de un buen rato alguien entra en la habitación y cierra la puerta con cuidado.

—Donde tienes la ropa limpia, tienes que quitarte esa —impera Alain. Señalo el armario levantando el brazo y dejándolo caer de golpe, como si fuera un fardo—. Desvístete, Leo.

Desabrocho mi pantalón vaquero como puedo y luego me sacudo como una trucha recién pescada para ver si se desliza. Por supuesto no lo hace, así que lo dejo estar.

Alain suelta un suspiro de resignación y se acerca para quitármelos. Desliza sus cálidas manos por mis caderas sacando la prenda y después hace lo mismo con mis zapatos. Alza mi suéter y la camiseta también cae al suelo.

Comienzo a temblar y me hago un ovillo con el edredón. Alain intenta sacarme de ahí sin lograrlo. Termina metiéndose por debajo con una de mis camisetas en la mano y un pantalón de pijama en la otra.

—Tienes que vestirte o te pondrás peor —dice, tocando mi hombro y obligándome a girarme. Me quejo, le digo que no me encuentro bien. Todo se me pasa al ver su cálida mirada. Le quito el mechón de cabello mojado que cae delante de los ojos.

—Tú también tienes que cambiarte —toco con cuidado su empapada camisa. Un trueno resuena sobre la casa e irrumpe mis palabras. El rayo que le sigue ilumina ligeramente nuestras caras. Se acerca todavía más casi rozándome los labios, pero lo que hace es apoyar su frente contra la mía. Creo que la fiebre me sube unos cuantos grados en ese instante.

—Voy a cambiarme. Al baño —se aparta de golpe como si estuviera contrariado y se escabulle del calor de la manta. Y de mí. Escucho como abre el grifo del lavamanos y salgo de mi improvisado refugio para tomar una de mis camisetas favoritas, así como unos pantalones cortos y ropa interior limpia. Termino de vestirme justo en el instante en el que Alain sale del baño vestido con la ropa que había cogido para mí y lo que parece una toalla humedecida. —Bebe la leche con las pastillas. Si te pongo la toalla mojada en la frente, te bajará más rápido la fiebre. Creo.

Iluso. Si se pone a mi lado durante más de dos minutos acabaré pareciendo un volcán y esa toalla va a arder en llamas. Pero por supuesto no digo nada y me dejo cuidar.

Me tumbo en la cama sorbiendo la bebida caliente. Trago las pastillas con unos gestos tan exagerados que provocan la risa de Alain.

Sabe reírse. Melodioso, suave y dulce. Su risa llena mis oídos y es algo realmente agradable. Me gustaría poder hacer que se riera más, como cuando éramos pequeños. Recostado en la cama dejo que ponga la toalla sobre mi frente. Está helada pero noto un alivio inmediato, las gotas de agua cosquillean mi piel cuando se escurren por mi cuello.

El sueño se apodera de mí a pesar de que lucho por no quedarme dormido y los ojos se me cierran. Agarro la mano de Alain. No quiero que se marche. No ahora que sé lo que hay bajo su capa de acero forjado.

El arroyo de los cardenales rojos (BL 🌈 Completa, editada sin corregir)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora