Los efectos del vodka

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Bárbara


Desearía tener una cámara ahora mismo para capturar la cara de Mittchell, imprimirla y ponerla en mi mesa de luz para levantarme de buen humor todas las mañanas. ¡Es la décima maravilla del mundo!

Su rostro se ha transformado por completo, como si no esperara mi acción. Tiene la boca abierta y las manos apartadas del cuerpo, mirando su camisa mojada. La tela se pega a su pecho y tengo que concentrarme para no mirar hacia abajo y notar las cuadrículas de sus abdominales. Sus ojos me observan furiosos y fríos, y yo no puedo hacer otra cosa que burlarme de él.

―¡Disculpa, no vi que estabas ahí! ―Mi estómago duele por la risa contenida y mi ceño lucha por fruncirse debido a la molestia que me dio ver a esa chica a punto de cometer tal pecado.

―Claro que no. ―dice irónico―. Solo te topaste conmigo por accidente y se te cayó el vodka.

A nuestro alrededor, la gente ya comienza a cuchichear. El grupo de adolescentes drogadictos detrás de él ha empezado a reírse y a tomarle fotos, las cuales seguramente veré al día siguiente en todos los postales sociales posibles. Un sentimiento de satisfacción me recorre, he logrado mi cometido aquí.

La chica que casi se droga sigue detrás de mí, nerviosa. Le indico que puede irse, no tiene que hacer nada si no quiere y es mejor que se vaya a su casa para no acabar peor de lo que hubiera sido de haber aceptado aquella proposición. Ella asiente y me dedica una última mirada antes de desaparecer entre la multitud. Mittchell sigue sin moverse, atento a cada uno de mis movimientos.

―¿Lo estás disfrutando, Cerecita?

Todo mi interior se sacude ante el apodo y deseo tener otro vaso para vaciarlo en sus pantalones. Odio ese nuevo nombre, me recuerda el atrevimiento que tuvo de dibujar mis senos como cerezas y exponerlos frente a todos mis compañeros. Además, la palabra "pechos" y "Mittchell" en una misma oración me causa escalofríos de repelús.

―Muchísimo. ―admito.

Me doy la vuelta y hago el amago de irme, pero se mueve rápido y me agarra de la muñeca.

―¿Adónde crees que vas?

Su tono prometedor me congela. Tiene ese característico brillo de chico travieso cuando me atrae hacia él y su boca baja en un tortuoso recorrido por mi piel. Mi corazón se acelera ante su cálido aliento, pero unas inmensas ganas de golpearlo aparecen ante sus siguientes palabras:

―¿Acaso pensabas que te saldrías con la tuya? Me conoces, sabes que no soy así.

Su mano se cierne en mi cintura y junta nuestros cuerpos por el ombligo. Su camisa mojada se pega a mi camiseta blanca, humedeciéndola también. Su rostro está casi enterrado en mi cuello, su cabello me hace cosquillas y su boca está contra la base de mi oreja. Su respiración suena entrecortada y quiero apartarme, pero, por alguna razón, no puedo. ¿Qué rayos está haciendo? Estoy siendo acorralada por mi enemigo y no me gusta nada. Nada de nada. Entonces, cuando su boca atrapa el lóbulo de mi oreja, reacciono.

Mi rodilla se levanta y se clava con fuerza en sus partes nobles. Se aparta y me mira, enfurecido.

―Cómo se nota que no me conoces, Raymond.

Él maldice por lo bajo y cae, apretándose las manos contra el pantalón. Se lo merecía por pasarse de listo conmigo.

Al menos el dicho es cierto: la venganza es un plato que se sirve frío.

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