Llamada telefónica de emergencia

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Mittchell


Estoy acostumbrado a estar solo en casa. De verdad, lo estoy. No es nada del otro mundo. Siempre hemos sido Arae y yo, y el personal de limpieza reducido que se queda en las habitaciones de huéspedes del primer piso. Por eso me asusto de muerte cuando veo a una persona parada en el centro de mi habitación.

Está de espaldas a mí, con los brazos cruzados sobre el pecho ancho. Me dobla en tamaño, pero no creo que esté aquí para pelear conmigo. Al darse vuelta, puedo ver su expresión, frío, sin emoción legible.

―Mittchell Raymond, tanto tiempo sin verte. ―susurra. Es el tono de su voz el que me hace dar cuenta quién es.

―Desmond. ¿Qué te trae por mis aposentos privados? ―espeto, imitando su posición. Él siempre ha sido amenazante, parado al lado de mi padre, su guardaespaldas privado.

―Quiere hablar contigo.

Mi primera reacción es echarme a reír. Después de tanto tiempo, mi viejo quiere hablar conmigo. Seguro, para decirme que se va de gira por Europa y vuelve dentro de unos años, para extender su estadía años más. He aprendido que su palabra no vale nada para mí.

―Dile que me mande una carta. La recibirá Arae y la leeré si me acuerdo.

De alguna manera, su semblante cambia.

―Es importante. Deberías considerarlo.

Podría hacerlo, claro. Pero no tengo ningún interés en cruzar palabras con el padre que me abandonó para poder irse a bailar y cambiar dinero por sexo. No puedo perdonárselo, no cuando yo sigo aquí, estancado en la misma casa, atrapado sin posibilidad de escapar.

No digo nada más, él ya lo ve en mis ojos. Con un suspiro de resignación, deja mi habitación, cerrando la puerta detrás de sí.

No me había dado cuenta de que estaba reteniendo aire hasta que lo suelto. Me agarro el pecho, como si eso fuera a calmar mi corazón acelerado. De pronto, he vuelto a ser el mismo niño que aguardaba impaciente a ver a su padre, porque lo necesitaba y quería su cariño. Las lágrimas asoman en las orillas de mi visión, pero me niego a derramar ninguna.

En su lugar, tomo mi teléfono y le marco a la única persona que sé que estará despierta a esta hora.

Timbra tres veces hasta que su voz suena del otro lado.

―Hola, Cerecita. ¿Tienes un minuto?

La voz de Bárbara es como un bálsamo para mis nervios. Lo he notado desde el día en que comenzó a darme tutorías. Cada vez que yo me frustraba, ella estaba allí para decirme que todo estaría bien, que relajara los hombros y lo intentara de nuevo, esta vez sin gruñir, hasta que lograba entender lo que sea que se me estaba dificultando en ese momento, y ella me sonreía y me decía "¿lo ves? Te dije que podrías hacerlo".

Hoy no era la excepción.

¿Mittchell? ¿Sigues ahí?

Carraspeo para borrar el nudo que se ha formado en mi garganta. No funciona.

―Sí. Sí, aquí estoy.

¿Te he dicho algo malo?

―No, no. Como siempre, tienes toda la razón. Solo tengo que procesarlo unos segundos más.

Hemos hablado de mi padre. Muchas veces. Le he contado cosas y ella me ha escuchado, me ha aconsejado, y yo como un idiota he zanjado el tema una y otra vez. No quería desmoronarme frente a Bárbara. Ya tiene suficiente con lo que tiene que pasar ahora.

Deseo deseo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora