Capítulo 20 (Editado)

5.8K 803 28
                                    

Pongo en marcha el coche, tosiendo como si fuese a morir

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

Pongo en marcha el coche, tosiendo como si fuese a morir. Quiero arrancarme la garganta para no sentir dolor. Ya puestos el cerebro y las pelotas. El trayecto hacia mi casa está lleno de remordimientos y excusas, sobre qué le voy a decir a mi pobre abuela cuando me vea.

En menos de diez minutos estoy frente a mi hogar y presiento que algo va mal. La puerta de la casa siempre está cerrada ya que a mi abuela le gusta sentirse segura. Siempre dice que más vale prevenir que luego curar.

Hoy está abierta. Unos tomates que bien podrían haber formado parte de la cena están en el suelo a mis pies.

Me proyecto hacia el interior, angustiado.

— ¿Abuela? —pregunto sin recibir respuesta. La encuentro en inconsciente en las escaleras. La muevo con sumo cuidado, descubriendo una herida en la frente. Rebusco en mi bolsillo, pero el móvil no aparece. Obtengo el teléfono de la cocina y marco con dedos temblorosos el número de urgencias. Explico entrecortadamente el estado de mi abuela y la levanto con una fuerza que no esperaba en mí, moviéndola hasta reclinarla en el sofá.

Me duele todo y estoy hecho un asco. La ambulancia llegará en breves, no tengo tiempo para cambiarme de ropa. Cojo mi cartera de cuero negro revisando que tiene algo de dinero.

Los sanitarios llegan, un alto y fornido hombre y otro más enjuto y calvo. El alto me saluda y hace el reconocimiento, el calvo mira la herida de mi labio.

— ¿Estás bien, chico? —espero que no se piense malos tratos o sabe Dios qué clase de historia jodida.

—He tenido un mal día en el instituto —opto por decir, encogiéndome de hombros.

El calvo asiente y ayuda a mover a mi abuela hasta la camilla con ruedas. Me subo con ellos en la parte de atrás, con el alma en vilo.

—Tranquilo, cuando lleguemos al hospital la tendrás en buenas manos. —El fornido dice palabras de consuelo que no me llegan.

El día no podía irse más a la mierda.

Ya en el hospital, ingresan a mi abuela en cuidados intensivos. Nadie me dice nada, como si el chico de diecisiete años que camina por los pasillos no fuese más que un fantasma que nadie mira.

Llamo a mis padres. Reciben la noticia y mi padre promete estar aquí por la noche. Luego pienso en llamar a Alain, pero me doy cuenta de que no tengo su número.

Áurea es la única que viene en cuanto le digo lo que sucede. Entra en la sala de urgencias despeinada y con un chándal deportivo.

—¡Leo! —saca un pañuelo de su bolso y lo humedece con el agua de una pequeña botella. Me limpia la sangre reseca de la comisura de mis labios y mi barbilla.

Le cuento una versión resumida de como encontré a mi abuela, evitando la parte en la que me enrollo en medio del bosque con un chico que luego me parte la cara.

Mi voz se agrieta al final, al borde de un ataque de histeria. El olor a cereza de Áurea me cubre cuando me abraza sin importarle cuan sucio esté.

—Se pondrá bien —no me pregunta cómo he terminado con el labio partido, cosa que agradezco—. Vamos preguntar, y luego a que te curen eso.

El médico nos atiende con cara de pocos amigos. Al parecer mi abuela debería haber sido ingresada el viernes pero no apareció. Tiene que ponerse un no sé qué en el corazón, debilitado después de tanto trote. Si tarda más, podría llegar a sufrir un infarto y dejar el mundo.

Me arrastro hasta la enfermería después de recibir tan buenas noticias. Ponen unas cuantas tiras en mi labio y ordenan que no los mueva demasiado. Tampoco apetece.

Áurea se marcha y vuelve al cabo de un rato con una chaqueta nueva para mí. Me queda perfecta y me calienta el cuerpo. Le doy las gracias sintiéndome culpable por todo.

Mi padre, Zay Lordvessel, llega a la noche tal y como prometió. Me estrecha entre sus brazos, apretujándome sin necesidad. Me pregunta como sucedió y en dónde la tienen. Después de hablar con el médico vuelve rascándose el cabello castaño.

—Vete a casa a cambiarte hoy me quedaré con ella —ordena, palmeando mi cabeza. Mi padre es mucho más alto que yo, con los hombros anchos como las puertas de un armario. Nadie diría que trabaja en una oficina de economista—. Encantado de conocerte, Sabrina, a pesar de las circunstancias.

La veo sonreír con timidez, pasándose el pelo por detrás de las orejas.

—Lo llevaré a casa, entonces —toma su bolso del asiento cutre que hay en la sala de espera—. Espero que la señora Lordvessel se recupere pronto.

Salimos al frío aire de finales de octubre y nos metemos con rapidez en el coche de Áurea, dónde enciende la calefacción. Me recuesto en el asiento, cerrando los ojos con fuerza.

—He hecho lo que no debía —pronuncia al cabo de un rato. Suspiro un ajam sin abrir los ojos—. Esta mañana escuché lo que os dijisteis. Alain y tú. Y ahora tienes el labio partido. Tengo ganas de ir a patearle el trasero.

—No es lo que piensas —mi voz suena cansada, lejana—. Terminamos liándonos, luego nos peleamos. Es muy complicado.

Preparo mis oídos para los gritos de emoción que no llegan a salir. Abro los ojos y veo que lágrimas se escapan por los de ella.

—¿Áurea?

Ella sacude la cabeza, restregando las manos contra sus ojos.

—Perdón, cuando me llamaste diciendo que estabas en el hospital me asusté mucho —solloza y le palmeo la espalda sin saber muy bien que hacer—. Pensé que Alain te había hecho algo serio. Al verte el labio partido, he temido lo peor y ahora solo quiero romperle la cara.

Se calma al cabo de un rato, me mira con sus enormes y redondeados ojos azules.

—Tú querías, ¿no? —pregunta, inquieta.

—Sí, no haría nada que no quisiera ni dejaría que me tocasen de no ser así —desliza el coche fuera del estacionamiento—. Pero todo se fue a la mierda, me dijo que necesitaba tiempo a solas para pensar y yo soy un imbécil que no sabe esperar. En eso tiene razón.

—A veces creo que no te merece —pisa el acelerador, llevándonos a toda velocidad a través de la noche—. Sobre todo después de lo que escuché a la mañana. Lleva desde el principio comportándose de manera bastante retorcida y sinceramente no me gusta.

Aparca con brusquedad enfrente de mi puerta.

—¿Puedo pedirte una cosa? —pregunta cuando abro la puerta del auto. Afirmo con la cabeza—. ¿Me dejas quedarme esta noche? No quiero estar sola. Yo tampoco he tenido un buen día.

Vacilo por un momento pero acepto. En el fondo,necesito algo de compañía para digerir todo lo que me está sucediendo.

El arroyo de los cardenales rojos (BL 🌈 Completa, editada sin corregir)Where stories live. Discover now