Capítulo 3, Alain (Editado)

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Colapso en uno de los bancos de la parte trasera

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Colapso en uno de los bancos de la parte trasera.

El frío lame mi cara en un intento por colarse en mi chaqueta de lana. Los cardenales rojos cantan con la llegada del invierno pero a mí no me importa lo que el mundo haga.

Leo ya no me recuerda.

De todas las cosas horribles que podían haber sucedido sé que no es la peor. Está con vida, ha salido del coma. He pasado el mes más horrible de mi vida, sin apenas dormir o comer.

La mirada asustada en sus ojos al verme me ha destrozado por dentro. El dolor que crispaba su hermoso rostro.

¿Por qué no le dije que lo que sentía cuando tuve oportunidad? Ahora los sentimientos de Leo se han esfumado y no estoy seguro de que vayan a volver.

Sabrina se sienta a mi lado de una manera silenciosa.

—Que puta mierda —es cierto, Leo tampoco la recuerda a ella. Solo a Lira. Resulta hilarante que solo recuerde a la amiga de su infancia. A una persona que no había visto por diez años—. Siento que todo esto es culpa mía.

Mi giro hacia ella intentando aguantar el dolor que se ha instalado en mi pecho.

—No.

Me ahogo en mi propio arrepentimiento. Si solo lo hubiese dejado alcanzar mi corazón antes. Si lo hubiese llevado conmigo aquel primero de noviembre.

—Ream, ¿necesitas un pañuelo? —susurra Sabrina a mi lado y comienza a rebuscar en su bolso. Me giro para ver que sus mejillas están húmedas y sus ojos rojos.

—Tú lo necesitas más. —Me limpio las lágrimas que intentan escurrirse de mis ojos con las mangas de mi chaqueta.

Me abraza repentinamente. Incómodo, me quedo con los brazos flácidos a ambos lados de mi cuerpo. No conozco demasiado a Sabrina pero sé que quiere a Leo. Quizás debí decirle que se marchara con ella.

—¿Qué vamos a hacer si nos olvida para siempre? —llora sobre mi pecho haciendo que aumente la sensación de querer alejarme—. ¿Y si ha sido por no curarlo a tiempo?

No puedo responder, en mi mente están las mismas inquietudes que ella.

Cuando llegué allí me sorprendió encontrarme con William Wackerly, el amable profesor de matemáticas al que todos querían. Ya no había rastro de su aparente bondad, solo la frialdad en unos distantes ojos verdes. Estaba seguro que los ojos eran castaños cuando asistía a clase, lo que me hace pensar que los escondía por alguna razón.

—¿Estará bien? —La voz de Lira me paraliza. Andrea empuja la silla de ruedas de Lira, y ella se arrebuja en una manta. Andrea está completamente cambiada. No solo se ha cortado el cabello hasta la altura del cuello, también cubre cada centímetro de su piel sin enseñar nada. Su personalidad también ha dado un giro de ciento ochenta grados—. Yo creo que Leo os va a recordar a todos, ¿no?

La esperanza infantil de Lira me enfada. Llevo años queriendo que se despierte y ahora tendré que vivir con que Leo no me recuerde mientras ella tiene una edad mental de ocho años. ¿Qué se supone qué debo hacer y cómo se supone que he de actuar?

Sabrina se limpia la cara con el pañuelo.

—¡Cierto, Lira, no podemos deprimirnos! —sonríe, no sé cómo lo logra, pero lo hace—. ¡Haremos una fiesta y recordará lo bien que lo pasábamos juntos!

Lira asiente emocionada por la perspectiva de una fiesta. Su cuerpo todavía no está preparado para moverse pero no digo nada.

Andrea se retrae.

—Todo esto es por lo que hice —más culpabilidad. Comienza a parecer un confesionario a las diez de la mañana. Niego con la cabeza y las otras chicas le dicen que no es así. Todos hemos podido hacer las cosas de otra manera pero no ha sido así—. Sois demasiado buenos conmigo.

Rompe a llorar también, siendo consolada por Lira que no entiende absolutamente nada. No creo que pueda soportar ver a alguien más llorar el día de hoy. El teléfono móvil vibra en mi bolsillo con la llegada un mensaje de texto de mi madre pidiéndome que vaya a casa para que pueda atender un trabajo extra. Las facturas del hospital nos están consumiendo.

Me despido de todas aliviado de no tener que seguir allí y camino hasta el coche.

¿Por qué no fui yo?

Debería haber sido golpeado en su lugar. Leo no se lo merecía. A pesar de todas mis crueles palabras, sé que no se lo merecía.

El camino a mi casa se hace eterno como si estuviera envuelto en una neblina.

Diciembre acaba de comenzar, pronto las nevadas dejarán todo cubierto de un manto blanco puro y se hará mucho más difícil poder asistir al instituto. Mi último año termina y realmente no sé qué voy a hacer después. ¿Qué hará Leo? Se ha perdido todos los exámenes parciales y probablemente tenga que estar como mínimo un mes más en el hospital.

Desearía poder estar con él.

Aparco en el garaje, con cuidado de no aplastar al pequeño Shakespeare que ha decidido ser mi mascota en vez de vivir en una casa que casi siempre está vacía. La abuela de Leo pronto saldrá del hospital, por lo que tengo entendido.

Al abrir la puerta me reciben los gritos estridentes de mis hermanos.

—¡Ray me rompió la muñeca!

—¡Esa muñeca era fea!

Pongo los ojos en blanco dejando la chaqueta en el sofá. Mi madre me recibe, apurada e intentando que mis hermanos no se peguen.

—Te he dejado unos tacos en la nevera, simplemente caliéntalos —pone sus zapatos con rapidez, dando pequeños saltitos. A pesar de tener cuarenta y cuatro años se ve mucho más joven, se parece a mí tanto en el pelo como en los ojos. La gran diferencia es que su mirada es mucho más dulce. Se acerca tropezando—. ¿Cómo estaba Leo?

Mi ánimo decae todavía más.

—Tiene amnesia —confirmo, poniendo en palabras lo que más me duele en este momento. Odio tener que expresar en voz alta algo que me hace sufrir. Es como darle forma y poder—. Solo se acuerda de Lira.

Ella deja el pendiente que se iba a poner en el mueble del recibidor y me envuelve en un cálido abrazo de madre que acepto algo reacio.

—Lo siento mucho, Alain. Sé muy bien lo que sentías por tu amigo pero ya verás cómo enseguida te recuerda —acaricia mi cabeza y vuelve a coger su pendiente—. El amor es más fuerte de lo que crees.

Mi boca se abre ligeramente con sorpresa.

—¿Cómo? —Ella me guiña un ojo antes de salir por la puerta.

—Porque soy tu madre y las madres todo lo saben.

Me deja perplejo, con mis pequeños hermanos tirándose juguetes el uno al otro.

—Portaos bien o no hay chocolate caliente con nueces —amenazo, quitándoles las diminutas armas arrojadizas que plantean los legos.

El arroyo de los cardenales rojos (BL 🌈 Completa, editada sin corregir)Where stories live. Discover now