No es perdón, es servicio

117 27 2
                                    

Mittchell


Me ato las botas y me cierro las cuatro camperas que llevo encima. El frío es insoportable. En general, me gusta la nieve. Este viaje me habría hecho feliz si lo hubiera hecho solo, pero con él aquí... Maldición, si no fuera porque de casualidad Bárbara está en este mismo hotel, ya me habría ido a casa.

Verla fue un shock. Toda la semana estuve envuelto en mi propia burbuja. Ni siquiera mis amigos saben que mi padre ha regresado. Devan está preocupado por mi actitud, todos lo están, pero saben que prefiero que me den mi espacio y no me fuerzan a abrirme con ellos. Mi padre, por el contrario, decidió soltarme la bomba y me arrastró a una punta remota del mundo que está en Google Maps de pura suerte para "reforzar los lazos familiares".

Cierro la puerta de la habitación y me dirijo al frente del edificio. Los administradores programaron una excursión para hoy, para ver las maravillas del bosque nevado y los estanques congelados. Había una foto como esa en el panfleto publicitario de la recepción, así que debe ser verdad y no una mentira para los pobres turistas que gastan su dineral para pasar unos días aquí.

Bárbara y sus amigos ya están reunidos y listos para salir. Sonrío cuando noto las mejillas coloradas de ella y sus manos pequeñas enfundadas en guantes de lana. Pero la sonrisa se me borra cuando veo quién la acompaña. Es el bartender de ayer, el que les regaló una bandeja de chocolates artesanales. Frunzo el ceño cuando noto la gigantesca mano de él en el hombro de ella.

―Tranquilo, muchacho. ―dice Desmond a mi lado. Ni siquiera noté cuando se acercó. Ese tipo es un fantasma.

―Estoy tranquilo. ―gruño.

―¿Entonces por qué tiemblas?

―Porque hace frío, idiota.

Me froto las manos para hacer énfasis, pero él ya está riendo y dirigiéndose a la fila.

―Como tú digas. ―canturrea.

Para ser un hombre en sus treinta con la dura ocupación de ser guardaespaldas de mi padre, se las arregla para ser extremadamente irritante.

Observo a mi padre saliendo del hotel ajustándose los guantes y la bufanda. Desde aquí puedo ver lo agrietados que están sus labios y la coloración morada debajo de sus ojos. Aprieto los dientes y continúo sin esperarlo.

Si Bárbara nota la mirada que le dirijo, no me lo hace saber.

―¿Ya estamos todos? ―pregunta la mujer, baja y regordeta, envuelta en muchos abrigos. Se oye un murmullo de voces aprobatorias y su esposo, Craig creo, se cuelga una mochila gigante en la espalda, que bien podría caber yo dentro, y lidera al grupo por un camino trasero.

Puedo sentir la nieve crujiendo debajo de mis botas. En algún otro momento, habría brincado como un niño pequeño y habría tirado bolas de nieve a Bárbara, que camina a unos pasos delante de mí. Ella probablemente reiría y me tiraría una de vuelta, si no estuviera enojada conmigo... y si no tuviera compañía.

―Este bosque está aquí desde antes de que yo naciera. ―relata la señora, Elena, con alegría. Puedo ver que codea a su esposo―. Estos árboles pueden tener hasta cien años y aún se mantienen así. Esa es la belleza de la naturaleza, que sin importar lo que pase, algunas cosas siguen igual.

Inconscientemente, miro a Bárbara. Tal vez siente mi mirada, porque nuestros ojos se encuentran. La aparta tan rápido que pienso que es un sueño.

Deseo deseo ©Where stories live. Discover now