Capítulo 8, Alain (Editado)

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—Deberías comer más zanahorias, dicen que mejoran la calidad visual —dejo la verdura que iba a comer sobre el plato, debatiéndome entre marcharme o golpear hasta la saciedad la "calidad visual" de Sebastian

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—Deberías comer más zanahorias, dicen que mejoran la calidad visual —dejo la verdura que iba a comer sobre el plato, debatiéndome entre marcharme o golpear hasta la saciedad la "calidad visual" de Sebastian. Andrea se ríe sacudiendo la cabeza con incredulidad, mientras que Sabrina lee un libro en cuya portada sale un hombre semidesnudo encadenando a otro. Menudo elenco. Desde que llegó Sebastian no han parado de cuchichear acerca del nuevo grupo de raritos en el que nos hemos convertido. Todos nos miran, hablan en voz baja con secretismo. Me sacan de quicio.

—La verdad es que prefiero quedarme ciego a tener que seguir viéndote —termino por decir a la vez que recojo mis cosas. Esta tarde me toca trabajar, por lo que tengo que preparar mi mochila rápidamente. Me levanto y miro a las dos chicas, ignorando por completo a Sebastian—. Nos vemos.

Sabrina cierra su libro de golpe y se levanta para seguirme.

—¿Has pensado en cómo volver a Leo a la normalidad? —pregunta con una expresión pintada en su rostro que no puedo interpretar. Intercambio unos libros por otros, metiéndolos a presión en la taquilla.

—No —baja las cejas con aprensión—. Todo debe ir a su ritmo.

—Lo que te pasa es que tienes miedo de que te rechace. Te da puto miedo que no quiera saber nada más de ti.

Mi corazón se contrae momentáneamente.

—No —cierro con demasiada fuerza la taquilla y casi rompo la puertezuela de aluminio barato. Sabrina se pone el pelo detrás de las orejas, me mira como si estuviera a punto de pegarme un puñetazo—. Antes de que digas nada, dejemos el tema.

Me detiene poniendo las manos sobre mis antebrazos. No me gusta el contacto físico pero la tolero de momento. La hora del almuerzo va a terminar y nuestros compañeros de clase se arremolinan a nuestro alrededor, ruidosos y exaltados.

—Alain, estoy intentando entenderte y no enfadarme —habla con sinceridad, su voz temblando ligeramente—. Puedes considerarme tu amiga si quieres, pero haz el favor de dejar de mentir.

Sacudo su agarre dejándola sola en medio de la muchedumbre.

A la salida veo que Sebastian me espera apoyado en mi furgoneta. Lo esquivo sin mediar palabra y me coloco en el asiento del conductor. Antes de que pueda poner el seguro se cuela cerrando la puerta con suavidad.

—Vas a llevarme —muerdo el labio intentando contener la molestia que poco a poco se va convirtiendo en rabia—. Vivo donde trabajas, así que vas a llevarme.

Me giro de golpe para enfrentarlo. Él apoya un brazo en la ventanilla y me mira a través de sus oscuros y rasgados ojos.

—Te estás preguntando cómo lo sé —sonríe, de nuevo me percato de que es una sonrisa congelada. No digo nada por lo que él continúa—. Se ha dado la casualidad de que vivo justo encima de la guardería en la que trabajas.

—¿Cuándo te has mudado? —Pregunto sin poder evitarlo. Sebastian rompe el contacto visual girando la cabeza para mirar por la ventanilla y ofreciéndome el silencio a modo de respuesta.

Arranco el coche, ciertamente incómodo en su presencia. A pesar de que han pasado unos cuantos días desde el incidente en la ducha no puedo dejar de pensar en sus palabras. Enciendo el reproductor de música, subo el volumen esperando cortar la tensión.

El ambiente tiene el color de una inminente nevada. Blanco puro. La guitarra suave nos acompaña y por un instante el silencio entre nosotros parece hasta cómodo.

Quizás nos parezcamos más de lo que me gustaría admitir.

Aparco en el espacio que hay entre las dos enormes casas de estilo moderno, extrañas en el contexto del pueblo con sus puertas cuadradas y balcones extraños. La señora Song dice que fueron importadas directamente de Corea como un regalo de su familia.

Sebastian apaga la música con dedos ágiles.

—Sigue doliendo, ¿verdad? —suelto un sonido entre exasperación y sorpresa. Él se lleva la mano al pecho—. Aquí. Parece que todo se vaya a romper de un momento a otro pero no vas a dejar que nadie te ayude.

Lo sabe. Sabe lo que estoy sintiendo.

—No —siseo, preparándome para salir del coche—, no me duele.

—No tiene sentido que me mientas, yo no soy nadie en tu vida como para juzgarte —siento como si el muro que estuve construyendo con tanto esfuerzo se estuviera a punto de desmoronarse. El brillo de suspicacia se filtra en los carbones encendidos que tiene por ojos—. Todavía no has sido egoísta.

—A qué te refieres con eso —mi pregunta no sale como tal, es más bien un sonido inteligible—. No puedo ser egoísta ahora, hay muchas personas que me necesitan y dependen de mí.

Se acerca hasta que me obliga a sentir a ventanilla en mi espalda.

—Necesitas sacar todo lo que llevas dentro, para eso hay que ser egoísta y olvidarte de lo que vayan a opinar los demás —explica con calma—. Algunas personas gritan, otras lo hablan. Muchas se dan a la bebida, se drogan, se hacen tatuajes, se cortan... —miro hacia sus brazos tatuados y me pregunto si ese ha sido su caso—. Otros se acuestan con cualquiera. Supongo que todo vale aunque dicen que lo más sano es hablar. Y no creo que seas capaz de hacer eso.

Me congelo durante unos instantes. Con toda mi fuerza de voluntad intento no aceptar que tiene razón.

—Estoy enamorado de una persona —musito y siento que es lo máximo que voy a ser capaz de decir en voz alta.

—También yo —su respuesta viene con parsimonia, como si nunca hubiera salido de su interior y fuera la primera vez que sale—. Pero no está aquí. Ya no. ¿Lo está tu persona? —se acerca todavía más, mi pulso se acelera por alguna extraña razón—. Porque me da la impresión de que no.

La furia me recubre. No quiero admitirlo. No quiero admitir que Leo tal y como lo conocía ya no está.

Lo aparto con demasiada fuerza e intento salir del coche. Se ríe ante mi arrebato y eso no hace más que mosquearme.

—Tú y yo no somos iguales —la imagen de Leo tendido en la cama del hospital, la idea de que el hombre que le hizo tanto daño se encuentre en el mismo lugar custodiado por la policía. La amnesia. Todo me sobrepasa—. Así que deja de pretender que sí.

Salgo sin esperar a que me siga, con el corazón martilleando en el pecho y la mente nublada.

El arroyo de los cardenales rojos (BL 🌈 Completa, editada sin corregir)Where stories live. Discover now